No. 154 - Marzo 2002
Los organismos multilaterales y el espejismo del progreso
por
Mark Weisbrot
Políticas obstinadas y el doble discurso de Washington jugaron un papel nada menor en lo que ha resultado ser uno de los fracasos económicos más destacados del siglo XX.
Todos saben que los últimos 20 años han sido una época de rápido progreso económico general para la gran mayoría de los países, especialmente del mundo en desarrollo. Los aranceles se han derrumbado y los países han abierto sus fronteras al comercio internacional y la inversión. La tecnología ha avanzado como nunca antes, se nos dice, con revoluciones en industrias tan estratégicas como las comunicaciones, en que las computadoras e Internet originan y difunden milagros de productividad en todo el planeta.
Por supuesto, hay problemas: una diferencia cada vez más profunda entre países ricos y pobres, destrucción ambiental y, en algunos países y regiones, los pobres quedan por el camino. Pero el motor del crecimiento apunta hacia delante. Así que si podemos ajustar algunos de los problemas, entonces el crecimiento –y las políticas que lo produjeron- permitirán que las generaciones futuras disfruten una vida mejor. ¿No es verdad?
En realidad, es evidente que la verdad es lo opuesto.
Los últimos 20 años han sido un miserable fracaso económico para la mayoría de los países, con un crecimiento en alza pronunciada. El Banco Mundial, al igual que otras fuentes oficiales, publica datos sobre el aumento de los ingresos por persona. Pero pocos economistas y casi ningún periodista han juzgado conveniente desarrollar un tema a partir de lo que la historia sin duda registrará como el fracaso económico más destacado del siglo XX, además de la Gran Depresión. Consideremos esto: en América Latina y el Caribe, donde el producto interno bruto creció un 75 por ciento por persona de 1960 a 1980, de 1980 a 2000 creció sólo un siete por ciento.
El colapso de las economías africanas es más conocido, si bien todavía se lo ignora: el PIB del África subsahariana creció en aproximadamente 34 por ciento por persona de 1960 a 1980; en los últimos 20 años, el ingreso por habitante cayó en aproximadamente 15 por ciento. Aún si incluimos las economías de rápido crecimiento de Asia oriental y del sur de Asia, las últimas dos décadas tuvieron un desempeño lamentable. Para todo el grupo de países de bajos y medianos ingresos, el crecimiento del PIB por habitante fue menos de la mitad del promedio de los 20 años previos.
También, como podría esperarse en tiempos de mal desempeño económico, las últimas dos décadas aparejaron un progreso muy reducido según indicadores sociales importantes como expectativa de vida, mortalidad infantil, alfabetismo y educación –nuevamente, para la vasta mayoría de países de ingresos bajos y medios. Nadie discute este dato, ni nadie puede cuestionar los periodos escogidos para realizar la comparación. No se trata de un fenómeno cíclico: ambos periodos contienen una recesión mundial, y los 70 tuvieron importantes crisis petroleras. De hecho, si hubiera datos completos disponibles para la década del 50, los últimos 20 años parecerían aún peor.
Si el crecimiento no lo es todo, pero es todo lo que las autoridades que han dictado las políticas para la mayoría del mundo en desarrollo –el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos- han prometido entregar. Si se conocieran mejor los datos básicos, una gran pregunta económica ocuparía el centro del escenario con relación al mundo en desarrollo: ¿cuáles son los cambios estructurales y de política que han llevado a este terrible fracaso económico? ¿Qué se hizo mal? Es difícil, por supuesto, aislar las causas de un deterioro económico mundial, a largo plazo, que abarca tantas economías en muy diferentes estadios de desarrollo.
Pero hay un modelo para las políticas que emanaron de Washington durante los últimos 20 años; y unos pocos ejemplos pueden ilustrar gran parte de la historia. La crisis financiera asiática de 1997 fue desencadenada por una apertura de los mercados de capital que llevó a un rápido ingreso de fondos del exterior. Esto fue promovido a la fuerza por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, a pesar de que los países afectados tenían elevadas tasas de ahorro nacional y no precisaban necesariamente aumentar sus empréstitos externos. Como ha señalado el premio Nobel Joseph Stiglitz –economista principal del Banco Mundial en esa época- los arquitectos de esta política no tenían un solo estudio que demostrara que la apertura de los mercados de capital provocaba un aumento del crecimiento. En este caso, la política tuvo el efecto opuesto: en 1996 y 1997 hubo un cambio completo del flujo de capital que representó aproximadamente el 11 por ciento del PIB de Corea del Sur, Indonesia, Malasia, Filipinas y Tailandia.
