No. 143 - Marzo 2001
Mercados, política y globalización
¿Se puede civilizar la economía mundial?
por
Gerald Helleiner
El gran desafío actual para la sociedad consiste en aprovechar el potencial de la economía mundial en favor del bienestar de la humanidad, mediante opciones políticas conscientes, sostiene el autor en este artículo, basado en la décima Conferencia Raúl Prebisch pronunciada en la UNCTAD. También se necesita un sistema equitativo de gobernanza económica internacional que garantice la participación democrática de todos los países en la creación y aplicación de las normas y el marco legal internacional.
La derecha y la izquierda, el sector empresarial, los líderes políticos y las organizaciones no gubernamentales (ONG) han dicho una gran cantidad de disparates acerca de la “globalización” en los últimos años. El propio término “globalización” se ha convertido en algo tan resbaladizo, tan ambiguo, tan sujeto a malentendidos y manipulaciones políticas que debería prohibirse su uso de ahora en adelante, al menos hasta que se produzca un acuerdo general sobre su significado preciso y uso adecuado. En particular, quienes se encargan de formular políticas económicas y de fomentar el debate deben aclarar su mensaje en esta esfera si esperan ser tomados en serio.
Globalización y liberalización
El término "globalización", del modo en que se lo utiliza con demasiada frecuencia, confunde dos fenómenos totalmente diferentes. El primero es la compresión del tiempo y el espacio que ha experimentado el mundo como consecuencia de las revoluciones tecnológicas en el transporte, las comunicaciones y el procesamiento de la información. Esta globalización tecnológica es la nueva realidad a la que todos estamos intentando adaptarnos. Realmente no podemos escapar a ella.
El segundo uso del término, por otro lado, se relaciona con opciones políticas humanas: el grado en que cada uno se abre y se somete distraídamente a fuerzas externas. Tanto los individuos, como las compañías, los gobiernos y las ONG tienen sus opciones. Si bien la globalización, según el primer sentido, a mi entender es un hecho y puede constreñir el abanico de opciones, no lo anula por completo del modo en que algunos suponen.
No se puede tomar partido “a favor” o “en contra” de la globalización cuando se trata de un hecho, aunque por supuesto, tenemos la libertad de que nos guste o nos disguste. Pero equiparar globalización a liberalización externa del comercio y confiar plenamente en la “magia del mercado” mundial, como hacen algunos, implica una confusión lógica y resulta bastante engañoso.
Sin duda, para aquellos que presionan en favor de la liberalización, es conveniente describirla como una consecuencia ineludible de la globalización. Pero el hecho de la globalización y la liberalización externa son cuestiones lógicamente diferenciables. Es probable que la globalización (como hecho) vaya más rápido si todos los países liberalizan sus mercados de mercancías, servicios y factores, incluso sus mercados laborales, tema sobre el cual los entusiastas suelen mostrarse reticentes a discutir, en tanto predican las virtudes del movimiento libre y total de capitales. La tendencia en favor de dicha liberalización externa en las últimas décadas ha acelerado, sin duda, el ritmo de la globalización. Esta última asociación de políticas de liberalización externa con el hecho de la globalización tecnológica ha contribuido, sin embargo, a crear una confusión lógica y terminológica.
La política de liberalización externa, en sus diversas dimensiones, implica opciones políticas, económicas y sociales. Las consecuencias de tales aperturas no son acordadas ni son uniformes en todos los lugares y en todos los tiempos, tal como señalan Dani Rodrik (1999) y Rodrik y Rodríguez (1999).
“Civilizar” a la globalización
El desafío, tanto a escala nacional como internacional, es hacer que el nuevo sistema globalizado promueva el máximo de bienestar posible para la humanidad, a través de opciones políticas concientes. La tarea que tenemos por delante es convertir a la globalización en algo funcional, es decir, “civilizarla”.
Son pocos los analistas respetables o gobiernos de los países en desarrollo que cuestionan el rol del comercio internacional o el flujo de capitales respecto del crecimiento económico y el desarrollo en general. ¿Cómo podrían cuestionar la necesidad inevitable de participar e incluso de integrarse a la economía mundial?
