China perdió la Guerra del Opio (1839-42) y, con ella, la isla de Hong Kong. Debió abrir, además, cinco puertos a los productos ingleses, con tarifas bajas o nulas, y tuvo que conceder extraterritorialidad a los comerciantes extranjeros, como si fueran diplomáticos. Fue la primera de una serie de humillantes intervenciones extranjeras que socavaron al imperio y sumergieron al país en un siglo de guerras civiles e invasiones.
No puede sorprender, entonces, que para los chinos, y en general en toda Asia, la restitución de Hong Kong fuera una fiesta, la celebración del fin del colonialismo, la reparación de una humillación histórica.
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