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No. 105/106 - Julio/Agosto 2000

LECCIONES DE LA REVOLUCIÓN VERDE

¿Tecnología nueva para acabar con el hambre?

por Peter Rosset, Joseph Collins y Frances Moore Lapp

La introducción de nuevas tecnologías agrícolas en un sistema que promueve las desigualdades no sirve para eliminar el hambre si no se resuelve primero la cuestión social de quién y cómo se accede a los beneficios que puedan brindar. Si además la tecnología en cuestión destruye las posibilidades de producción futura degradando el suelo y generando plagas y maleza, resulta ecológica y económicamente insustentable.

Peter Rosset es doctor en ecología agrícola y director ejecutivo de Food First/The Institute for Food and Development Policy (www.foodfirst.org), fundado por Joseph Collins y Frances Moore Lapp en 1975.

Nuestros organizadores del orden social proponen una nueva solución para eliminar el hambre que padecen cerca de 768 millones de personas en todo el mundo: aumentar la producción de alimentos gracias a la magia de los productos químicos y la ingeniería genética. Para quienes recuerdan la promesa de la primera Revolución Verde, este segundo llamado sonará hueco. Pero Monsanto, Novartis, AgrEvo, y otras compañías de productos químicos que se están reinventando como firmas biotecnológicas con la ayuda del Banco Mundial y de otros organismos internacionales, pretenden que aumente el uso de agroquímicos y de semillas modificadas genéticamente para terminar con el hambre. Según estas firmas, la segunda Revolución Verde salvará al mundo del hambre y la desnutrición si les permitimos poner en práctica su magia.

El mito de la Revolución Verde es éste: las semillas milagrosas que produce multiplican la cosecha de cereales y por lo tanto son la clave para terminar con el hambre en el mundo. Mayor rendimiento significa mejores ingresos para los agricultores pobres, que así podrán salir de la miseria, y más cantidad de alimentos implica menos hambre en el planeta. Ocuparse de encontrar las causas que llevan a la pobreza y al hambre lleva demasiado tiempo y la gente está muriendo desnutrida ahora. Así que debemos hacer lo que podemos en lo inmediato: incrementar la producción.

La Revolución Verde significa ganar tiempo para los países del mundo en desarrollo que necesitan desesperadamente resolver las causas sociales de la pobreza y reducir las tasas de natalidad. En cualquier caso, personas de afuera, como los científicos y asesores que promueven este tipo de transformación, no pueden decirle a un país pobre que reforme su sistema político y económico, pero pueden brindar un conocimiento invalorable en cuanto a producción de alimentos. Si bien la primera Revolución Verde no llegó a las zonas más pobres y sus tierras marginales, podemos aprovechar lo que aprendimos de esa experiencia para iniciar una segunda instancia y ganar la batalla contra el hambre de una vez por todas.

El mejoramiento de semillas a través de la experimentación es algo que se intenta hacer desde el comienzo de la agricultura, pero el nombre de Revolución Verde fue acuñado en la década del 60 para destacar que se había encontrado una solución particularmente eficaz. Pruebas realizadas en el noroeste de México mostraron que el rendimiento de las semillas de trigo mejoradas aumentó notoriamente. En buena medida, estas "variedades modernas" producían más que las tradicionales gracias a un riego más controlado y al uso de fertilizantes petroquímicos, lo cual hizo posible una conversión más eficaz de los insumos industriales en alimento. Las semillas "milagrosas" se difundieron rápidamente en Asia gracias al importante apoyo de los Centros Internacionales de Investigación Agrícola creados por las Fundaciones Ford y Rockefeller, y al poco tiempo también se desarrollaron nuevos tipos de arroz y de maíz.

El término "revolución" era apropiado en la década del 70 cuando las nuevas semillas, junto con los fertilizantes químicos, los plaguicidas y el riego, ocuparon el lugar de las prácticas agrícolas tradicionales de millones de productores del mundo en desarrollo. En los años 90, casi 75 por ciento de las zonas arroceras de Asia fueron sembradas con estas nuevas variedades. Lo mismo sucedió con cerca de la mitad del trigo plantado en África, América Latina y Asia, y con 70 por ciento del maíz del mundo. Según los cálculos, 40 por ciento de los agricultores de los países en desarrollo utilizaban semillas de la Revolución Verde, con Asia a la cabeza, seguida de América Latina.

