No. 143 - Marzo 2001
El neoliberalismo ha fracasado
Es necesario cambiar el curso de acción
por
James Crotty
El neoliberalismo precipita al mundo hacia un futuro económico decepcionante y quizá desastroso, si tenemos en cuenta lo sucedido en las últimas dos décadas. Este artículo analiza el fracaso, tanto en la teoría como en la práctica, de un modelo que propone suplantar el desarrollo dirigido por el Estado por una economía dominada por el mercado.
Primera Parte
Los beneficios prometidos por el neoliberalismo no se materializaron para la mayoría de las personas y si se mantiene esta senda, la perspectiva económica para la mayor parte de la población del planeta, tanto en los países en desarrollo como en los industrializados, es desalentadora: se repetirá lo ocurrido en las últimas décadas y también es posible que se produzca una inestabilidad económica y política grave en todo el mundo, como sucedió en la década del 30.
Una lección fundamental extraída de la experiencia del período de entre guerras fue que el destino económico y político del mundo no podía ser confiado a los sistemas no regulados de libre mercado, nacional e internacional, que más bien conducían a la inestabilidad económica, una depresión mundial y un caos político. A raíz de la Segunda Guerra Mundial, las economías nacionales, incluso aquellas donde el mercado tenía un papel preponderante, quedaron bajo el control de los gobiernos, mientras que las relaciones económicas internacionales fueron puestas a cargo del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Se suponía que el comercio crecería en importancia, pero la idea era que el grado de integración financiera a escala mundial se mantendría discreto y que los gobiernos controlarían firmemente los flujos de dinero transfronterizos. La prosperidad que caracterizó al cuarto de siglo posterior a la guerra, la “Edad de Oro” del capitalismo moderno, reforzó la confianza en la regulación social de los asuntos económicos.
La inestabilidad económica que estalló en los años 70, al término de la Edad de Oro, llevó al mundo entero de vuelta al futuro. Los problemas de aquella época crearon un poderoso movimiento, conducido por el sector empresarial y, sobre todo, por intereses financieros, tendente a reducir el poder del Estado y a remplazar el control social por la “mano invisible” de mercados no regulados, igual que en el período que precedió a la Gran Depresión. Aunque los gobiernos siguen teniendo un papel importante en la mayoría de las economías, han cedido una enorme porción de su poder económico a los mercados globales y los intereses privados.
Los entusiastas del neoliberalismo prometieron que este nuevo laissez-faire llevaría a una gran mejora del desempeño económico de todos los países, tanto los industrializados como los que están en desarrollo. Lamentablemente, esas promesas no se cumplieron. Dos décadas después de la revolución neoliberal, los beneficios prometidos no se han materializado, al menos para la mayoría de la población mundial.
El sustento teórico del neoliberalismo
Los neoliberales utilizan dos perspectivas teóricas distintas y lógicamente incompatibles para defender sus pedidos de máxima desregulación, liberalización, privatización e integración económica mundial. La teoría neoclásica del equilibrio general es, por lejos, la más influyente y utilizada como sustento para la postura neoliberal y el único paradigma específico y ampliamente legitimado que ofrecen los economistas para justificar su apoyo al neoliberalismo. El FMI y el Banco Mundial descansan sobre modelos neoclásicos de equilibrio general y dichos modelos son el caballito de batalla de los economistas expertos en comercio internacional y trabajo que predican los beneficios de la globalización.
Pero también se ha utilizado otro conjunto de argumentos para defender el neoliberalismo, basado en parte en las ideas schumpeterianas sobre la innovación, las economías de escala, los efectos positivos del poder monopólico y la ineficacia de la fijación de precios de costo marginal.
