Nº 181 - Junio 2004
América Latina
El FMI frente a la controversia sobre infraestructura: ¿gasto o inversión?
por
Rocío Lapitz
América Latina insiste en su reclamo de no considerar a las inversiones públicas como gastos. El FMI responde con un estudio ambiguo, donde si bien reconoce que las metas de superávit fiscal podrían haber reducido las inversiones públicas, cualquier cambio en la contabilidad nacional encierra riesgos económicos mayores.
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Las sucesivas crisis económicas que ocurrieron en América Latina durante la década de 1990 redujeron significativamente las inversiones públicas en áreas como la salud, educación, infraestructura, energía, etc. Paralelamente, la necesidad de cumplir con los compromisos de la deuda externa y las metas de superávit fiscal hicieron que esas inversiones se redujeran aún más.
Eso se debe a que organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) consideran que las inversiones son un “gasto”, y por lo tanto los gobiernos, buscando cumplir con los acuerdos de superávit, reducen todos los gastos, arrastrando con ello a las inversiones sociales. La estrategia de apelar al sector privado para suplir la inversión en infraestructura fue insuficiente o no funcionó.
Por lo tanto, los países latinoamericanos se enfrentan una vez más a la necesidad de aumentar sus inversiones en áreas críticas, como carreteras y energía, y los recursos disponibles son actualmente muy acotados. Como reacción ante este problema, en los últimos meses se han sucedido varias iniciativas. Por un lado, los presidentes Néstor Kirchner, de Argentina, y Luiz Inacio Lula da Silva, de Brasil, firmaron en marzo la Declaración de Copacabana, que propone la flexibilización de la forma en que los proyectos de infraestructura son medidos en las cuentas fiscales. Los dos presidentes apuntaban al FMI buscando que los gastos en obras públicas no sean contabilizados en las metas fiscales acordadas por los países con el organismo multilateral.
Unas semanas más tarde, en la reunión anual de los Gobernadores del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), se firmó la Carta de Lima. En su texto, nueve países latinoamericanos (Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela) se adhirieron a la petición de Brasil y Argentina de flexibilizar la forma por la que se contabilizan los proyectos de infraestructura. Los ministros de Economía de esos países sostuvieron que las “inversiones y gastos corrientes constituyen hechos económicos con un impacto fiscal distinto, pero en la actualidad son tratados como si tuvieran un impacto fiscal idéntico. Ese tratamiento simplificado, cuando es adoptado como centro de las metas fiscales, inhibe la toma de decisiones económicas nacionales”. Esos gobiernos tenían bien presente que la manera tradicional de contabilizar las inversiones en infraestructura limitó la actuación del BID. En 2002, sólo pudo desembolsar 60 por ciento de su presupuesto en proyectos de inversión, y en 2003 se redujo a 30 por ciento.
La importancia de la inversión en infraestructura
Cada vez está más claro que es importante mantener y ampliar la infraestructura para permitir el desarrollo nacional. Diversos problemas recientes han dejado eso muy en claro, por ejemplo, la crisis de energía en Argentina que limitará las expectativas de crecimiento económico, o las insuficiencias carreteras en Brasil, que acota el transporte de productos de exportación. Las inversiones en infraestructura permitirían mejorar tanto aspectos económicos de los países, principalmente en la reparación de caminos y telecomunicaciones en los países latinoamericanos, como los aspectos sociales, por ejemplo el acceso a los servicios de salud.
Tal es la importancia de la infraestructura que un informe del Banco Mundial y el FMI que analiza las políticas y medidas necesarias para alcanzar los objetivos del Milenio en combate a la pobreza y desarrollo establece que es necesario un incremento sustancial de las inversiones en infraestructura. Allí se indica que los países de ingreso bajo y mediano bajo deberían aumentar posiblemente al doble el gasto en infraestructura (que incluyen la inversión más la operación y el mantenimiento). Esto significa que las naciones de ingresos bajos deberían aumentar sus inversiones en infraestructura de 3,5 a cinco por ciento del PIB, mientras que las de ingreso medio-bajo deberían hacerlo de 2,5 a cuatro por ciento del PIB.
Ese informe reconoce que el financiamiento de estos gastos son una tarea difícil, por ello proponen mejorar el entorno normativo e institucional de la inversión privada en infraestructura, además de crear instrumentos para reducir los riesgos para incrementar este tipo de inversiones. Pero además, reclaman que la asistencia externa debe apoyar esas inversiones más allá de 10 por ciento del aporte que realizó en la década del 90.