Una cuestión de acceso

Los logros productivos de la Revolución Verde no son un mito. Gracias a las nuevas semillas se cosechan cada año decenas de millones de toneladas extra de cereales. Pero ¿acaso este estilo de producción demostró ser la estrategia adecuada para acabar con el hambre? En realidad, no.

El incremento de la producción, centro de la Revolución Verde, no alcanza para aliviar el hambre porque no altera el esquema de concentración del poder económico, del acceso a la tierra o del poder adquisitivo. Incluso el Banco Mundial concluyó en su estudio de 1986 sobre el hambre en el mundo que un rápido incremento en la producción de alimentos no implica necesariamente que se alcance la seguridad alimentaria. La cantidad de personas que pasan hambre se puede reducir sólo "redistribuyendo el poder adquisitivo y los recursos entre quienes están desnutridos", indican los autores del análisis. Si los pobres no tienen dinero para comprar alimentos, el aumento de la producción no servirá de nada.

Introducir nuevas tecnologías agrícolas en un sistema social que favorece a los ricos y no ocuparse de resolver la cuestión social del acceso a los beneficios que brinda la tecnología llevará, con el tiempo, a una mayor concentración de las ganancias procedentes de la agricultura, como ya sucede en Estados Unidos.

Dado que el enfoque de la Revolución Verde no tiene previsto resolver la inseguridad que se encuentra en la raíz de las altas tasas demográficas, y puede incluso aumentarla, no resulta una ganancia de tiempo hasta tanto el aumento demográfico no se enlentezca. La estrechez del objetivo de centrarse en la producción termina siendo contraproducente porque destruye la base de la agricultura. Así que, sin una estrategia de cambio que contemple la falta de poder de los pobres, el resultado será, trágicamente, que habrá más alimentos y, sin embargo, más personas con hambre.

Más alimentos y más hambre

Luego de tres décadas de rápida expansión de los milagros de la Revolución Verde, en la década del 90 aún había cerca de 786 millones de personas con hambre en todo el mundo. Desde principios de los años 80, a través de las imágenes que empezaron a mostrar los medios de comunicación, Occidente es conciente de que hay hambrunas en Africa. Pero hoy vive en ese continente menos de la cuarta parte de los habitantes del mundo que tienen hambre.

Somos ciegos al sufrimiento de cientos de millones de personas que no tienen nada para comer. Por ejemplo, a mediados de la década del 80, los titulares de los periódicos aplaudían las historias exitosas de Asia: se nos dijo que India e Indonesia se habían vuelto autosuficientes en alimentos e incluso exportadores de alimentos. Pero en Asia, precisamente donde las semillas de la Revolución Verde tuvieron más éxito, viven dos tercios de las personas subalimentadas del mundo. Según la revista Business Week, "aunque los graneros de India están desbordantes" gracias al éxito de la Revolución Verde en las cosechas de trigo y arroz, "5.000 niños mueren a diario por desnutrición. Un tercio de los 900 millones de habitantes de ese país sufre de pobreza". Como los pobres no pueden comprar lo que se produce, "el gobierno debe encontrar el modo de almacenar millones de toneladas de alimentos. Algunos se pudren, y hay cierta inquietud acerca de cómo serán vendidos en los mercados públicos". El artículo concluye que la Revolución Verde redujo sustancialmente la importación de cereales de India, pero no el hambre.

Ese análisis hace que se planteen serias preguntas acerca de la diferencia en el total de personas con hambre que había en el mundo en 1970 y el total de 1990, el período de mayor éxito. A primera vista, parece que se hicieron grandes progresos, que aumentó la producción de alimentos y disminuyó el hambre. El total de alimentos disponibles por persona en el mundo en desarrollo creció 11 por ciento en esas dos décadas, mientras que el número de personas desnutridas bajó de 942 millones a 786, una disminución de 16 por ciento. Estos fueron los logros, y los defensores de la Revolución Verde asumieron alegremente la responsabilidad.