El egreso de fondos provocó el derrumbe de las monedas locales y desencadenó el pánico financiero. Washington intervino de variadas maneras que ayudaron a transformar la crisis en una grave depresión económica regional. En primer lugar, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos convenció a Japón para que abandonara la propuesta de crear un fondo monetario asiático que habría suministrado como mínimo 100.000 millones de dólares para estabilizar las monedas antes de que cayeran en picada. En segundo lugar, el FMI impuso una austeridad fiscal y monetaria innecesaria en las economías golpeadas por la crisis, con tasas de interés que llegaron al 80 por ciento en Indonesia.
Hubo otros grandes errores también, y el resultado fue desastroso: en 1998, la economía de Indonesia se redujo en un 13,7 por ciento y la de Tailandia en un 10 por ciento. La crisis asiática se esparció primero a Rusia y luego a Brasil. Esto ilustra otro efecto debilitador de la imprudente liberalización de la inversión: el "contagio" podía ahora esparcir el pánico entre los países que mantenían apenas mínimas relaciones comerciales entre ellos.
La conducta gregaria de los inversionistas que buscaban evitar la próxima crisis del siguiente mercado emergente era la única conexión necesaria. Una vez más, la intervención del FMI incrementó el daño. Tanto en Rusia como en Brasil, la organización insistió en mantener tipos de cambio sobrevaluados, apuntalándolos con enormes préstamos (42.000 millones de dólares en Brasil) y altas tasas de interés (hasta 170 por ciento en Rusia). En ambos casos, las monedas se derrumbaron de todas maneras; los países habían sufrido pérdidas de producción y pesadas deudas a cambio de cero ganancia económica.
El único argumento esgrimido por el FMI para mantener los tipos de cambio sobrevaluados fue que un colapso desencadenaría la hiperinflación. Pero la hiperinflación nunca ocurrió; y ambas economías respondieron muy positivamente a las devaluaciones de la moneda, a tal punto que Rusia registró su mayor crecimiento en dos décadas (8,3 por ciento) en el año 2000.
Este escenario se ha repetido más recientemente en Argentina, donde el gobierno actualmente ha entrado en moratoria con la montaña de deudas que ha acumulado para mantener su tipo de cambio fijo a lo largo de los cuatro años de recesión, la triplicación de las tasas de interés y un fenomenal paquete de préstamos del FMI por 40.000 millones de dólares concedido en diciembre de 2000.
Las economías de transición son un caso especial, pero ilustran el daño monumental que puede hacerse cuando se les da rienda suelta a los mejores y más brillantes de Estados Unidos para diseñar una nueva sociedad. Rusia perdió casi la mitad de su ingreso nacional en unos pocos años después de adoptar el recomendado programa de "terapia de choque" en 1992.
Si bien el FMI ha intentado negarlo, Rusia realmente siguió su programa, incluso la supresión inmediata del control de precios (que provocó una inflación de 520 por ciento en tres meses) y la rápida privatización de la industria. El gobierno incluso cumplió la mayor parte de los objetivos fiscales y monetarios del FMI, por lo menos hasta que la economía se derrumbó a tal punto que el trueque se convirtió en el medio de intercambio preferido. El resultado fue un país recientemente subdesarrollado con un ingreso por habitante menor al de México; fuera de las guerras o los desastres naturales, este fue el peor derrumbe económico de la historia.
Otros cambios estructurales y de política también enlentecieron el crecimiento de los países de bajos y medianos ingresos durante este periodo. Políticas monetarias ajustadas (con altas tasas de interés) fueron parte de una tendencia general en los requisitos de préstamo del FMI en todo el mundo en desarrollo. Esta tendencia fue evidente en regiones de ingresos elevados también, incluido Estados Unidos y Europa (donde todavía prevalece), y el crecimiento más lento resultante también afectó a los países en desarrollo a través de la demanda reducida de sus exportaciones. Además, las reservas monetarias de los países en desarrollo crecieron notablemente, tal vez como resultado de una mayor inestabilidad y de la creciente globalización financiera.
En términos de la inversión perdida, el costo de mantener esas reservas es importante –probablemente entre 0,4 y dos puntos porcentuales de crecimiento anual, dependiendo de la acumulación del país.
Las fallidas políticas de las últimas dos décadas son definidas a menudo como un producto de la ideología extrema del libre mercado o el libre comercio. Pero eso no es exacto. Por ejemplo, en los países que sacrificaron la economía para mantener un tipo de cambio fijo –Rusia, Brasil y Argentina- la solución del mercado libre habría sido abandonar la atadura y dejar que la moneda cayera.
En la crisis asiática, una de las pocas cosas que Washington llevó efectivamente a cabo fue lograr que los gobiernos de la región garantizaran la deuda privada de los prestamistas extranjeros, en lugar de dejar que los bancos quedaran sujetos a la disciplina del mercado. El modelo más coherente es que los intereses nacionales de los países en desarrollo y en transición han sido cada vez más sacrificados en función de intereses extranjeros más poderosos.