Según la postura neoliberal más típica, se supone que la no intervención del gobierno en las economías nacionales o en las internacionales integradas es un sistema eficiente, más o menos como los modelos de mercado con competencia perfecta que se encuentran descritos en los libros de texto de microeconomía neoclásica. En una economía no regulada y con la máxima competencia, las señales de precios y beneficios crean la eficiencia microeconómica: los recursos fluyen hacia sus usos más productivos. Las presiones de la competencia también mantienen a los factores prácticamente en una situación de compensación del mercado; en equilibrio, hay muchos puestos de trabajo y una capacidad de utilización óptima. Como las tasas de interés, establecidas en mercados financieros eficientes garantizan que la inversión será igual al ahorro en su máxima capacidad de producción, según el economista francés clásico Jean Baptiste Say, es seguro que habrá empleo para todos y el control de la inflación es el único objetivo legítimo de política macroeconómica. Para contener la inflación, los neoliberales sostienen que hay que recurrir a políticas monetarias y no fiscales, además de hacer que los bancos centrales se independicen de los funcionarios democráticamente elegidos.
Según este punto de vista, los mercados financieros asignarán el ahorro mundial de manera eficiente una vez que estén completamente liberalizados. A medida que avance el neoliberalismo, las tasas de interés deberían disminuir (una vez que se venza a la inflación) y deberían aumentar las inversiones, así como el flujo de fondos del Norte hacia el Sur. Los proyectos de inversión más productivos serán financiados, sin importar dónde se lleven a cabo. Y, como los mercados asignarán eficientemente sus recursos, los gobiernos de los países en desarrollo deben dejar de confiar en la política industrial. Por lo tanto, reemplazar la conducción estatal de la economía por mercados liberalizados significará una mejora en la producción y un incremento de la productividad en los países menos adelantados.
En suma, los defensores del neoliberalismo mundial alegan que este sistema provocará un aumento en el producto interno bruto (PIB) real y en las tasas de inversión y productividad, que se elevarán por encima de sus valores de la década del 70, igualando o quizá incluso superando la actuación de la Edad de Oro, mientras que el desempleo, la inflación y las tasas de interés real disminuirán. Los mercados financieros se volverán más estables. La actuación económica de los países en desarrollo mejorará mientras que el capital y la tecnología siguen su camino, creando finalmente una convergencia entre el Norte y el Sur.
Los críticos sostienen que la Ley de Say no es defendible, ni siquiera como aproximación cruda a la realidad empírica. El Estado debe entonces usar una macropolítica para conseguir un rápido crecimiento o un alto índice de empleo, ya que de otro modo no se cumplirán esos objetivos. Los mercados financieros son inherentemente inestables. Además, todo desarrollo exitoso ocurrido en el período de la posguerra, desde el alto crecimiento de los países de América Latina durante la Edad de Oro, hasta los “milagros” económicos de Asia Oriental, estuvo basado en un crecimiento antiliberal, conducido por el Estado. Pero las presiones del FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio (OMC), junto con la liberalización financiera general, hacen que sea imposible mantener ese régimen de crecimiento y, por lo tanto, lograr el desarrollo económico.
Pruebas empíricas
Un análisis somero de los datos muestra que las pruebas empíricas están del lado de los críticos del neoliberalismo.
Los beneficios prometidos aún no se han materializado, al menos para la mayoría de las personas del mundo. El ritmo del ingreso mundial ha disminuido, así como el del crecimiento de la acumulación de capital; además, la velocidad de aumento de la productividad se ha reducido, la del salario real ha declinado y las desigualdades van en aumento en la mayoría de los países; las tasas de interés real también son cada vez mayores, las crisis financieras se multiplican, la brecha entre los países menos adelantados de Asia Oriental y los más desarrollados se ha ampliado y el promedio de desempleo alcanza niveles históricos.
La liberalización ha avanzado a un ritmo sorprendente en las dos últimas décadas. Por ejemplo, el capital financiero se ha vuelto extremadamente móvil. En 1977, en pleno reciclaje del petrodólar, se producían cerca de 18.000 millones diarios por concepto de comercio monetario. En 1989, el total era de 590.000 millones y en 1998, de 1.500 billones. El flujo de inversiones extranjeras directas, que promedió los 50.000 millones anuales entre 1981 y 1985, llegó a 331.000 millones en 1995.