Pero es necesario analizar estas cifras en detalle. Si se elimina a China del estudio, el número de personas con hambre que hay en el mundo aumenta 11 por ciento, de 536 millones a 597. En América del Sur, por ejemplo, el suministro de alimentos por persona aumentó cerca de ocho por ciento, pero el número de desnutridos tuvo un incremento de 19 por ciento. En Asia meridional, había nueve por ciento más de alimentos en 1990, pero la cantidad de gente que no tenía acceso a comida era la misma, en porcentaje. La población no había aumentado como para explicar ese desastre y en cambio se multiplicó el total de alimentos disponibles por persona. La causa de este fenómeno fue que no se resolvió el problema del acceso a los alimentos y a los recursos de producción.

La notable diferencia que se produjo en China, donde el número de desnutridos cayó de 406 millones a 189, obliga a plantear la pregunta: ¿qué fue más eficaz para reducir el hambre, la Revolución Verde o la Revolución China, cuyos grandes cambios en cuanto al acceso a la tierra prepararon el camino para el incremento de los niveles de vida?

La Revolución Verde o cualquier otra estrategia de aumento de la producción de alimentos para aliviar el hambre en el mundo depende de las reglas culturales, económicas y políticas de los pueblos. Estas normas son las que determinan quién se beneficia como proveedor del incremento de producción. Es decir, hay que saber la tierra y los cultivos de quién prosperan y quién se beneficia como consumidor de dicho incremento, lo cual equivale a saber quién consigue los alimentos y a qué precio.

Los pobres pagan más caro por menos. Los agricultores de bajos recursos no pueden comprar grandes cantidades de fertilizantes y otros insumos; los grandes productores obtienen descuentos por comprar al por mayor. Los pobres no pueden conseguir para sus productos el precio que logran los ricos, cuya situación es mucho menos desesperada. En la mayor parte del mundo, el agua es el factor del que depende el éxito agrícola, pero el riego está fuera del alcance de los más pobres. El sistema de riego canalizado favorece a quienes se encuentran cerca de la cima de una corriente de agua. Los pozos por cañería que suelen promover las agencias de desarrollo, favorecen a los grandes agentes que pueden hacer la inversión inicial y tienen así un menor costo por unidad. El crédito también es algo crítico. Es común que los pequeños productores dependan de prestamistas locales y que paguen tasas de interés muy por encima de las que tienen que abonar los grandes productores. El crédito subsidiado por el gobierno favorece sobre todo a estos últimos. Pero quizá lo más grave sea que carecen de influencia. No pueden exigir subsidios y otros favores de las autoridades, algo que sí pueden hacer los ricos.

La Revolución Verde convierte a la agricultura en petrodependiente. Algunas de las semillas desarrolladas últimamente rinden más aún sin insumos industriales, pero los mejores resultados requieren cantidades adecuadas de fertilizantes químicos, plaguicidas y agua. Así que, a medida que se extiende el uso de las nuevas semillas, los petroquímicos se vuelven parte de la agricultura.

En India, la adopción de nuevas semillas fue acompañada por un uso seis veces mayor de fertilizante por hectárea de tierra cultivada. Sin embargo, la cantidad de producción agrícola por tonelada de fertilizante utilizado disminuyó dos tercios durante los años de la Revolución Verde. De hecho, durante los últimos 30 años, el incremento anual en el uso de fertilizantes para el arroz asiático fue de tres a 40 veces más rápido que el del aumento de las cosechas de arroz.

Los agricultores necesitan cada vez más fertilizantes y plaguicidas para lograr los mismos resultados con el paso del tiempo porque los métodos de producción altamente dependientes de los abonos químicos no conservan la fertilidad natural del suelo y porque los plaguicidas generan plagas cada vez más resistentes. Además, quienes obtienen ganancias por el incremento en el uso de dichos productos químicos temen a las organizaciones sindicales y aprovechan su riqueza para comprar tractores y otras máquinas, aunque las nuevas semillas no lo requieren. Este cambio lleva a la industrialización de la producción.

