Lunes 4 de Julio de 2005
Castillos en el aire
por Erhard Berner
Estudios teóricos y empíricos demuestran que el objetivo del milenio de reducir la pobreza a la mitad no podrá alcanzarse sin medidas de redistribución de la riqueza.
Aunque hoy se glorifica la idea de libertad, sus contrapartes de igualdad y fraternidad ya no están en boga. El estado de bienestar que protege a sus ciudadanos de los riesgos de las enfermedades, la ancianidad y la pobreza es considerado una aberración europea que las sociedades en desarrollo deben evitar. Este punto de vista considera a la redistribución no como un arma eficaz en la guerra contra la pobreza, sino casi como un mecanismo para perpetuar la miseria.
Esta perspectiva se basa en tres argumentos que sólo parecen verosímiles en primera instancia. El primero es que la redistribución reduce la tasa de inversión en una economía, porque cada dólar que los ricos invertirían productivamente es consumido por los pobres. Segundo, que gran parte del dinero no termina en los bolsillos de los pobres, sino financiando la burocracia y la corrupción. Y tercero, como por ejemplo arguye el Banco Mundial, la redistribución puede poner en peligro la estabilidad política y provocar conflictos violentos, porque las “elites” no están preparadas para ser despojadas sin resistencia.
Tales argumentos son teóricamente débiles, empíricamente infundados y, para todos los fines prácticos, cínicos. Si los más pobres de los pobres deben gastar toda la ayuda que reciban en alimentos y ropa, ¿es esa una excusa válida para negarles la ayuda? Quizá el Banco Mundial tenga razón al sugerir que la insatisfacción de las elites contribuyentes tiene un mayor impacto desestabilizador sobre los gobiernos de los países en desarrollo que la pobreza generalizada, pero ¿es correcto que el Banco condone esas actitudes?
Los detractores de la redistribución suponen que, desde una perspectiva económica, la actual redistribución de la riqueza es óptima. Esta es una afirmación muy osada en vista de la rampante búsqueda de renta y fuga de capitales experimentadas por la mayoría de los países en desarrollo. Siempre hay redistribución, sólo que no de los ricos a los pobres.
Si, por ejemplo, las normas mínimas para la construcción son demasiado estrictas, entonces el gasto público en vivienda sólo beneficiará a las clases medias. De manera similar, los subsidios para la atención de la salud y las normas jubilatorias sólo tienden a beneficiar a quienes tienen un empleo regular. Sin embargo, en muchos países, los pobres contribuyen a financiar esos beneficios mediante impuestos al consumo.
En todo caso, sólo las personas mal informadas pueden afirmar que los pobres no invierten. Las pequeñas empresas representan el mayor porcentaje de empleos e ingresos en todo el mundo. Casi ninguna gran ciudad podría resolver sus problemas de vivienda si no fuera por los asentamientos precarios. Al mismo tiempo, los pobres están a merced de funcionarios corruptos y de brutales escuadrones de demolición.
Ni el más optimista sugeriría que los Objetivos de Desarrollo del Milenio pueden lograrse sólo con crecimiento económico. Se considera que la estrategia ideal es el “apoyo para la autoayuda”. Las transferencias materiales sólo se consideran aceptables bajo la forma de redes de seguridad y, por supuesto, en caso de catástrofes.
Muchas agencias de desarrollo tratan de apoyar emprendimientos informales a través de medios supuestamente no distributivos, como el microcrédito, la capacitación y el desarrollo de infraestructura. No obstante, los más pobres permanecen excluidos, debido a las doctrinas de la recuperación de costos y la sustentabilidad mal entendida. Esto se aplica especialmente a los programas de crédito, aunque sus operadores profesan lo opuesto en voz alta.
Para poder competir con proveedores privados, el microcrédito es en general fuertemente subsidiado, y en la mayoría de los casos, los costos administrativos simplemente se pasan por alto. Por buenas razones, sin embargo, los grupos participantes sólo aceptan a clientes que puedan realizar reembolsos con regularidad. Con demasiada frecuencia, esto no resulta en una reducción efectiva de la pobreza ni en una promoción empresarial significativa. A medida que los donantes se retiran, los programas tienden a derrumbarse.
Para un desarrollo exitoso, la inversión de los pobres en su “capital humano”, en particular en la salud y la educación de sus hijos, es probablemente aún más importante que las inversiones productivas. Sin embargo, la extrema necesidad obliga a los niños a abandonar la escuela prematuramente para contribuir al ingreso de sus familias. Con frecuencia trabajan en condiciones de explotación y muy peligrosas para su salud.