Las infinitas conferencias que dan los políticos del Norte y los dirigentes de las organizaciones internacionales a los responsables de la formulación de políticas de los países en desarrollo, a quienes creen incapaces de defender sus propios intereses, respecto de la inexorabilidad y los beneficios de la globalización y las virtudes de la participación en la economía mundial son tediosas y paternalistas. Deberían acabarse.
Los verdaderos problemas son bastante más complejos y suelen ser políticos. Se refieren, en primer lugar, a los términos en que los países y sus gobiernos pueden y deberían interactuar dentro de la nueva economía mundial. Estos asuntos no se resuelven fácilmente con “sí” o “no”, ni con consignas del tipo “Súbase al tren de la globalización o seguirá a pie”. En segundo lugar, están relacionados con las normas y los organismos internacionales que “gobiernan” el funcionamiento de la emergente economía mundial.
No es para nada evidente que una mayor “apertura” o liberalización externa sea del interés de todos los países en todas sus dimensiones, ni que la historia de la economía mundial indique ahora que lo esencial para el planeta en este momento es un conjunto de normas internacionales que promuevan o faciliten el camino hacia una mayor libertad para los actores comerciales internacionales, que además sean universales y de aplicación uniforme.
Si tratáramos de definir un estado de ánimo público y/o intelectual, a escala mundial y en este momento, se podría hablar de escepticismo. Aunque la relativa mejoría generalizada ha ayudado en los últimos empujes de globalización y liberalización, existe una angustia creciente respecto del destino de los más pobres, marginados, vulnerables y desprotegidos. Este ánimo escéptico se refleja también, por supuesto, en varias conclusiones de la Junta de Comercio y Desarrollo de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), así como en otros foros internacionales de dentro y fuera de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
A medida que las consecuencias de la economía globalizada se vuelven más evidentes, también se vuelve más notorio que las diversas funciones del gobierno, en particular el suministro de bienes públicos y la consecución de sus objetivos sociales, serán asumidas de algún modo por todo el mundo. Sin embargo, no existe nada remotamente parecido a un “gobierno” mundial. Y tampoco hay perspectivas visibles en un plazo razonable. De todos modos se crearán las instituciones destinadas a tales propósitos, junto con normas, leyes y mecanismos de solución de diferencias para obligar a su cumplimiento. Lo mismo sucederá, probablemente, con los códigos y normas del sector privado internacional, que se introducirán voluntariamente y, en ciertas instancias, habrá acuerdos público-privados “híbridos” que llegarán a lo mismo.
Las consecuencias más importantes de la globalización de los mercados mundiales son: la necesidad de desarrollar políticas adecuadas en el ámbito nacional, regional y comunitario, para aprovechar la economía mundial en favor de los intereses de bienestar y desarrollo nacional, regional y local; y, aunque quizá sea más difícil, la creciente necesidad de que mejoren los acuerdos para obtener una gobernanza económica mundial.
Dadas las limitaciones de nuestro conocimiento y la enorme diversidad de circunstancias nacionales, regionales y locales, es difícil generalizar acerca de lo anterior; pero eso nos lleva a recalcar la necesidad de una gobernanza mundial y sistemas de reglas que no respondan al modelo de “un mismo talle para todos”.
Las fuerzas del mercado son poderosas y potencialmente positivas, pero si se las deja libradas a sí mismas, sus efectos sociales pueden resultar lamentables. Los mercados pueden ser importantes y sus incentivos poderosos, pero no resuelven todos los problemas. En un contexto adecuado, con las salvaguardias e instituciones apropiadas, pueden ser muy favorables. También se sabe bien que se puede causar un gran daño cuando los gobiernos intentan cambiar el funcionamiento de sus mercados en circunstancias que no les son favorables. La misión de la sociedad, tanto a escala nacional como planetaria, es dirigir el poder de los mercados en favor del interés social. Ese ha sido el rol tradicional del economista y no la defensa o los intentos de obtener mercados “perfectos” a través del ensayo y el error.