Una vez alineada en el camino industrial, la agricultura cuesta más cara. Por supuesto, puede ser más rentable, pero sólo si los precios que consiguen los productores por lo que ofrecen son más altos que el costo de los petroquímicos y la maquinaria. Los defensores de la Revolución Verde aseguran que los agricultores de todo tipo de tierras obtienen ganancias netas una vez que adoptan las semillas más rendidoras. Pero los últimos estudios muestran otra cosa: la inversión en fertilizantes y plaguicidas parece aumentar a mayor velocidad que las cosechas. Se podría pensar entonces que los productores “revolucionarios” se enfrentan ahora a una situación que ya experimentaron los de Estados Unidos durante décadas: un estrechamiento de la diferencia entre costo y precio.

En Luzón Central, Filipinas, la cosecha de arroz aumentó 13 por ciento durante la década del 80, pero el costo fue un incremento de 21 por ciento en el uso de fertilizantes. En las llanuras centrales, el rendimiento aumentó sólo 6,5 por ciento, mientras que el uso de abonos químicos subió 24 por ciento y el de plaguicidas dio un salto de 53 por ciento. En Java Occidental, las cosechas aumentaron 23 por ciento pero el uso de fertilizantes y plaguicidas aumentó 65 y 69 por ciento respectivamente.

Para cualquiera que siga de cerca las noticias agrarias de Estados Unidos, estos informes tienen un aire familiar. ¿Por qué no habrían de tenerlo si, después de todo, allí se produjo el verdadero nacimiento de la Revolución Verde? Las semillas mejoradas junto con fertilizantes químicos y plaguicidas triplicaron la producción de maíz desde 1950. Además, se produjeron logros menores pero significativos con trigo, arroz y semillas de soja.

El margen de beneficios de los agricultores se estrechó drásticamente desde la Segunda Guerra Mundial, ya que el aumento del rendimiento provocó una disminución del precio de venta de los productos, pero el costo de la producción se disparó. A principios de la década del 90, el costo de producción había aumentado de cerca de la mitad a casi 80 por ciento del ingreso agrícola bruto. ¿Quién puede subsistir hoy? Dos grupos muy diferentes: los pocos productores que deciden no entrar en la corriente de la agricultura industrializada y los que pueden ampliar su parcela de cultivo para compensar la escasez de ganancias que obtienen por hectárea. Este segundo grupo selecto está representado por el 1,2 por ciento de las granjas que obtienen 500.000 dólares o más por concepto de ventas anuales. El Departamento de Agricultura de Estados Unidos les puso el nombre de “supergranjas”. En 1969, estos establecimientos ganaron 16 por ciento del ingreso agrícola neto. A fines de la década del 80, su ganancia aumentó a 40 por ciento.

El triunfo de las grandes granjas no se debe a que son productoras más eficientes de alimentos ni a la tecnología de la Revolución Verde sino a la acumulación de riquezas y de tamaño. Tienen el capital para invertir y el volumen necesario para mantenerse a flote aunque se reduzca el beneficio por unidad. Tienen la influencia política suficiente como para hacer que las normas impositivas los favorezcan. Con el tiempo, es probable que lo mismo suceda en el mundo en desarrollo.

En Estados Unidos, el número de establecimientos agrícolas disminuyó dos tercios y el tamaño promedio de cada uno se duplicó desde la Segunda Guerra Mundial. Al vaciarse las comunidades rurales, aparecieron tugurios dentro de las ciudades y aumentó el desempleo como consecuencia del éxodo rural. Este mismo fenómeno se produjo en el mundo en desarrollo, donde el número de desocupados ya es el doble o el triple que el de Estados Unidos.

Ecológicamente insustentable

Existen cada vez más pruebas de que el modo de producción que promueve la Revolución Verde no es ecológicamente sustentable, ni siquiera para los grandes productores. Los propios investigadores de esta corriente avisaron en la década del 90 que algo alarmante sucedía. Luego de un crecimiento muy importante en las primeras etapas de la transformación tecnológica, las cosechas empezaron a disminuir en varias partes donde se había implantado dicho estilo. En Luzón Central, Filipinas, la producción de arroz aumentó rápidamente durante los años 70, llegó a su punto culminante a principios de los 80 y está en franco descenso desde entonces. Experiencias de largo aliento realizadas por el Instituto Internacional de Investigación del Arroz en esa zona y en la provincia de Laguna confirman estos resultados.

