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Economía


No. 85 - Noviembre 1998

Crisis financiera

Rusia necesita que Occidente la deje en paz

por Boris Kagarlitsky

La economía rusa ha implosionado. El autor, uno de los principales asesores económicos de la Duma, no se anduvo con rodeos cuando el 10 de setiembre pasado le dijo al Subcomité de Banca del Congreso de Estados Unidos: "hay una única cosa que necesitamos de Occidente ahora, que nos dejen en paz".

Hasta ahora, Rusia ha seguido en general las instrucciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de otras instituciones financieras internacionales. Son esas decisiones las que llevaron al caos actual, que no sólo provocó el colapso total de la economía rusa, algo sin precedentes en épocas de paz, sino que también está acercando a la economía de todo el mundo a un estado de recesión.

El colapso del mercado de deudas, en la primera mitad de agosto, sobrevino aun cuando el FMI acababa de comenzar a efectuar los pagos a Rusia en uno de los mayores paquetes de "rescate" de la historia. Junto con la devaluación que siguió, la conmoción marcó la falla definitiva de las estrategias claves que el FMI y los principales gobiernos del mundo habían exigido a Moscú a lo largo de gran parte de los años 90.

Las políticas del FMI se basaron en la noción de que una moneda más fuerte automáticamente conduce a una economía más fuerte. La moneda debe fortalecerse a cualquier precio, incluso la disminución de la producción, el empobrecimiento de la población y hasta la desaparición de los servicios más básicos en los ámbitos de la atención de la salud, la educación y la seguridad social.

Los ideólogos del FMI tenían la convicción de que la emisión de papel moneda por el gobierno nacional era la única fuente de inflación, y al mismo tiempo no consideraban a los empréstitos gubernamentales como una fuente potencial de inflación. El gobierno ruso incluso registró el dinero prestado en 1997 como "ingresos presupuestales". Los teóricos del FMI también insistieron que la privatización conduciría automáticamente a un mejor manejo de las industrias y menor gasto gubernamental.

Ya en 1992 o 1993, estas medidas tuvieron consecuencias desastrosas. Como se reconoció en un informe emitido en 1994 por Viktor Polivanov, ex jefe del organismo de privatización, en los hechos la calidad de la administración siguió igual o empeoró. Ninguna compañía grande había demostrado mejoras visibles en el desempeño. Paralelamente, el gobierno perdió las entradas provenientes de compañías públicas rentables que habían sido su principal fuente de ingresos. Los nuevos dueños eran incompetentes, a menudo carecían de capital para las inversiones necesarias y convirtieron las compañías en dominios personales semifeudales. En muchos casos, la vieja burocracia soviética permaneció a cargo, pero desapareció el viejo sistema soviético de control externo. Por supuesto, también hubo casos exitosos, pero generalmente en pequeñas compañías en las que no se requería un uso intensivo de capital.

Mientras que, en términos generales, el desempeño de las compañías privatizadas se deterioró, el Estado se enfrentó a crisis presupuestales permanentes. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones del FMI, el gobierno consideró a los impuestos como la única fuente legítima de ingresos, pero los impuestos nunca llegaron. Para cubrir el déficit fiscal, el gobierno tuvo que reducir los servicios y aumentar los impuestos. Eso inevitablemente llevó a un deterioro aún mayor de la actividad empresarial. El poder adquisitivo de la población siguió siendo bajo, la inversión privada fue casi inexistente y la inversión pública bajó constantemente. La paradoja, sin embargo, es que dada la falta de inversión privada, el Estado, no importa cuánto redujo su gasto, siguió siendo el principal inversionista de la economía.

En el período entre 1994 y 1998, no obstante, el gobierno logró estabilizar el rublo. Los métodos utilizados fueron el empréstito estatal sobre los mercados financieros internacionales y nacionales, y el incumplimiento del pago de los salarios. Al 1 de agosto de 1998 había 75.840 millones de rublos de salarios impagos en el país (es decir, aproximadamente 12.500 millones de dólares). Actualmente el gobierno ruso pretende culpar a los gerentes de las empresas por los atrasos en los salarios. Si bien es claro que el incumplimiento jugó un papel decisivo en la supuesta victoria en la lucha contra la inflación, no es cierto que la falta de pago de los salarios sea exclusiva responsabilidad de los gerentes de las compañías privadas; el 19,6 por ciento de este dinero debería haber venido del presupuesto fiscal.