Estas y otras limitaciones del modelo del sistema de mercado puro no se discuten entre los economistas profesionales y mucho menos entre los cientistas sociales de competencia más amplia. Más allá de lo que cada uno piense sobre la economía de mercado, nadie desea una sociedad totalmente dirigida por él. De ahí surge el acuerdo universal en cuanto a la necesidad de normas, reglas e instituciones que “gobiernen” el funcionamiento de los mercados y el comportamiento de individuos y empresas. Cómo deben ser, es materia de política y filosofía moral.
La política y sus problemas
Los procesos políticos y las decisiones gubernamentales resultantes determinan el nivel, la composición y la ubicación de la actividad económica, además de la distribución de los ingresos y la riqueza en cada país. Aunque no exista un gobierno mundial, los procesos políticos son portadores de esas influencias en la economía planetaria. La gobernanza económica internacional ya existe y sigue desarrollándose. Su evolución ha sido conducida por los procesos políticos y el poder.
En los sistemas políticos, ya sean democráticos, oligárquicos o dictatoriales, el dinero es quien gobierna. En las democracias abundan las imperfecciones sistémicas, igual que en las economías de mercado. En Estados Unidos, por ejemplo, un organismo independiente ha calculado que los partidos políticos y sus auspiciantes gastaron 3.000 millones de dólares en las elecciones del año pasado; y otro ha declarado que el sistema electoral federal colapsó y se convirtió en un sistema organizado de sobornos (The Financial Times, 25 de octubre de 2000). Incluso Business Week, la revista estadounidense de negocios, publicó en su tapa la siguiente pregunta: “¿Demasiado poder empresarial?” a la que, según la nota que sigue al titular, la mayoría de los estadounidenses responden “sí” (11 de setiembre de 2000). La influencia de las empresas sobre los principales responsables políticos a la hora de tomar decisiones, tanto en Estados Unidos como en otros países, puede tener consecuencias nefastas para la legislación de la economía mundial.
Las grandes compañías privadas compran influencias dentro de las llamadas sociedades democráticas. Como saben todos los diplomáticos comerciales de Ginebra, su influencia en las negociaciones internacionales más importantes también es considerable: alcanza con ver el papel que juega la industria farmacéutica en las discusiones sobre propiedad intelectual y el que asumen los bancos y el sector financiero en los debates respecto de regímenes de cuentas de capital y comercio de servicios financieros. Las actividades internacionales de los grupos de presión de las compañías transnacionales no están sujetas a ningún requisito o regulación que las limite. El grueso de sus acciones es, por lo menos, opaca para la opinión pública.
Sus actividades, aunque suelen ser formalmente legales, constituyen mayor amenaza para la perspectiva de una gobernanza mundial democrática y confiable, y por lo tanto, para el desarrollo humano sustentable, que la corrupción de los países en desarrollo -y los pagos que efectúan allí las compañías del Norte-, hasta ahora centro de atención de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y los organismos financieros internacionales. Esas actividades deben quedar “expuestas”, es decir, volverse transparentes, para que puedan analizarse sus consecuencias. Cualquier “Compacto Global” de la ONU con el sector privado que no tenga en cuenta estos asuntos, no podrá ser tomado con seriedad.
Si el dinero tiene consecuencias fuertes sobre los procesos políticos nacionales e internacionales, no habría que hacerse ninguna ilusión en cuanto a dónde seguirá recayendo el poder de la toma de decisiones respecto de la economía mundial; es decir, en los países y organizaciones económica y militarmente más poderosos. De todos modos, los principios democráticos universalmente reconocidos prevén una participación igualitaria de los individuos, tanto los débiles como los fuertes, en los procesos políticos. Existe una clara intención de lograr que los acuerdos de gobernanza mundial reflejen, hasta cierto grado al menos, dichos principios democráticos.
