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Instituciones Financieras Internacionales

Lunes 20 de Agosto de 2007

¿Quién vigila al vigilante?

por Aldo Caliari

Desde hace ya más de veinte años el Fondo Monetario Internacional (FMI) y su institución hermana, el Banco Mundial, han impulsado activamente un modelo de desarrollo orientado a las exportaciones. Este modelo fue apoyado siempre con entusiasmo por Estados Unidos, el principal “accionista” del FMI, donde tiene diecisiete por ciento de los votos y poder de veto.

Irónicamente, en momentos en que varios países en desarrollo comienzan a perfilarse como grandes exportadores, Estados Unidos impulsó en el FMI una modificación en las normas de aplicación del Artículo IV de su Convenio Constitutivo que reducirá el espacio político necesario para un crecimiento económico basado en el comercio exterior.

En virtud del Artículo IV, el FMI sostiene cada año consultas bilaterales con los países miembros sobre la marcha de su economía. El documento normativo anterior, de 1977, se llamaba “Vigilancia bilateral sobre las políticas cambiarias”, mientras que el que lo reemplaza, vigente desde junio pasado, se titula “Vigilancia bilateral sobre las políticas de los miembros”. Según un comunicado oficial del Grupo de los 24, que representa a los países en desarrollo en el FMI, el cambio de nombre “desdibuja la distinción entre vigilancia sobre políticas cambiarias y sobre políticas nacionales”.

La nueva decisión reitera lo establecido en 1977 en el sentido de que los miembros del FMI “deben evitar manipular las tasas de cambio para impedir ajustes efectivos en sus balanzas de pagos o para lograr ventajas competitivas injustas sobre otros miembros”. Pero a continuación agrega: “Un miembro debe evitar políticas cambiarias que ocasionen inestabilidad externa”.

Desde 1977 existe una lista de acontecimientos que volverían objetable a ojos del FMI las políticas económicas de un miembro. A esa lista se agrega ahora la existencia de “desfasajes fundamentales en la tasa de cambio” y “grandes y prolongados déficit o superávit en las cuentas corrientes”. Así, la intención de los países de lograr ventajas es relativizada y basta para una condena que las tasas de cambio sean perjudiciales para una noción vaga de “estabilidad externa”.

Es notorio que el motivo de este cambio es la presión de Estados Unidos para que China revalúe su moneda, pero la decisión del FMI no afecta sólo a China, sino a cualquier país en desarrollo que quiera crecer exportando. Desde la crisis asiática de 1997, muchos países de la región han ganado competitividad y generado grandes superávit por la vía de mantener bajas sus tasas de cambio. Como la acumulación de ingresos por sus exportaciones baratas presiona a sus monedas al alza, estos países intervienen en el mercado de cambios. El objetivo es mantener bajas sus cotizaciones para exportar más y, al mismo tiempo, generar reservas que les permitan resistir ataques especulativos sin tener que recurrir al FMI.

En América Latina éste ha sido el camino seguido por Argentina desde la crisis de 2002, lo que le ha permitido, según el economista Roberto Frenkel, crecer a gran ritmo (entre ocho y nueve por ciento) por cuatro años sucesivos. Al igual que en Asia, el control de capitales ha sido una de las herramientas de política utilizadas para administrar la tasa de cambio, algo que Argentina no hubiera podido hacer de no haber pagado por anticipado su deuda con el FMI, que insistía en la flotación libre del peso como condición para renovar sus préstamos.

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) sostiene que la tasa de cambios es un instrumento de política importante para estimular a los empresarios nacionales a invertir en exportaciones no tradicionales y el economista Dani Rodrik sostiene que “una depreciación creíble y sostenida de la tasa de cambio es la política industrial más efectiva que existe”. Frenkel agrega que “la intervención de un banco central en el mercado de cambios orientada a incentivar la industria” no sólo genera mayor producción y empleo en el sector exportador, sino que tiene impactos positivos sobre otros sectores.

Este tipo de intervención es, precisamente, lo que la nueva decisión del FMI intenta prohibir forzando una “corrección” -o sea una revaluación de la moneda- cuando existan superávit “grandes y prolongados”.

Pero la vigilancia de la institución financiera no es imparcial. El Grupo de los 24 recuerda en su comunicado que “si el FMI no ha sido más efectivo en su vigilancia... es porque economías importantes para el sistema no han sentido la necesidad de seguir sus consejos”. Los aludidos son las grandes potencias que emiten monedas duras como el dólar, el euro, el yen, la libra esterlina o el franco suizo. Los desajustes de estas monedas entre sí son el principal motivo de ciclos frecuentes de sobrevaluación y devaluación de las monedas en los países en desarrollo, generando ciclos de expansión y contracción, especulación e incertidumbre.

Si bien muchos economistas dicen que sería deseable una coordinación de las tasas de cambio de las principales monedas de reserva, estos países, que son también los grandes accionistas del FMI, no están dispuestos a darle a la institución financiera ese papel de árbitro. Cuanto menor y menos diversificada es una economía, mayor el impacto que sufre por los desajustes entre las monedas fuertes.

De esta asimetría en el sistema financiero surge el estímulo a administrar las tasas de cambios y el flujo de capitales a escala nacional o regional. Si el FMI disciplinara las monedas fuertes habría seguridad contra ataques especulativos y, por lo tanto, menos interés en acumular reservas propias y mantener tasas de cambio bajas.

Pero el FMI no sólo adopta ahora el camino contrario, sino que agrega incertidumbres en vez de certezas, ya que no queda claro qué es una “manipulación” del valor de la moneda. No hay acuerdo entre los economistas, y mucho menos entre los políticos, sobre cuando está “desalineada” una moneda y, por lo tanto, cuándo intervendrá el FMI para corregir la situación. Según la política enunciada en 1977, el FMI buscaría prevenir “ventajas competitivas injustas”, lo cual dejaba espacio para algún grado de intervención de los gobiernos en función de sus políticas de desarrollo. Ahora la institución financiera tiene mayor libertad para juzgar si la política cambiaria de un país produce “inestabilidad externa”. La nueva política fue aprobada, además, por la minoría de países ricos que tienen la mayoría accionaria del FMI y son estos miembros los que en última instancia decidirán cómo interpretarla.

Este cambio de política es una pieza clave de la Estrategia de Mediano Plazo que Rodrigo de Rato, el director gerente saliente del FMI, impulsó para restablecer la credibilidad y relevancia de la institución en la economía global. Sin embargo, la identificación tan estrecha entre las políticas del FMI y las del secretario del Tesoro de Estados Unidos, Hank Paulson, y la imposición de esta decisión en contra de la opinión de muchos países en desarrollo tiene el efecto contrario. Cada vez son más los países que pagan por adelantado sus deudas con el FMI para librarse de su supervisión y se rumorea que Turquía, su último gran deudor, está considerando hacerlo.

Carente del poder de persuasión de sus préstamos, la capacidad de vigilancia del FMI está cada vez más limitada y con ella su credibilidad. Resulta frustrante que los países en desarrollo tengan que festejar como un triunfo la irrelevancia de una institución internacional que debería ayudarlos a superar los obstáculos que enfrentan cuando tratan de crecer a través del comercio.

Aldo Caliari coordina el proyecto “Repensando Bretton Woods” del Centre of Concern, en Washington.

Éste es un resumen de un artículo publicado en SUNS el 11 de agosto.

Este artículo fue publicado el 16 de agosto 2007 en Agenda Global una publicación semanal que sale con La Diaria de Montevideo, Uruguay. www.ladiaria.com.uy




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