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No. 174 - Noviembre 2003

América Latina

Endeudamiento, dolarización y crisis bancaria

por Joachim Becker

El éxito del modelo de dolarización y sobrevaloración de las monedas fue aparente, y desencadenó una fuerte crisis en varios países de América Latina. El autor analiza, desde una perspectiva comparada, algunos aspectos, como el aumento de la deuda externa y las crisis bancarias, apelando en especial a ejemplos del Cono Sur.

A comienzos de la década de 1990 surgió una nueva onda de flujos de capital hacia América Latina. Esos aportes fueron incentivados por tasas de interés relativamente bajas en los países industrializados, por lo que resultaba más ventajoso invertir en los llamados “mercados emergentes”, varios de los cuales se encontraban en América Latina.
Ese flujo se distinguió del que tuvo lugar anteriormente por el rol destacado de bonos. Los bancos prefrieron facilitar la emisión de valores en lugar de comprometer sus propios fondos, un fenómeno que recibe el nombre de “desintermediación“ del financiamiento. Como resultado se multiplicó el número de acreedores porque ya no se trató de un limitado número de bancos prestadores, sino de mucho inversores individuales. Este camino de endeudamiento externo fue posible en unos pocos países seleccionados de América Latina, especialmente los más grandes y con un ingreso por habitante relativamente alto.
De esta manera, la primera mitad de la década del 90 fueron los “años de oro” de una nueva onda de endeudamiento externo. Más del 90 por ciento de los bonos latinoamericanos fueron emitidos por los países del Mercosur o por México. En el caso del crédito bancario los prestadores europeos tuvieron un papel preponderante. En junio de 1995, el 49,5 por ciento del stock de créditos bancarios hacia América Latina se originaba en la Unión Europea, 7,1 por ciento en Japón y 27 por ciento en Estados Unidos. Una parte significante del endeudamiento se contrajo con las naciones de Europa occidental.
En los países preferidos por los inversores internacionales, la estrategia de acumulación se reorientó hacia la esfera financiera; eso sucedió a principios de los 90 en México, Argentina y Uruguay, y hacia la mitad de esa década, en Brasil. La base regulatoria de este cambio fue una estrategia antiinflacionaria basada en un ancla cambiaria. Es decir, se fijó un tipo de cambio totalmente inflexible (Argentina) o bastante rígido (México, Uruguay, Brasil) con relación al dólar. Eso resultó en una sobrevalorización de la moneda nacional. El doble efecto del comercio exterior liberalizado y de la moneda sobrevalorizada puso a los productores internos bajo una enorme presión por la competencia, lo que provocó una fuerte limitación de la capacidad de aumentar los precios. Las empresas trasladaron ese efecto a los salarios, buscaron rebajar sus costos a través de otra política salarial y la precarización de la fuerza de trabajo.
El ciclo de la (hiper)inflación se quebró y esa fase de la lucha distributiva la ganó el capital. No obstante, hubo un alivio de amplios sectores que habían sufrido la inflación, y por algún tiempo la situación distributiva mejoró un poco porque los pobres podían recuperar parte de su poder de compra al reducirse la inflación. Además, la clase media recuperó la capacidad de endeudarse para consumir. Estos factores estimularon la demanda interna y el crecimiento al comienzo del nuevo ciclo.
Sin embargo éste fue un éxito aparente. La sobrevalorización estimuló las importaciones y ciertos sectores industriales no pudieron soportar la competencia externa. Se generó un vacío en la balanza comercial y se dependía de la importación de capital para llenar ese déficit comercial. Para atraer esos fondos los gobiernos ofrecieron condiciones ventajosas a inversores externos; por ejemplo, las inversiones directas fueron atraídas a través de amplios programas de privatizaciones de los monopolios públicos. Además, se ofrecieron tasas de interés relativamente altas al capital financiero. Eso resultó también en altos ingresos para los rentistas “nacionales”. Tanto las inversiones directas como inversiones de cartera alcanzaron elevados flujos de ganancias e intereses hacia el exterior. El mayor peso del pago de intereses en América Latina ocurrió en Argentina y Brasil: 40,8 y 31,6 por ciento, respectivamente, en 1999. Estos pagos contribuyeron a deteriorar la cuenta corriente, lo que a su vez creó nuevas necesidades de importación de capital. La situación se agravó por la reevaluación del dólar respecto al marco alemán (y el euro después) y el yen.
Este sistema creó un alto grado de dependencia y vulnerabilidad externa. Comenzaron a surgir dudas respecto a su viabilidad debido a sus contradicciones internas o a la crisis de esquemas similares que se observaron en otros países, y entonces el flujo de capital se redujo. Para vencer las dudas de los inversores se ofrecieron tasas de interés aún más altas, lo que recargaba la cuenta corriente todavía más al aumentar el pago de intereses. De esta manera, la acumulación financiera implicaba contradicciones insostenibles.
Cuando la situación se volvió cada vez más difícil, incluyendo una fuerte fuga de capitales, los gobiernos comenzaron a reaccionar y lo hicieron de dos maneras diferentes. En aquellos países con dolarización limitada, es decir México (1995) y Brasil (1999), se devaluó la moneda para contener el déficit de la cuenta corriente. En el caso mexicano, esa primera gran crisis de los 90 discurrió por una devaluación y ajuste recesivo que resultaron en una brusca caída del producto interno bruto (PIB). El sector bancario quedó debilitado por esa crisis. En Brasil, donde la economía es mucho más diversificada y el peso del comercio exterior es menor que en México, permitió que la devaluación estabilizara el sector productivo. A diferencia del caso mexicano, en Brasil la crisis del endeudamiento externo y la devaluación no implicaron una caída fuerte del PIB. No obstante, el Estado salió fiscalmente muy debilitado. Con la devaluación del real, la deuda en términos de la moneda nacional creció fuertemente y por eso se observa una crisis fiscal crónica y muy pronunciada del Estado brasileño.