Gobernanza no democrática
Los actuales acuerdos de gobernanza de la economía mundial no reflejan ni remotamente los principios democráticos que la mayoría de los analistas y los países aprueban, al menos en teoría y en sus discursos. Hasta ahora, la forma de gobernanza existente ha sido profundamente antidemocrática. La toma de decisiones sobre asuntos claves para todos sigue estando altamente concentrada en las principales potencias industriales y los principales organismos financieros internacionales que ellas controlan, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Banco de Pagos Internacionales (BPI). Para que los nuevos sistemas tengan credibilidad y legitimidad, y sean por lo tanto políticamente sustentables, deben velar por una mayor influencia y poder colectivo para los países en desarrollo.
Teniendo en cuenta la experiencia acumulada, existen motivos para temer que la evolución futura de los acuerdos de gobernanza para la economía mundial seguirán peligrosamente inclinados en favor de los intereses de los países industrializados, en particular los del Grupo de los Siete (G-7), cuyos gobiernos y empresas privadas -e incluso, en ciertos casos, las ONG - ejercen ahora una influencia desproporcionada sobre los asuntos económicos del planeta. En la medida en que dichos acuerdos se elaboren a través o en sociedad con el sector privado o no gubernamental, es probable que sean aún más tendenciosos y favorezcan más al Norte de lo que ya lo hacen.
Más allá de la gran divergencia de opiniones políticas sobre el papel que debería tener un gobierno nacional, existe ahora un consenso generalizado en cuanto a que la economía mundial no está siendo gobernada realmente en ciertas áreas, al menos. Los ministros de Finanzas del G-7 pretenden aumentar la gobernanza de los mercados financieros. Otros de ese grupo se proponen establecer normas armoniosas y "nivelar el campo de juego" para sus compañías privadas. Los ambientalistas luchan por proteger la biodiversidad planetaria, la capa de ozono y la temperatura planetaria. Para los países en desarrollo y varias ONG, los temas principales son la pobreza y el fortalecimiento de su poder.
Sería fácil perder las esperanzas en cuanto a la posibilidad de desarrollar procesos políticos y acuerdos de gobernanza razonablemente justos para la economía mundial en el corto y mediano plazo. Los organismos multilaterales existentes son producto de su historia. Tal vez se vean diferentes dentro de 50 o 100 años, y seguramente lo harán.
Los procesos políticos, incluso las manifestaciones callejeras, seguirán conduciendo estos cambios. Pero de nada serviría cerrar esos organismos, cosa que parecen pretender algunos manifestantes.
Si se trata de armonizar el sistema de reglas internacionales a través de una mayor integración de las economías nacionales dentro de un marco general de acuerdos, como pronostica ahora la mayoría y muchos defienden esta posición, debe haber una representación completa y razonablemente democrática para crear e implementar dichas normas. No puede haber "armonización sin representación".
La tendencia política en favor de la reforma de los principales organismos de gobernanza económica mundial ya existe en el G-7, la OCDE y la sociedad civil del Norte: se trata de lograr mayor transparencia, confiabilidad, representatividad democrática y tener como inquietud primordial el desarrollo humano sustentable en todo el planeta. El problema inmediato es que, por el momento, el mundo carece de un liderazgo político que tenga la visión mundial requerida.
La superpotencia mundial, Estados Unidos, y en particular su Congreso, parece tener escaso interés en los organismos multilaterales, a menos que puedan utilizarse como instrumentos en su favor. Por el momento, no se puede esperar que surja allí el liderazgo que se necesita para la gobernanza mundial requerida. Y tampoco parece haber motivos para esperar que esto cambie en los próximos cuatro años.
Otros tendrán que unirse, por lo tanto, para hacer propuestas, analizar posibilidades futuras y, hasta donde sea posible, iniciar nuevos acuerdos regionales con el fin de empezar a resolver los problemas de gobernanza económica mundial. Existe la oportunidad genuina de discutir ideas e iniciativas nuevas en foros que no sean los centros habituales de poder. Es tiempo de que las "potencias medias" y otros grupos de países en desarrollo se unan para lograr algo que es de común interés: una economía civilizada que funcione bien.
Participación de los países en desarrollo
Más allá de la estructura formal de la gobernanza y la toma de decisiones de las organizaciones internacionales, existe un potencial subutilizado para aumentar la influencia de los más débiles y pobres incrementando la cooperación entre unos y otros. Dicha cooperación puede adoptar diversas formas, que van desde una colaboración específica para obtener acuerdos más institucionalizados de intercambio de información y el desarrollo de posiciones comunes.