La respuesta del FMI
La expectativa se centraba entonces en la reacción del FMI ante estas presiones. Es así que al tiempo de las llamadas “reuniones de primavera” del FMI y el Banco Mundial, Teresa Ter-Minassian, actual directora del Departamento de Asuntos Fiscales del Fondo, realizó un informe que se difundió el 24 de abril titulado “Inversión Pública y Política Fiscal”, en el que analiza los aspectos positivos y negativos en esta cuestión,. Allí se reafirma que se mantiene el foco en el equilibrio total y la deuda pública como base para el análisis de la política fiscal, pero se considera que algunas medidas de flexibilización en el cálculo de las metas fiscales serán tomadas en un sentido que promuevan las inversiones productivas.
Este estudio demuestra que si bien la inversión total en los países latinoamericanos se ha mantenido estable, la inversión pública ha declinado constantemente. A juicio del FMI, la caída de la inversión pública ha sido compensada por los aportes privados. El estudio admite que es pertinente preocuparse por una disminución de la inversión pública con respecto al PIB, lo que podría tener consecuencias adversas para el desarrollo de mediano y largo plazo. Pero a su juicio, la evidencia empírica es poco concluyente. El FMI sostiene, en primer lugar, que es muy difícil controlar los factores, además de la inversión pública, que afectan el crecimiento de largo plazo. En segundo lugar, una porción importante de la inversión pública se dirige a apoyar amplias funciones del gobierno, incluyendo la redistribución y la disposición de los servicios sociales, incluso se deriva en gastos de la propia administración, que no tienen ningún potencial productivo. Por último, el informe hace referencia a que las inversiones en infraestructura que se han realizado, en caminos, telecomunicaciones, etc, presentan un retraso importante.
A pesar de todas esas salvedades, el informe del FMI admite que hay evidencia que corrobora que la inversión pública ha disminuido, en algunos casos, por causa del ajuste fiscal, justamente el punto de la crítica de Kirchner y Lula. Además, existen estudios empíricos que demuestran que fueron esas reducciones de las inversiones en infraestructura las que derivaron en un fuerte impacto negativo en la tasa de crecimiento. Las estimaciones ofrecidas muestran una caída de la infraestructura en la década del 90, lo que en el mediano y largo plazo redujo el crecimiento de tres puntos porcentuales por año en Argentina, Bolivia y Brasil, mientras que cayó entre 1,5 y dos puntos porcentuales en Chile, México y Perú.
El informe concluye presentando una serie de medidas que deberían ser discutidas dentro del FMI, tales como cambios en la base impositiva, la promoción de asociaciones público–privadas, etc. También se apunta a los bancos multilaterales de desarrollo, pidiéndoles que incorporen el análisis de la inversión en infraestructura y su mantenimiento en los trabajos sobre gasto público. Más allá de estas medidas puntuales, el tono del informe del FMI podría resumirse en que no rechaza la posibilidad de los efectos negativos de una caída en la inversión debido a los compromisos de los ajustes fiscales.
De todas maneras, más allá de cualquier evidencia, el FMI vuelve a caer en sus creencias fundamentales: en las conclusiones se advierte que “los beneficios potenciales” de los cambios de asignación contable de las inversiones “quedan superados por los riesgos para la estabilidad macroeconómica y la sostenibilidad de la deuda”. En otras palabras, el pedido de los gobiernos latinoamericanos podría tener beneficios pero son mucho mayores los riesgos económicos.
Por lo tanto, las medidas concretas más evidentes a las que apunta el FMI se reducen a emprender estudios experimentales de modificación de indicadores fiscales y sus consecuencias. Brasil fue seleccionado para uno de esos proyectos pilotos donde se excluirá la inversión pública en infraestructura del cálculo de superávit primario. Sin embargo, Anne Krueger, directora gerente en funciones del FMI, advirtió que aún falta un consenso internacional sobre este asunto. Incluso recalcó que en el informe “Inversión Pública y Política Fiscal” se condicionaba la aceptación de la propuesta a que los países aseguren la factibilidad comercial de los proyectos.
A ello se suma la evidente intención de los organismos multilaterales de acentuar sus controles sobre los créditos orientados a la infraestructura. En palabras de Guillermo Perry, economista jefe del Banco Mundial para América Latina, “a fin de cuentas, queremos asegurarnos un gasto en infraestructura de buena calidad”. Incluso, el FMI dijo que la dificultad para aceptar la propuesta era mayor en aquellos países con problemas macroeconómicos o de sustentabilidad de sus deudas, además de que los planes de incentivar la inversión pública no deben ser vistos “como una vía rápida para gastar dinero”. Por lo tanto, al menos por ahora, el FMI se mantiene rígidamente apegado a sus clásicas ideas, y se necesitarán todavía muchos “estudios experimentales” para comenzar a flexibilizar la forma en que se contabilizan las cuentas nacionales.
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Rocío Lapitz es analista de información en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad América Latina).
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