Pero esta hiperactividad estuvo acompañada de un incremento de la volatilidad de las tasas de cambio, picos frecuentes de inestabilidad financiera a nivel nacional e internacional, y crisis financieras casi continuas. La libertad del flujo de capitales no hizo que bajaran las tasas de interés real, como se había prometido. Para los países del G-7, por ejemplo, las tasas de interés a largo plazo promediaron 2,6 por ciento entre 1959 y 1970, y 0,4 por ciento entre 1971 y 1982, pero saltaron a 5,6 por ciento en el período 1982-89 y se mantuvieron en cuatro por ciento desde 1990 a 1997. Las altas tasas de interés son uno de los motivos por los cuales ha aumentado la desigualdad en las últimas décadas; enormes porciones del ingreso nacional, cifras sin antecedentes históricos, ya no se destinan a los trabajadores y otros demandantes de ingresos sino a los propietarios de los bienes financieros, que constituyen el grupo más rico de la sociedad.
La mayoría de los estudios muestran un enlentecimiento de la inversión de capitales. Según datos del Banco Mundial, la tasa de crecimiento de la inversión nacional bruta fue de siete por ciento desde 1966 hasta 1973, a fines de la Edad de Oro. Luego, cayó a 2,2 por ciento entre 1974 y 1979, aumentó modestamente a 2,8 entre 1980 y 1989, y volvió a caer levemente a 2,7 entre 1990 y 1996, el último año del que se disponen datos. El crecimiento de la inversión fue especialmente flojo en el mundo industrializado. Los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) tuvieron un crecimiento anual promedio de la formación de capital real bruto de 6,3 por ciento entre 1960 y 1973; 1,5 por ciento de 1973 a 1979; 2,4 por ciento de 1979 a 1989; y 1,5 de 1989 a 1995.
Otros indicadores claves muestran el mismo panorama. Por ejemplo, la tasa de desempleo en los países de la OCDE fue de 3,2 por ciento en el período 1960-73; de cinco por ciento en 1973-79; de 7,2 por ciento en 1979-89; y de 7,1 por ciento en 1989-95. El crecimiento de la productividad laboral, indicador económico clave, también se deterioró en la era neoliberal. En la zona de la OCDE, fue de 4,6 por ciento entre 1960 y 1973; de 1,8 por ciento entre 1973 y 1979; y de 1,6 por ciento entre 1979 y 1997.
Lo más importante es que el crecimiento económico mundial se ha enlentecido de manera significativa. Según datos compilados por Angus Maddison para la OCDE, mientras el crecimiento anual real del PIB en la economía mundial promedió 4,9 por ciento durante la Edad de Oro, entre 1950 y 1973, bajó a tres por ciento entre 1973 y 1992. Las tasas de crecimiento en Europa occidental cayeron de 4,7 por ciento en el primer período a 2,2 por ciento en el último. El crecimiento de América Latina fue de 5,3 por ciento entre 1950 y 1973, pero fue de sólo de 2,8 por ciento en el período 1973-92. África creció a un ritmo de 4,4 por ciento en el primer período, pero a 2,8 por ciento en el segundo. Asia, el último bastión del desarrollo conducido por el Estado, fue también la mayor área donde no se experimentó un enlentecimiento significativo pos Edad de Oro: se mantuvo un crecimiento de cinco a seis por ciento en toda la región.
Y en la década del 90, el crecimiento del PIB mundial promedió 2,5 por ciento entre 1991 y 1998, luego del firme establecimiento del régimen neoliberal. Este fue el crecimiento más lento, por lejos, del período de posguerra.
La tasa de crecimiento del PIB mundial por persona fue igualmente decepcionante: sólo uno por ciento anual en los años 90, menos de un tercio del ritmo habitual durante la Edad de Oro. La mayoría del crecimiento se produjo en Asia. Los países industrializados tuvieron un promedio de crecimiento del PIB de sólo dos por ciento entre 1990 y 1998. El crecimiento de América Latina fue cerca de 3,4 por ciento entre 1990 y 1998, mejor que durante la “década perdida” del 80, pero mucho más bajo que en la Edad de Oro. África tuvo un crecimiento de sólo 2,2 por ciento anual en el período 1990-1998. Por el contrario, las economías dirigidas por el Estado de Asia oriental, crecieron 6,7 por ciento en el mismo período, antes del estallido de la crisis financiera en la región.
