No. 70 - Agosto 1997
China perdió la Guerra del Opio (1839-42) y, con ella, la isla de Hong Kong. Debió abrir, además, cinco puertos a los productos ingleses, con tarifas bajas o nulas, y tuvo que conceder extraterritorialidad a los comerciantes extranjeros, como si fueran diplomáticos. Fue la primera de una serie de humillantes intervenciones extranjeras que socavaron al imperio y sumergieron al país en un siglo de guerras civiles e invasiones.
No puede sorprender, entonces, que para los chinos, y en general en toda Asia, la restitución de Hong Kong fuera una fiesta, la celebración del fin del colonialismo, la reparación de una humillación histórica.
Desde que Marco Polo llevó las primeras muestras de productos chinos a Venecia, en 1295, los europeos han estado fascinados por los productos e invenciones chinas: la pólvora, el papel (y también los billetes y los cheques que hacen posible la banca), la imprenta y los tallarines. En 1415 los portugueses llegaron a China por mar y fue la competencia por esos mercados la que trajo a Colón a América.
Sin embargo, la civilización china no se sentía recíprocamente atraída por lo poco que estos bárbaros tenían para ofrecer. "Como vuestro embajador ha podido ver por sí mismo, poseemos todas las cosas. No veo ningún valor en objetos extraños o ingeniosos y no tengo por qué usar las manufacturas de su país", escribió en 1793 el emperador Chien Lung al rey Jorge III de Inglaterra.
China sólo aceptaba oro y plata en pago por sus sedas, té y porcelanas, y el déficit de la balanza comercial inglesa con China aumentaba día a día a comienzos del siglo XIX. Finalmente los británicos encontraron qué venderle a los chinos: opio de la India. La East India Company se transformó en una gigantesca empresa de narcotráfico y cuando China tomó medidas para impedir el comercio y, después, el contrabando, Inglaterra fue a la guerra en nombre del libre comercio.
China perdió la Guerra del Opio (1839-42) y, con ella, la isla de Hong Kong. Debió abrir, además, cinco puertos a los productos ingleses, con tarifas bajas o nulas, y tuvo que conceder extraterritorialidad a los comerciantes extranjeros, como si fueran diplomáticos. Fue la primera de una serie de humillantes intervenciones extranjeras que socavaron al imperio y sumergieron al país en un siglo de guerras civiles e invasiones.
No puede sorprender, entonces, que para los chinos, y en general en toda Asia, la restitución de Hong Kong fuera una fiesta, la celebración del fin del colonialismo, la reparación de una humillación histórica. Alegrías similares tendremos los latinoamericanos el día que Panamá recupere el Canal, Cuba a Guantánamo o Argentina las Malvinas. La transición fue tan ordenada y ensayada que la única noticia que pudo registrar la prensa internacional fue la falta de noticias. La ausencia de cualquier protesta ciudadana fue "explicada" como resultado de una supuesta represión y las imágenes de la masacre de 1991 en la plaza de Tiananmen ocuparon más espacio en las cadenas internacionales que las de los fuegos de artificio del 1 de julio, olvidando que si bien la situación de los derechos humanos en China deja mucho que desear, tampoco Hong Kong fue jamás una democracia. En todo caso, Hong Kong sí es una economía abierta, globalizada y conectada a todas las redes electrónicas de circulación de capitales. Y en un mundo financiero en el que rumores, resfríos de un presidente o el menor temor de inestabilidad provocan estampidas de capitales con miles de millones de dólares fugando en segundos (¿recuerdan el "efecto tequila?"), la bolsa de Hong Kong abrió al otro día de la fiesta sin que ningún inversor pestañara porque sus activos ya no fueran custodiados por Su Majestad sino por el Ejército Popular.
La expresión "un país, dos sistemas" es engañosa, si con ella se entiende una especie de mezcla de agua y aceite entre la economía más abierta del mundo y la más controlada por el Estado. La realidad es mucho más compleja y ya antes del cambio de bandera las inversiones de Hong Kong en China se estimaban en 80.000 millones de dólares, empleando más trabajadores en el continente que habitantes tiene la isla. Tal vez porque las grandes transformaciones iniciadas por Deng Xiaoping no fueron tanto el resultado de mirar a Occidente, como quisieran los teóricos del neoliberalismo, sino a su propia historia. Como en el siglo XVIII, más que importar baratijas, lo que a China le interesa es el oro y la plata extranjeros (los capitales de inversión) con que generar su propia riqueza. Que estos capitales acudan tan masivamente a una economía que no quiere "abrirse" y desdeñen aquellos países que ofrecen al inversor extranjero condiciones similares a los términos humillantes impuestos por los ingleses a China al final de la guerra del opio es el gran misterio de este fin de milenio.
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