Esta situación de incumplimiento en el pago de los salarios contribuyó a bajar el poder adquisitivo de la población y redujo la cantidad de dinero en circulación, lo que ayudó a estabilizar los precios. Aun sin detenerse a discutir el aspecto moral de esas prácticas, resulta claro que también provocaron la gradual desintegración del mercado interno y a disminuir aún más la producción (los datos relativos al atraso en el pago de los salarios en Rusia se ofrece como complemento de este texto). Si bien el gobierno ruso y las instituciones financieras internacionales proclamaron en 1997 el comienzo del crecimiento económico, la realidad fue bastante diferente. Se suponía que el crecimiento del año pasado fue del 0,5 por ciento, pero los propios estadísticos oficiales admitieron que sus cifras eran exactas ¡sólo entre más menos dos por ciento! La mejor interpretación que se podría hacer es que en 1997 el decrecimiento fue sustituido por el estancamiento.

Luego, en la primavera de 1998, la economía comenzó otra vez a contraerse. Según la información brindada por los sindicatos, los ingresos reales de los trabajadores cayeron un nueve por ciento en la primera mitad de 1998. Los atrasos del pago de los salarios también aumentaron, y la deuda salarial del Estado aumentó más del doble del índice de atraso general (la deuda del Estado en ese rubro aumentó en agosto más de 14,6 por ciento respecto de la cifra de julio, comparado con un aumento general del 6,5 por ciento).

Los más afectados fueron servicios tales como la atención de la salud (un incremento del 33 por ciento en la falta de pago), la cultura y el arte (28 por ciento), educación (17 por ciento), vivienda (10 por ciento), programas científicos y de investigación (siete por ciento) y servicios a la comunidad (3,8 por ciento). Las condiciones de vida de la gente se deterioraron y al mismo tiempo se recortaron los servicios públicos. Eso implicó que allí donde el Estado dejó de brindar servicios no hubo un inversionista privado que los cubriera porque sencillamente la gente no tenía dinero con qué pagarlos. Las escuelas no tienen suficientes textos, los edificios están derruidos y en muchas aldeas simplemente las escuelas están cerrando. También ha disminuido la cantidad de estudiantes universitarios.

Los empréstitos gubernamentales se convirtieron en una especie de droga a la cual las élites gobernantes se hicieron adictas. Urgido por sus asesores extranjeros, el gobierno creó un mercado de bonos del Estado a corto plazo. Las ventas de esos bonos permitiría al gobierno bajar sus déficit y amortiguar los aumentos de precios. Los ministros del área económica apostaron a que una inflación más baja alentaría la inversión y promovería el crecimiento económico, y en la medida que el sistema tributario mejorara, resultaría en mayor ingresos para el Estado. Se esperaba que con eso el gobierno podría pagar la deuda adicional.

En los hechos, este esquema resultó lleno de agujeros. Los prestamistas -al principio exclusivamente instituciones financieras rusas pero después también varias extranjeras- entendieron desde un comienzo que prestar al gobierno ruso era una propuesta riesgosa. Si iban a apostar a un juego sumamente peligroso en la ruleta financiera, exigían grandes retornos. La tasa de interés real anual del mercado de bonos de Rusia llegó a superar en cierto momento el 100 por ciento.

Si el Estado estaba dispuesto a conceder a los prestamistas abultados retornos sobre préstamos de tres o seis meses, ¿por qué iban a invertir en proyectos de largo plazo en los que hubieran tenido que dejar el dinero parado durante años, correr con riesgos similares y encima tener retornos mucho menores? De esa forma la inversión privada en la economía real prácticamente fue exterminada. El deterioro económico continuó, deteniéndose sólo durante un periodo a mediados de 1997.