Sólo las economías de Asia oriental, antineoliberales y con fuerte intervención del Estado, lograron mantener una tasa adecuada de crecimiento e impedir que aumentaran la desigualdad y la pobreza. Por ejemplo, la proporción de la población que vive con menos de dos dólares por día en Asia disminuyó 39 por ciento entre 1987 y 1998, pero no se redujo la pobreza en América Latina ni en África subsahariana durante el mismo período.
La actuación económica se deterioró, en promedio y para la mayoría, en todos lados menos en Asia antes de la crisis. E incluso la mayoría de las personas de esos países de Asia oriental, los más afectados por la última crisis, han superado un deterioro significativo en su ambiente económico.
Resultados destructivos de la competencia intensa
Un fracaso grave de la teoría neoclásica, en su aplicación a la liberalización mundial, y que rara vez se discute en la literatura sobre el tema, es la cuestión de si la competencia máxima realmente lleva a un máximo de eficiencia. Muchos de los mercados mundiales más importantes están significativamente mal definidas por las suposiciones fundamentales de la microteoría neoclásica. Sólo por esta razón, sin tener en cuenta los problemas del crecimiento de la demanda adecuada y la inestabilidad financiera, la tesis de que la liberalización máxima de estos mercados tendrá los mejores resultados, es equivocada.
El comercio y la inversión mundiales están dominados por sectores claves como la industria automotriz, electrónica, semiconductores, aeronáutica, náutica, acero, petroquímica y bancos. Todos se caracterizan por tener una economía de gran escala, tanto en el proceso de producción (en planta) como respecto de la compañía como un todo, en publicidad y distribución para construir y mantener cierta fidelidad hacia la marca, en las redes de distribuidores, en investigación y desarrollo y en la organización interna. La inversión de capital requerida para entrar en estas industrias es muy alta. El proceso de producción no está sujeto a la “ley” de disminución del retorno: el factor de sustituibilidad en el corto plazo es bastante limitado. Los bienes de la compañía, tanto físicos como organizacionales, son inmóviles, irreversibles o específicos. Una vez que están en marcha, pierden un valor sustancial si se los asigna a una industria diferente o se los vende en el mercado de segunda mano.
La suposición neoclásica de que las compañías son relativamente libres de entrar o salir de todas las industrias, la condición sine qua non de la teoría neoclásica de que el máximo de liberalización mundial creará una eficiencia de asignaciones estáticas de recursos en la economía mundial, no existe. La salida no es libre e implica una importante pérdida de capital para la empresa. Una compañía que pasa de una industria con beneficios por debajo del promedio a otra con utilidades superiores a la media tendrá menos capital en la nueva que en la anterior. Aunque la nueva tenga utilidades significativamente más altas, para la empresa será preferible mantenerse fuera. Dado que la libertad de salida es reducida, es lógico suponer que la libertad para entrar tampoco es significativa, ni siquiera para el capital nuevo. Cuando el capital es irreversible y prevalecen las economías de escala, la entrada implica un riesgo de pérdida grave.
Por lo tanto, el acceso a las industrias claves es poco probable a menos que el crecimiento de la demanda haya sido lo suficientemente rápido y las utilidades bastante altas durante un período de tiempo importante, que el postulante a entrar tenga alguna innovación revolucionaria para ofrecer o que los interesados hayan subutilizado su poder de mercado y se hayan vuelto muy ineficientes. En tiempos normales, las compañías industriales claves pueden mantener utilidades oligopólicas por encima del promedio. Como este argumento de las barreras a la salida se aplica tanto al capital existente como al nuevo, la especificidad de los bienes socava drásticamente la afirmación de que los mercados no regulados tienen una eficiencia de estática o dinámica de asignación de recursos.
La irreversibilidad del activo socava la libertad de entrada por medio de un segundo canal, independiente de lo anterior. Una compañía externa sólo podrá entrar a una industria si se prevé que sus utilidades después del ingreso cubrirán el costo total del capital y los bienes organizacionales necesarios para sobrevivir en la industria. El precio previsto debe cubrir el costo total por unidad. Pero una empresa que ya está en la industria sabe que si tuviera que salir, perdería una parte importante del valor de su activo físico y organizacional.
