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No. 105/106 - Julio/Agosto 2000

Un futuro sin centrales nucleares

por Santiago Vilanova

El éxito del ecologismo de los años 70 ha sido hacer caer el mito de la energía de la fisión como fuente barata y segura de producir electricidad. El síndrome de los graves accidentes de Three Mile Island (1979) y Chernóbil (1986) han colaborado desgraciadamente en ratificar las críticas razonadas de los ecologistas.

Que el desmantelamiento de la central de grafito-gas de Vandellòs, en Tarragona (España) –construida por intereses militares franco-españoles y gracias a enormes ventajas crediticias y fiscales– cueste 50.000 millones de pesetas, más de lo que valió en 1972, es un ejemplo de insostenibilidad financiera. Es más, ninguna auditoría ha podido aún evaluar el coste de garantizar la protección de sus residuos y del material contaminado que tardará centenas de años en perder su radiactividad.

Una tecnología que produce un tercio de la energía que consume, que no se puede almacenar, que destina más de la mitad de sus gastos en seguridad para un periodo de vida de 30 años, no puede ser rentable, a menos que se socialicen sus pérdidas o, como en Francia, se nacionalice el sector.

Desde la Conferencia de Río, el lobby nuclear, vertebrado en torno a las compañías que configuran el Foro Internacional Atómico, anda revuelto. Su objetivo es manipular los contenidos del Protocolo de Kyoto, por el que los países ricos se han comprometido a reducir, entre el 2008 y el 2012, el 50 por ciento de los gases que provocan el efecto invernadero tomando como referencia los niveles de emisiones de 1990. La estrategia consiste en promover un tam-tam mediático que nos advierta que la paralización del sector comportará la asfixia ecológica del planeta. Según el Foro, la energía nuclear es la única compatible con la protección de los ecosistemas ya que no emite dióxido de carbono (uno de los seis gases que provocan el recalentamiento de la atmósfera).

Pero esta tesis es falsa. Mientras la radiactividad natural permanece en estado difuso y no se introduce en las cadenas alimenticias, la que producen los reactores se concentra y se acumula provocando cáncer como efecto somático, alterando el mapa genético de la mujer contaminada que transmite la radiación a sus hijos. El estroncio 90 se deposita en los huesos en lugar del calcio; el cesio 137 es asimilado por el organismo sustituyendo al potasio y el yodo 131 se fija en la tiroides. Las partículas de plutonio, entre muchos otros elementos radiactivos que intervienen y modifican o alteran nuestros genes, son inhalados por los pulmones. Una millonésima de gramo de plutonio 239 tiene efectos letales. He expuesto con detalle las posiciones de las asociaciones científicas críticas de la energía nuclear, como la Union of Concerned Scientists, así como los efectos de las bajas dosis, en mis libros El síndrome nuclear. El accidente de Harrisburg y el riesgo nuclear en España (Ed. Bruguera, 1980) y Chernóbil; el fin del mito nuclear (Ed. Anthropos, 1988).

La energía nuclear civil y militar está vinculada a los genocidios de Hiroshima y Nagasaki. En los últimos años de su vida, Albert Einstein y Bertrand Rusell se manifestaron en contra del papel que cumplieron los científicos que apoyaron el Proyecto Manhattan. Pero la energía nuclear también es responsable de 15.000 víctimas mortales, más de 50.000 casos de cáncer y siete millones de afectados provocados tras la fusión del núcleo del reactor número 4 y de la central de Chernóbil. La nube radiactiva que se paseó por Europa tras el accidente –de Suecia hasta los lagos del norte de Italia, de la Costa Brava catalana hasta las islas griegas- ha dejado un rastro de inquietud ante el incremento de leucemias infantiles y cáncer de tiroides. El Tribunal Permanente de los Pueblos, formado por rigurosos expertos y científicos, ha condenado a la industria nuclear por mantener el secreto informativo de este impacto.

La energía nuclear, que depende de un recurso fósil como es el uranio -de cuya extracción emana el peligroso gas radón- emite, a través de los sistemas de refrigeración, seis gramos de dióxido de carbono por Kw/h y es incapaz de detener el cambio climático. Aunque se autorizaran 300 nuevos reactores de 1000 megavatios de los 442 existentes (sólo hay 38 en construcción) su impacto sería mínimo.

Expertos suizos del Foro Interdisciplinario “Estratégies Energétiques, Biosphère et Société” han empleado equivalencias de la OCDE, de la ONU y prospectivas de la Agencia Internacional de la Energía para concluir que remplazar todas las térmicas de carbón por nucleares permitiría economizar sólo 370 Mtep de carbón (unidad de energía equivalente a la contenida en un millón de toneladas de petróleo) haciendo descender sólo un 3,4 por ciento el efecto invernadero.

La financiación de estas centrales (cada planta superaría los 200.000 millones) y sus respectivos centros de enriquecimiento y almacenamiento de uranio sería inviable dado los costes del capital de riesgo. Otro problema añadido sería la inmensa demanda de agua que necesitarían para refrigerarse, lo que resultaría insostenible dada la escasez actual. Cuando se analiza el dilema energético sin tener en cuenta que las nucleares sólo cubren el 17 por ciento de la demanda de electricidad, mientras el fuel y el carbón lo hacen en un 62 por ciento, se distorsiona la realidad.

La mejor solución para frenar el cambio climático pasa en primer lugar por eliminar la producción de los gases clorofluorocarbono (CFC) (una molécula de clorofluorocarbono equivale a 2000 moléculas de C02) que destruyen el ozono troposférico. Hacerlo significaría detener el 17 por ciento del efecto invernadero. Es más, la ONU considera que el 50 por ciento de la energía que utilizamos podría economizarse gracias a las técnicas ya existentes, lo que comportaría hacer descender en un 21,2 por ciento el recalentamiento de la atmósfera.

La cogeneración o empleo de la electricidad de origen térmico haría efectivo un descenso de un 4,9 por ciento. También el incremento del 50 por ciento del consumo de gas natural (que produce de 427 gramos a 883 gramos de CO2 por Kw/h según el tipo de central, mientras que el carbón emite 978 gramos y el fuel 891 gramos) haría disminuir en un 3,3 por ciento las emisiones contaminantes. A todo ello hemos de sumar las posibilidades de las energías renovables que podrían pasar del seis por ciento actual al 12 por ciento del consumo de energía primaria. No podemos tampoco olvidarnos del papel que puede tener la reforestación (los bosques, junto con los océanos, son los mayores consumidores de C02) y la reforma de la industria del transporte.

Imaginemos que las tesis de los pro nucleares son ciertas. Les damos la oportunidad virtual de doblar la construcción de los reactores ya existentes. Resultado: sólo lograrían disminuir un tres por ciento del efecto invernadero a costa de incrementar el riesgo radiactivo de la humanidad.

Nos encontramos, pues, ante un escenario alternativo razonablemente asumible que nos permitiría cumplir el protocolo de Kyoto sin necesidad de construir ninguna central nuclear más.

El acuerdo socialdemócrata-verde en Alemania para cerrar las nucleares en el 2021 no es del todo satisfactorio y habrá que vigilar que la exportación de la tecnología a terceros países no acabe siendo una ratonera política para los Grünen. Pero el pacto es progresista y hay que extenderlo a todo el planeta.

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Santiago Vilanova es periodista y escritor y secretario de la Asociación "Una Sola Terra".
Correo electrónico: geacon@bcn.servicom.es






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