Esto es tal vez más obvio en el caso de los derechos de propiedad intelectual. El Sur en general ya pierde anualmente decenas de miles de millones de dólares que van a parar a esos monopolios extranjeros –una fuga de recursos que se multiplicará si los países ricos lograr aplicar el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (TRIPS) de la Organización Mundial de Comercio.
El monopolio de patentes es la forma de proteccionismo más costosa, ineficiente y –en el caso de medicamentos esenciales- peligrosa que existe actualmente. Desde un punto de vista económico, crea el mismo tipo de distorsión que los aranceles, sólo que varias veces mayor. Sin embargo, los intentos por ampliar la ley de patentes y derechos de autor vigente en Estados Unidos a los países en desarrollo se ha convertido en uno de los principales objetivos de la política comercial exterior de ese país.
La expansión de los reclamos extranjeros a la propiedad intelectual no sólo se lleva los escasos recursos de los países en desarrollo sino que también les dificulta seguir los ejemplos más exitosos de industrialización tardía, como Corea del Sur o Taiwan, en los que la difusión de la tecnología extranjera desempeñó un papel importante. Esto es parte de un problema más general que se refleja en el fracaso económico de los últimos 20 años.
Históricamente ha habido varias vías para el desarrollo, pero ninguna se asemeja a la colección de políticas que Washington endosa actualmente a los países en desarrollo. Los países recientemente industrializados utilizaron diversas combinaciones de política industrial y planificación, industrias de propiedad estatal, amplios controles a los subsidios y tipos cambiarios, aranceles y restricciones a las importaciones para llegar al punto en el que sus industrias y empresas pudieron ser competitivas a escala internacional. En varios aspectos, esas estrategias fueron similares a las de los países de altos ingresos que llegaron antes.
Estados Unidos tuvo un pesado arancel promedio de 44 por ciento en bienes manufacturados en 1913. Pero los países ricos ahora "patean la escalera", como describe Ha-Joon Chang, economista, en su próximo libro que llevará ese título ("Kicking away the ladder"). Es difícil decir cuánto del enlentecimiento del crecimiento ha resultado de la prohibición de estrategias de desarrollo con probabilidades de éxito y su sustitución por una adhesión rígida a la teoría de la ventaja comparativa.
La liberalización del comercio ha seguido históricamente al desarrollo, a medida que las economías nacionales se hicieron competitivas en los mercados mundiales. No es de sorprender que los intentos de revertir este modelo demostraran ser contraproducentes. En respuesta a tales críticas, el Banco Mundial ha producido una serie de documentos y argumentos destinados a demostrar que los países que más se "globalizaron" durante las últimas dos décadas, fueron los más exitosos.
Sin embargo, esta investigación no prueba nada de eso, como demostró Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, quien toma la participación del comercio en el PIB como su medida de globalización. Pero la participación en el comercio es un resultado, no una variable de política; tiende a aumentar con el crecimiento. De manera que todo lo que el Banco Mundial ha mostrado en realidad es que los países de crecimiento más rápido tienden a aumentar la proporción de su economía dedicada al comercio.
En efecto, los "globalizadores" favoritos del Banco Mundial parecen ser tres países cuyo crecimiento se ha acelerado en los últimos 20 años: China, India y Vietnam. Pero China e India tienen dos de los mercados nacionales del mundo más protegidos. China no tiene siquiera una moneda convertible, e India conserva estrictos controles de capital. También Vietnam, donde la mayoría de la inversión en los últimos años ha sido asumida por el Estado.
Los globalizadores exitosos, pues, son las excepciones que confirman la regla. Y si hay alguna regla que puede extraerse de las experiencias de desarrollo exitosas es que las condiciones en las cuales el comercio y la inversión internacional pueden contribuir al crecimiento, son específicas de cada país. Incluso algunas de las cuestiones más básicas de las finanzas internacionales, tal como tener un tipo de cambio fijo o flexible, depende de instituciones nacionales específicas. Tanto más para dejar que los gobiernos nacionales elaboren sus propias políticas económicas.
Pero ese es exactamente el argumento que el ejército de economistas y burócratas de Washington no concederá. Y tienen un cartel de acreedores poderosos, encabezados por el FMI, que puede determinar las políticas para docenas de países deudores. Un gobierno que no cumpla con las condiciones del FMI seguramente no será elegible para recibir créditos privados o, en la mayor parte de los casos, créditos del Banco Mundial, otros prestamistas multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo o el Grupo de los Siete. Hasta que este cartel no se deshaga –o sus políticas cambien drásticamente- sólo los países cuyos gobiernos son suficientemente fuertes como para resistirlo tendrán una posibilidad razonable de revertir el fracaso económico de las últimas dos décadas del siglo XX.
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Mark Weisbrot es co-director del Center for Economic and Policy Research con sede en Washington.
El presente artículo apareció por primera vez en The American Prospect (Vol. 13 No. 1, 1º de enero de 2002 – 14 de enero de 2002). (c)The American Prospect, Inc. 2002.
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