Si las compañías del caso desean disuadir a las que pretenden ingresar para seguir obteniendo utilidades oligopólicas por encima del promedio, pueden amenazar a los aspirantes con una guerra de precios. El hecho de que las compañías puedan sobrevivir durante años aunque los precios caigan tanto que las utilidades cubran poco más que el costo variable, mientras que alguien externo y racional no entraría jamás, a menos que previera que el precio cubriría el costo total, hace que su amenaza de iniciar una guerra de precios sea creíble.
Por lo tanto, si la competencia tuviera que mantener los precios iguales al costo marginal dentro de una industria clave, como se supone que sucede en el caso de la máxima competencia, las compañías nunca ganarían suficiente dinero como para recuperar su inversión en capital fijo. En equilibrio, la empresa promedio perdería dinero: en situación de competencia perfecta, ni la compañía ni la industria podrían reproducirse con el tiempo.
Esta lógica nos lleva a concluir algo clave para el debate sobre globalización. Las industrias claves no pueden organizarse para subsistir durante largos períodos en base a la competencia perfecta. Pero la suposición de la competencia perfecta debe ser adoptada por los defensores del neoliberalismo mundial que pretenden utilizar el prestigio de la teoría económica neoclásica para argumentar en la discusión.
Por lo tanto, en el caso de las industrias claves, la máxima intensidad de competencia preconizada por las reformas neoliberales podría provocar una ineficiencia dinámica en la asignación de recursos, relacionada con la capacidad de largo plazo para el exceso de producción, utilidades bajas o pérdidas y exceso de deuda. Para empeorar aún más las cosas, no existen garantías de que los productores más eficientes serán los ganadores. Quienes tienen más probabilidades de salida son las compañías que pueden declarar bancarrota porque confiaron demasiado en la deuda para financiar la adquisición de bienes. Las firmas conservadoras e ineficientes pueden tener la menor deuda, mientras que las más eficaces pueden ser las más endeudadas por haber invertido mucho en nuevas tecnologías financiadas en base a la deuda. La victoria puede terminar siendo de quienes tienen los bolsillos más abultados y no de los mejores productores.
Se siguen dos conclusiones importantes. Primero, las industrias claves, caracterizadas por economías de amplia escala y limitadas por el factor de sustituibilidad de corto aliento ya no pueden organizarse a través de la intensa competencia que proponen los neoliberales. Son “oligopolios naturales”: sus compañías deben cooperar como para mantener el precio de la industria lo suficientemente por encima de los costos marginales para poder cubrir el costo total por unidad para la empresa promedio. Se trata de relaciones entre las compañías que compiten y cooperan entre sí o, según la denominación de Joseph Schumpeter, “competencia correspectiva”.
Segundo, como este grupo de industrias incluye a muchas de las más grandes e importantes para las economías nacionales, el comercio mundial y las inversiones y las barreras “naturales” para la entrada y salida son inherentes a su estructura básica, la tesis neoliberal de que la máxima liberalización, con el fin de crear el máximo de competencia posible, resultará en una economía estable y eficiente, es errónea. Estas barreras no podrían ser eliminadas por el término de todas las formas de intervención del gobierno en la competencia de libre mercado. Por este motivo, no existen fundamentos para sustentar la hipótesis de que la liberalización producirá una reasignación eficiente de los recursos nuevos o existentes en todo el planeta. Por el contrario, es probable que la máxima liberalización de las industrias claves sea el disparador de un largo período de lucha destructiva cuya consecuencia es la reducción de la producción de la que fuimos testigos durante las dos últimas décadas.
La globalización ya ha dado inicio a algo que probablemente sea un largo período de reestructuras a través de fusiones, alianzas y quiebras, que podría culminar en una reoligopolización transfronteriza en la que no existiría ninguna jurisdicción política deseosa o capaz de regular en favor del interés público.
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James Crotty es profesor de Economía de la Universidad de Massachusetts, Amherst.
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