En los casos de una fuerte dolarización de la economía, como en Argentina y Uruguay, la situación fue aún mucho más complicada. Muchas empresas y personas de clase media se habían endeudado en dólares, pero ganaban en moneda nacional. Era obvio que en el caso de una maxidevaluación no podrían pagar sus compromisos en dólares y, además, un hecho de ese tipo afectaría fuertemente las cadenas de crédito y amenazaría la estabilidad del sistema bancario. Se sabía que los respectivos bancos centrales no podían estabilizar a los bancos en el caso de retiros masivos de depósitos, porque gran parte de esas colocaciones y créditos estaban denominados en dólares (un banco central sólo puede funcionar como prestador de última instancia en términos de la moneda nacional). Buscando evitar la devaluación, la alternativa política disponible era deflacionista, bajando el nivel de precios internos y la demanda interna. Esta es una estrategia recesiva, y produjo una recesión sostenida, que igualmente no permitió reducir suficientemente el déficit de la cuenta corriente. Quedó en evidencia que la acumulación financiera era insostenible. Después de postergar la devaluación por varios años, en 2002 no se pudo evitar más esa medida. Tuvo lugar una devaluación fue muy fuerte, donde a la crisis del endeudamiento le siguió una fuerte crisis bancaria.
Esa crisis discurrió bajo dos modelos distintos en Argentina y Uruguay. En el primer caso se establecieron “corralitos” manteniendo congelados los depósitos y así sobrevivieron los bancos. En Uruguay, el “corralito” fue más reducido, pero se liquidaron varios bancos.
También se observan diferencias en el manejo de la deuda externa. Argentina suspendió el pago de una gran parte de ella. Uruguay ha continuado pagando y buscó una renegociación y canje; Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional (FMI) apreciaron la actitud cooperante del gobierno uruguayo en términos de sus relaciones con los acreedores y la sumisión a la política externa de Washington, y logró esa renegociación.
Más allá de las diferencias en el tratamiento de la crisis, las consecuencias económicas fueron semejantes en Argentina y Uruguay: una fuerte caída del PIB y de la producción, alza del desempleo, caída de los salarios reales. Las consecuencias de la crisis han sido aún más desastrosas que en los casos de México y Brasil.
No obstante los problemas de la semidolarización en Argentina, Paraguay, Uruguay y muchos otros países de América Latina, otros gobiernos han avanzado todavía más en ese camino. La dolarización plena y unilateral ha tenido lugar en Ecuador (a partir de enero de 2000), El Salvador (1 de enero de 2001) y Guatemala (mayo de 2001). En Panamá, el dólar es moneda corriente desde 1904, cuando Estados Unidos asumió el control del Canal. No es casualidad que la dolarización avanzara más en América Central, ya que los lazos financieros con Estados Unidos son más intensos en esa región y las remesas de los emigrantes generan una parte mayor de las divisas.
La dolarización completa expone los sectores productivos a una enorme presión competitiva que no se puede aliviar por una devaluación. Los salarios y otros costos se vuelven los amortiguadores de esa presión. “Cualquier cambio en la política monetaria norteamericana impactará mucho más en una economía dolarizada que antes, sin que puede esperarse alguna consideración para el país dolarizado”, sostiene el economista ecuatoriano A. Acosta. El banco central de un país dolarizado no puede hacer frente a una crisis bancaria porque no tiene los recursos necesarios. El Federal Reserve Bank tampoco ayudaría en un caso de crisis bancaria en un país periférico dolarizado. Por tanto, se trata de un modelo económico de altísimo riesgo, y explica algunas reacciones en su contra; por ejemplo, en Ecuador una considerable franja de la población cuestiona a este modelo más radical de sumisión al imperio del dólar.
Chile siguió un camino algo diferente. Aunque también había una cierta “financierización” de la economía, la acumulación se basaba principalmente en la producción, especialmente en actividades ligadas a la exportación. Su moneda no fue tan sobrevaluada como en Argentina, Brasil, México o Uruguay. Además, como consecuencia de la crisis del endeudamiento de los 80, Chile mantuvo restricciones a la importación de capital de corto plazo. Por este tipo de razones, fue menos vulnerable -a los caprichos- de los inversores, a las crisis financieras y a los efectos de contagio en los 90.
Estas situaciones muestran que no hubo un modelo único de endeudamiento externo, sino un modelo dominante. Este modelo fue extremadamente vulnerable a la crisis y contribuyó a un crecimiento de la deuda externa de América Latina de 440.000 millones de dólares en 1990 a 763.000 millones en 1999. A pesar de los programas que lograron una pequeña reducción de la deuda externa, la dependencia financiera continúa.

-------------- Joachim Becker es economista alemán, profesor de economía política en la Universidad de la Economía y la Empresa de Viena, y participa de la iniciativa de análisis comparado de la crisis en el Cono Sur de D3E. Este artículo toma secciones de un próximo libro sobre el tema.




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