Los pobres están atrapados en un círculo vicioso. Su búsqueda desesperada de ingresos genera una sobreoferta de mano de obra no especializada, que a su vez genera salarios insuficientes para mantener la salud y la productividad. Así, la pobreza se agrava y se vuelve crónica a través de las generaciones. Esto es verdad no sólo para familias individuales, sino también para ciudades, distritos urbanos, regiones y aun países enteros.
El crecimiento económico en sí mismo no es suficiente para ayudar a los pobres crónicos. Estos sufren de un síndrome que combina mala salud, falta de educación y discriminación social. Michael Lipton, un destacado estudioso de la pobreza, sostiene que la desigualdad extrema es un gran obstáculo para el crecimiento. Sus investigaciones demuestran que la pobreza masiva no sólo es resultado del estancamiento económico, sino que también se puede volver una causa sustancial de éste.
La lógica de la supervivencia es diferente a la del espíritu empresarial. Sólo aquellos cuya existencia no está amenazada por cualquier fracaso están en condiciones de correr riesgos. Los pobres no inician emprendimientos por tener un talento específico o nuevas ideas, sino porque no pueden encontrar empleo asalariado. No se especializan, sino que intentan diversificar sus fuentes de ingreso, para protegerse de crisis inevitables.
Además, se ven impedidos de ahorrar por la obligación de compartir sus ingresos con familiares o vecinos más necesitados que ellos. Esta práctica es crucial para la supervivencia de todas las comunidades pobres que deben hacer frente a situaciones extremadamente volátiles. En tales situaciones, los instrumentos comunes de promoción de pequeñas empresas no logran marcar una diferencia sustancial.
Michael Lipton y Robert Eastwood exhortan a aplicar estrategias inteligentes y “pro-crecimiento” de reducción de la pobreza. Desde esta perspectiva, el gasto público en la educación y la salud de los pobres no es de modo alguno dinero desperdiciado, sino una inversión que mejora la productividad laboral, y por lo tanto debería ser un pilar de cualquier política económica. Experiencias exitosas en Brasil, Vietnam y otros mercados emergentes sustentan el argumento de ambos autores.
Howard White ofreció amplias pruebas empíricas de que una redistribución moderada del ingreso contribuye considerablemente a los efectos positivos del crecimiento económico sobre la pobreza a nivel macro. Cabe señalar que, aunque White hizo sus investigaciones en representación del Banco Mundial, sus conclusiones no fueron reconocidas en el último informe del Banco sobre pobreza ni en el sitio web de la institución.
Una de las funciones fundamentales del Estado moderno es todavía garantizar la satisfacción de las necesidades humanas básicas (de acuerdo a los patrones locales) para todos los ciudadanos. Para este fin, es necesaria la redistribución de la riqueza. Sólo por razones éticas, los Estados no deberían dejar de lado esta tarea. Hacerlo significaría renunciar a la integración y la estabilidad social, y por tanto a la seguridad y prosperidad general. Esto se aplica especialmente a los países más pobres, donde la pobreza es una cuestión inmediata de vida o muerte.
No se debe pasar por alto que ciertos grupos poderosos (intermediarios, “jefes” de barrios precarios y organizaciones mafiosas) tienen un interés creado en la pobreza. Esos grupos no quieren que los mercados funcionen más eficazmente y permitan a todas las personas realizar sus propias opciones y decisiones, ni que la sociedad en su conjunto goce de un mejor nivel de vida. En cambio, se benefician de la dependencia y son quienes más tienen para ganar del débil discurso sobre reducción de la pobreza sin redistribución.
Es claro que, sin ayuda internacional, los países pobres no podrán cumplir esa función fundamental de satisfacer las necesidades básicas de su población. Sería legítimo y aun recomendable obligar a los gobiernos a cumplir con esa obligación, transformándola en una condición de la ayuda para el desarrollo.
Queda por ver si los Documentos de Estrategias de Reducción de la Pobreza son un paso en esa dirección. Parece más probable que el sigiloso discurso sobre la redistribución no sea más que otra oportunidad perdida, tras el desastre del ajuste estructural. – Third World Network Features 2827/05
Acerca del autor: Erhard Berner es un sociólogo especializado en desarrollo urbano y pobreza en Asia meridional y sudoriental. Es profesor adjunto del Instituto de Estudios Sociales, de La Haya. (berner@iss.nl)
Este artículo se publicó por primera vez en D+C (Development and Cooperation) (Volumen 32, Nº 6, junio de 2005).
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