El gobierno quedó enganchado en las deudas a corto plazo. La única forma en que podía cubrir los pagos de sus bonos era pidiendo prestado más y más dinero. Como los adictos a las drogas, la administración no era capaz de imaginarse la vida sin los empréstitos, pero también necesitaba dosis cada vez mayores de fondos en préstamo. Las operaciones financieras del Estado comenzaron a asemejarse a los tristemente célebres fondos de inversión del "esquema pirámide" de comienzos de los años 90, con los cuales los crédulos e imprudentes perdieron su dinero.

Inevitablemente, se llegó a un punto en que sencillamente no había dinero en el presupuesto para seguir pagando los intereses de la deuda. A mediados de 1998 se anunció que no menos del 30 por ciento del presupuesto se destinaba a ese propósito. Los economistas calcularon que de continuar esa tendencia, para el año 2000 más del 60 por ciento del presupuesto sería para eso.

Ahora bien, las autoridades económicas del gobierno ruso de principios de los 90 habían contemplado el crecimiento y la caída de los esquemas pirámide con tanto horror como cualquiera. ¿Por qué entonces fueron a caer en el mismo tipo de embrollo? Una gran cuota de la responsabilidad compete al FMI, que no sólo alentó en los dirigentes rusos la ilusión de que derrotar la inflación los llevaría automáticamente de la mano al crecimiento, sino que sus voceros también alimentaron la concepción errónea de que si las cosas empeoraban había cantidad de dinero en el sistema financiero mundial como para sacar del apuro a los rusos.

El gobierno ruso, por supuesto, no se basó solamente en el dinero prestado para reducir su déficit. La tenaza se apretó en el gasto público, incluida la inversión, pero mientras tanto, el gasto de las instituciones financieras, tanto públicas como privadas, fue una bacanal de despilfarro. El Banco Central de Rusia y el Banco Estatal de Ahorro, de propiedad pública, construyeron enormes rascacielos. Se incrementó el personal y se pagaron mayores salarios. La prensa rusa nos dice ahora que el dinero prestado por el FMI fue utilizado para pagar todos esos lujos. No obstante, el FMI y sus expertos en Rusia nunca cuestionaron los gastos de las instituciones bancarias. Sólo pusieron énfasis en la necesidad de gastar menos en educación, bienestar social, atención de la salud, etc.

Los créditos exteriores no salvaron a Rusia ni impidieron la crisis actual. Por el contrario, la provocaron. Al mismo tiempo, las condiciones impuestas a Rusia por el FMI y otras instituciones financieras impidieron a las autoridades rusas buscar soluciones realistas a los problemas del país utilizando recursos internos, que incluso ahora son impresionantes. El FMI creó la situación en la cual los bancos y el comercio crecieron a expensas de la industria, en que se desperdiciaron las enormes posibilidades del sector público, y en que los rusos desarrollaron una comunidad empresarial totalmente desinteresada de los proyectos económicos nacionales a largo plazo.

Hay una cosa que necesitamos de Occidente ahora: que nos dejen en paz. Necesitamos que deje de imponer políticas económicas que son nefastas para nosotros, mientras usan el pretexto de que nos están ofreciendo ayuda. El dinero que se envió para apoyar a Yeltsin pudo haber tenido un destino mucho mejor, para crear puestos de trabajo en Europa y América, para ayudar a los países más pobres y para resolver problemas ambientales. Pero los banqueros internacionales nunca van a dar dinero para esos propósitos.

Boris Kagarlitsky es asesor de la Duma (parlamento) de Rusia e investigador del Instituto de Estudios Políticos Comparatisvos, de la Academia de Ciencias de Rusia.
Este es un extracto del artículo publicado en el boletín electrónico Focus on Trade Nº 29, setiembre de 1998, producido por Focus on the Global South, un programa autónomo de investigación y acción política del Instituto de Investigación Social de la Universidad Chulalongkorn, con sede en Bangkok, Tailandia. La versión completa en español fue publicada en Tercer Mundo Económico N° 114, octubre de 1998.






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