Los países en desarrollo no han sido demasiado exitosos aún en sus esfuerzos por lograr una acción colectiva dentro de los principales organismos multilaterales, como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio (OMC). Es cierto que los países del Sur suelen tener divergencias en cuanto a los intereses económicos y políticos de cada uno, que existen temores y sospechas mutuas -para no hablar de conflictos armados- y que por lo tanto la cooperación puede resultar difícil. Pero también existen elementos muy importantes de interés económico compartido en el escenario mundial.
La ONU, a través de sus agencias correspondientes, puede y debe “empujar” al mundo en la dirección en la cual la mayoría de sus miembros están de acuerdo. Hasta cierto punto, la UNCTAD, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales, y las comisiones regionales ya están haciendo algo por el estilo. Deben continuar en ese rumbo e intensificar sus esfuerzos.
El propio secretario general de la ONU tiene mayor poder en esa esfera del que ha utilizado hasta ahora; si decidiera utilizarlo, podría elegir numerosas vías para alentar más activamente los procesos políticos o casi políticos adecuados para mejorar la gobernanza económica mundial.
Acaban de empezar a hacerse esfuerzos serios para preparar acuerdos de gobernanza apropiados para los sistemas financiero y monetario. Los principales organismos multilaterales encargados del funcionamiento general de la economía, las finanzas y el sistema monetario de todo el planeta siguen siendo el FMI y el Banco Mundial. Su gobernanza es, por lejos, la menos democrática de las que caracterizan a dichas entidades.
Aunque estén lejos de ser razonablemente democráticos, el FMI y el Banco Mundial cuentan al menos con cierto grado de representación y participación de los países en desarrollo. Pero no hay ningún representante del Sur en las diversas reuniones de los países industrializados sobre asuntos económicos y financieros, tales como las Cumbres Económicas del G-7/G-8; las reuniones entre los ministros de Finanzas del G-7 y G-10; los encuentros de directores de los bancos centrales en el BIP; y los numerosos comités de la OCDE. En los últimos años, el BIP ha invitado a participar a varios de los países del Sur más importantes y la OCDE ha incorporado a México y a Corea del Sur en su lista de miembros. Pero estos cambios marginales se parecen más a gestos simbólicos que a modificaciones sustanciales en la naturaleza de dichas organizaciones.
Salvar al G-20
Quizá lo más importante sea la invitación a participar del Foro sobre Estabilidad Financiera (desde 1998) que recibieron varias economías emergentes y el nuevo Grupo de los 20 (G-20, desde 1999), ambas iniciativas del G-7 con el fin de organizar discusiones internacionales sobre arquitectura financiera fuera de las instituciones de Bretton Woods. Será muy bien recibido un aumento de la participación de los países del Sur en estos debates. En ambos casos, sin embargo, se trata sólo de buscar modos de prevenir y resolver las crisis financieras sistémicas, más que de ocuparse del tema, mucho más amplio, de los puntos centrales para reformar el sistema financiero. El gran error del G-20 es que no cuenta con representantes de los países más pequeños y más pobres, ni de las naciones europeas con una "mentalidad similar". Se supone que es porque las economías más pobres están muy lejos de constituir una amenaza para el sistema. Pero existen puntos "arquitecturales" esenciales en torno de la provisión de finanzas adecuadas para el desarrollo a dichos países y sus pueblos. Y eso va mucho más lejos que la iniciativa de los Países Pobres Muy Endeudados, esa respuesta mundial aún insuficiente al problema de los países de bajos ingresos para pagar su deuda, que debería estar congelada desde hace tiempo.
