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Derechos Humanos

Martes 4 de Octubre de 2005

Occidente no siempre tiene razón

por Shad Saleem Faruqi

Una creencia subrepticia y racista en la superioridad moral de Occidente es la causa de la intolerancia intelectual hacia las opiniones no occidentales y de una actitud hostil y altiva hacia cualquier persona no blanca que se atreva a disentir o a desafiar las “verdades autoevidentes” propuestas por Occidente.

Pese a la decadencia del colonialismo occidental, gran parte de la población de los países del Atlántico Norte aún no logra concebir a los habitantes de Asia, África y América Latina como sus iguales en la comunidad mundial.

La incapacidad de conceder algún valor a las perspectivas asiáticas u orientales se debe a una creencia subrepticia y racista en la superioridad moral de Occidente. Es por esta razón que existe una intolerancia intelectual hacia las opiniones no occidentales y una actitud hostil y altiva hacia cualquier persona no blanca que se atreva a disentir o a desafiar las “verdades autoevidentes” propuestas por nuestros antiguos gobernantes coloniales.

Esta intolerancia quedó en evidencia cuando los enviados de Gran Bretaña y Hungría se retiraron en protesta de una conferencia sobre derechos humanos organizada por la Comisión de Derechos Humanos de Malasia, el pasado 9 de septiembre, durante un discurso del ex primer ministro malasio Mahathir Mohamad. Los representantes de una civilización habituada a su propia dominación cultural, política y económica no pudieron tolerar las opiniones francas y audaces de Mahathir sobre Iraq, los derechos humanos y el terrorismo.

El alto comisionado británico se quejó de “afirmaciones engañosas” sobre su país. De hecho, fueron afirmaciones de su gobierno las que nos engañaron a muchos de nosotros para que creyéramos en la necesidad de la guerra contra Iraq.

¿No es cierto que desde 1991 Gran Bretaña ha cooperado con Estados Unidos para hacer cumplir las ilegales “zonas de exclusión de vuelos” sobre dos tercios de Iraq, o que, al menor pretexto, se bombardeaba desde el aire sitios iraquíes, o que se arrojaron casi 10 millones de kilogramos de explosivos sobre Iraq?

¿No es cierto que Gran Bretaña y Estados Unidos aplicaron un régimen genocida de sanciones contra Iraq durante 13 años, y que como consecuencia murieron 750.000 niños inocentes?

¿Acaso las historias sobre la amenaza inminente de Saddam Hussein y sus armas de destrucción masiva no eran burdas mentiras?

¿Acaso la invasión de Iraq no fue una flagrante violación al derecho internacional? ¿Acaso la guerra no se construyó sobre la base de mentiras y engaños?

¿No es verdad que Estados Unidos y Gran Bretaña destruyeron en su agresión ilegal la infraestructura de Iraq, se adueñaron de sus recursos y otorgaron lucrativos contratos a sus propias empresas para que reconstruyeran lo que ellos habían destruido?

¿No es verdad que, en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, la alianza anglo-estadounidense lanza guerras de agresión, se cometen despreciables actos de “terrorismo de Estado” y se recurre a la tortura, los secuestros y los asesinatos selectivos?

Quizá los británicos y estadounidenses crean que los iraquíes deberían estar agradecidos porque los misiles y bombas que los hicieron añicos pertenecen al arsenal de países democráticos y no al ejército del despreciable Saddam Hussein.

Quizá el resto del mundo deba esforzarse más por entender la idea de Bush y Blair de que, para promover la democracia en Medio Oriente e imponer los valores “superiores” de Occidente, algunos cientos de miles de iraquíes, afganos y palestinos deben ser sacrificados en el altar de la democracia.

El problema es que muchos de nosotros en Asia y África no suscribimos el mito de la superioridad de los valores occidentales. No estamos convencidos de que la guerra en Afganistán e Iraq sea por la democracia. No creemos que el terrorismo de Estado sea menos malo que el terrorismo de grupos o individuos particulares. Creemos que la guerra contra el terrorismo se ha convertido en una guerra entre terroristas.

También somos dolorosamente conscientes de los horrendos antecedentes de Europa y Estados Unidos en materia de derechos humanos, que se remontan hasta mil años atrás. En su mayor parte, la civilización occidental no ha reconocido ni se ha disculpado por ese pasado brutal.

Tomemos como ejemplo el gobierno del enviado Bruce Cleghorn (uno de los que se retiró de la conferencia), en cuyas manos quedó la sangre de miles de palestinos. El 11 de septiembre de 1922, el gobierno británico decidió entregar el antiguo territorio árabe de Palestina a los judíos, de acuerdo con la Declaración de Balfour, en la que había prometido a los sionistas europeos una tierra propia.

Gran Bretaña vio entonces con indiferencia cómo bandas sionistas sumían en el terror a los palestinos para obligarlos a abandonar su tierra.

Sobre esta tragedia, el primer ministro británico Winston Churchill dijo: “No creo que el perro que habita el pesebre tenga el derecho final al pesebre, aunque haya vivido allí por mucho tiempo. No creo que se haya hecho un mal mayor a los indios pieles rojas de Estados Unidos o a los aborígenes negros de Australia por el hecho de que una raza superior y más sabia haya llegado a tomar su lugar”.

El 9 de septiembre de 2005, enviados de su raza superior y más sabia enfrentaron a un respetado líder asiático que les dijo en la cara lo que pensaba de sus mentiras, sus aventuras militares y su brutalidad. Respondieron de una manera previsible: dieron la espalda a la verdad. – Third World Network Features ------ Acerca del autor: Shad Saleem Faruqi es profesor de derecho y asesor legal de la Universidad Mara de Tecnología, malasia.

Este artículo se publicó por primera vez en New Sunday Times, el 11 de septiembre de 2005.




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