El G-20 tampoco cuenta con mecanismos para informar o rendir cuentas a la comunidad internacional, del tipo de los previstos en el sistema del FMI y el Banco Mundial, ni existen cláusulas que prevean insumos no gubernamentales o transparencia. El grupo tenía la posibilidad de empezar y quizá todavía le quede algo. Pero sus inicios fueron muy malos y tal como está constituido ahora, es poco probable que llegue a alguna parte. Su existencia hace que se desvíen energías de otros procesos o agendas más apropiados y esperanzadores. Los cuatro requisitos principales para su posible rescate son:
* cambiar su lista de miembros para mejorar su representatividad -transformando el papel del Banco Mundial y el FMI, que dejarían de ser miembros para ser observadores- e incluir algún tipo de sistema que garantice información completa y un sentido de pertenencia para los que no son miembros;
* declarar que su responsabilidad está unida a la del secretario general de la ONU, el director del FMI y el presidente del Banco Mundial, con la esperanza de que sus informes sean presentados ante el Consejo Económico y Social de la ONU (ECOSOC) y las dos Juntas Ejecutivas respectivamente, además de la próxima Conferencia sobre Financiación para el Desarrollo, de la ONU;
* hacer que sus documentos e informes sean de acceso público y alentar el debate público y parlamentario en todo el mundo; y
* ampliar significativamente su agenda a fin de tratar una amplia gama de problemas y asuntos del sistema monetario y financiero internacional, además de establecer subcomités técnicos para que se encarguen de todo esto.
La agenda ampliada incluiría: establecer un sistema más eficaz para el manejo macroeconómico mundial, incluso la liquidez y respuestas para emergencias que sean necesarias; crear un sistema estable y equitativo de finanzas para el desarrollo destinado a todos los países del Sur, además de brindar financiación para la investigación científica relativa al desarrollo, en especial en salud y agricultura; acordar un marco de reglas y obligaciones para los flujos financieros internacionales -que incluya una regulación prudencial de los mercados y organismos financieros internacionales- pasible de ser aplicado efectiva y equitativamente; una mayor representación y participación de los países en desarrollo en el nivel de toma de decisiones de los organismos financieros internacionales, a fin de reflejar el verdadero rol de dichos países en la economía mundial, e incluir procedimientos más democráticos de selección de los funcionarios ejecutivos, además de votaciones más democráticas dentro de dichas entidades; y, lo más importante, brindar el apoyo financiero necesario para suministrar los elementos claves al desarrollo humano de toda la población mundial.
¿Ambicioso? Sí. ¿Imposible? En absoluto.
Necesidad de un proceso creíble
Los mercados globalizados operan sobre reglas políticamente definidas y organismos de gobernanza. Las normas y entidades de gobernanza económica mundial actuales necesitan ser reparadas, actualizadas y legitimadas.
Por gobernanza no se entiende simplemente diseñar un sistema óptimo y ponerlo en marcha por medio de los mecanismos disponibles, sean cuales sean, incluida la coacción si es necesaria. Habría que pensar más bien en un proceso consultivo y de comunicación gracias al cual se resolverían las controversias, se establecería un consenso y se revisaría constantemente la actuación. Y no menos importante para el éxito de esta empresa es el foro que un acuerdo de gobernanza deberá brindar para que allí se expresen las protestas y se revise y discuta una reforma permanente. Por sobre todo, una buena gobernanza es un buen procedimiento. Para desarrollar los nuevos acuerdos en pos de una gobernanza efectiva de la economía mundial, se debe empezar con un procedimiento eficaz y confiable que, idealmente, involucre a la sociedad civil y al sector empresarial -poniendo los límites del caso-, así como a los gobiernos y las organizaciones internacionales existentes.
Los actuales esfuerzos para mejorar la gobernanza se inclinan fuertemente a favor de los intereses de los gobiernos, compañías y pueblos de los más ricos del mundo y no será fácil eliminar esta tendencia. Aunque hay señales de que los países en desarrollo potencialmente más influyentes podrían ser admitidos en los consejos de gobernanza y toma de decisiones, los más pequeños y más pobres siguen siendo excluidos.
Los países en desarrollo deberán hacer mayores esfuerzos ya que, a pesar de haber aumentado su activismo en ciertas áreas, se han mostrado demasiado aquiescentes en los últimos años como para desarrollar posiciones en su propio favor y presionar para ser tenidos en cuenta en los foros multilaterales.
Primero que nada, el Sur debería organizarse para intercambiar ideas y formular posiciones acordadas sobre la arquitectura financiera internacional y el futuro de la OMC antes de entrar en la discusión y negociación detalladas con los actores más poderosos que aún están habituados a establecer los términos del debate sobre política económica internacional.
Las negociaciones para mejorar los acuerdos de gobernanza económica mundial requieren una mejor preparación por parte de los países en desarrollo, para ser realmente eficaces. Además, deberían llevarse a cabo en foros representativos y mutuamente acordados. Una mejor preparación implicará mayores recursos y un fortalecimiento de las actividades de investigación y las capacidades pertinentes existentes en los países del Sur y en sus organismos de cooperación regional. Tales reformas son perfectamente posibles y deberían estar hechas desde hace tiempo.
El interés a largo plazo de los países industrializados respecto de una gobernanza económica mundial debería tender a fortalecer la capacidad de los países del Sur y a desarrollar foros y procesos de negociación que tengan mayor legitimidad y, por lo tanto, mejores perspectivas de éxito.
¿La economía mundial puede civilizarse? Sí. Pero habrá que vencer fuerzas políticas y económicas muy poderosas.
Los políticos y los pueblos deberán tener una visión apropiada y de largo plazo, en particular en las naciones industrializadas que hoy ejercen el control, y abandonar los conceptos de libre mercado, nivelación del campo de juego y economía mundial que suscitan tanto entusiasmo entre unos cuantos, para dejar paso a una noción de gobernanza humana mundial que celebre la diversidad y promueva los procesos democráticos, así como la justicia social, económica y el respeto por los derechos humanos. Una concepción de este tipo considera al comercio, los flujos financieros y la estabilidad macroeconómica como meros instrumentos de sus objetivos más que como fines en sí mismos. La opinión y la retórica deberán reflejarse en acciones concretas, que vayan mucho más lejos que los intereses por los cuales claman las compañías y los grupos políticos más poderosos.
Es esencial adoptar un procedimiento adecuado para tener éxito. Habría que empezar de inmediato “rescatando” las alteraciones en el mandato, en la lista de miembros y en el funcionamiento del G-20 en las finanzas internacionales. En la esfera de los mercados, habría que reconsiderar los propósitos fundamentales de la OMC para convertirla en una “institución para el desarrollo”, en lugar de dilapidar más energías en iniciar una “Ronda sobre desarrollo” bajo los acuerdos existentes. Asimismo, habría que comenzar de inmediato un análisis independiente acerca de la capacidad de la OMC, con sus normas, acuerdos y personal actual, para cumplir con tareas de desarrollo. Difícilmente habrá progresos si se requieren “emprendimientos individuales”. También es necesario crear rápidamente una nueva organización independiente de asesoramiento legal.
Como sea que se continúe con la tarea, “civilizar” a la economía mundial implicará cambios rápidos y sostenidos. Además, éstos ocurrirán probablemente en forma progresiva y no tanto según el modelo del big bang. Se necesitará una mezcla constructiva entre buenos estadistas “por encima” y presión política de apoyo “desde abajo”. No es necesario que todos los países participen en cada etapa ni en todas las dimensiones de la reforma, ni siquiera los más poderosos. Quienes están prontos pueden y deberían empezar a actuar del modo que sean capaces. Las “potencias medias”, los países que no integran el G-7 y las agrupaciones de países en desarrollo pueden tener un papel crítico en la promoción e iniciación de un cambio apropiado. La ONU puede asumir un rol protagónico como facilitadora del proceso.
El progreso no será fácil ni automático. Necesariamente habrá recaídas periódicas y habrá que avanzar lentamente. Pero confío en que ocurrirá. Y estoy seguro de que Raúl Prebisch, si estuviera hoy con nosotros, nos instaría a seguir adelante con este esfuerzo.
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Gerald Helleiner, profesor Emérito del Departamento de Economía y distinguido Becario de Investigación del Centro Munk de Estudios Internacionales, Universidad de Toronto.
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