Se observaron problemas similares en los sistemas de arroz y trigo de India y Nepal. El fenómeno se debe a cierto tipo de degradación del suelo a largo plazo que aún no ha sido entendido por los científicos. Business Week publicó esta historia, sobre un agricultor indio: "Dyal Singh sabe que el suelo de su parcela de 3,3 hectáreas en Punjab es cada vez menos fértil. Hasta ahora, no ha afectado su cosecha de trigo y maíz. Pero 'habrá graves problemas dentro de cinco o 10 años', asegura el agricultor Sikh, de 63 años. Buena parte de las tierras cultivables de India empiezan a acusar recibo de la cantidad de años durante los que se utilizaron semillas de alto rendimiento que requieren riegos muy abundantes y fertilizantes químicos. Por ahora, seis por ciento de esas tierras se han vuelto inutilizables".

Allí donde el rendimiento no empezó a decrecer, el crecimiento se está enlenteciendo o anulando, según se puede ver en Birmania, China, Corea del Norte, Filipinas, Indonesia, Pakistán, Tailandia y Sri Lanka.

La Revolución Verde: algunas lecciones

Ahora que hemos visto que la producción de alimentos avanza pero el hambre se extiende cada vez más, podemos preguntar: ¿cuáles son las condiciones que hacen que cosechas cada vez mayores no sirvan para eliminar el hambre en el mundo?

Primero, si la tierra cultivable se compra y se vende igual que cualquier otro producto básico y la sociedad permite que unos pocos acumulen tierras en forma ilimitada, los establecimientos familiares desaparecen, suplantados por las supergranjas, y la sociedad entera sufre las consecuencias.

Segundo, cuando los principales productores de alimentos, que son los pequeños agricultores y los trabajadores rurales, no tienen poder de negociación frente a los proveedores de insumos agrícolas ni a los vendedores de alimentos, obtienen una parte demasiado pequeña de las ganancias de la producción.

Tercero, cuando la tecnología dominante destruye las bases de la producción futura al degradar el suelo y generar problemas por plagas y maleza, mantener un buen rendimiento se vuelve cada vez más difícil y costoso.

Bajo estas tres condiciones, montañas de alimentos adicionales no sirvieron para eliminar el hambre, tal como lo recuerda siempre la situación de América. La alternativa es crear una agricultura viable y productiva, de pequeñas unidades de producción donde se apliquen los principios de la agroecología. Este es el único modelo eficaz para eliminar la pobreza rural, alimentar a todos, proteger el ambiente y conservar la productividad de la tierra para las generaciones futuras.

Ejemplos exitosos

Suena bien, pero ¿alguna vez funcionó? Desde Estados Unidos hasta India, la agricultura alternativa ha demostrado ser viable. En el primero, un estudio realizado por el prestigioso Consejo Nacional de Investigación arrojó que "los agricultores que siguen métodos alternativos suelen tener una mayor productividad por hectárea a un costo signficativamente menor por tipo de cultivo", a pesar de que "varias políticas federales desalientan la adopción de prácticas alternativas". La conclusión del Consejo es que "los programas federales de productos básicos deben ser reestructurados para ayudar a los productores a darse cuenta de las ganancias que pueden tener adoptando estas prácticas".

En el sur de India, en 1993 se realizó un estudio para comparar las granjas ecológicas con las convencionales o las que usan productos químicos. El autor de la investigación descubrió que la productividad y la obtención de ganancias era igual en ambos casos. Su conclusión fue que, si se extrapolara el sistema de agroecología, este "no tendría un impacto negativo sobre la seguridad alimentaria", la erosión del suelo se reduciría y la fertilidad de la tierra se agotaría más lentamente, además de reducirse en gran medida la dependencia de insumos externos a la granja.

La agricultura alternativa sufrió su prueba mayor en Cuba. Los cambios que están en marcha en la isla desde el colapso de las relaciones comerciales con el ex bloque socialista son la prueba de que el enfoque alternativo puede funcionar en una amplia escala. Antes de 1989, Cuba seguía al pie de la letra el modelo de economía agrícola de la Revolución Verde. La base eran unas unidades de producción enormes y se utilizaban grandes cantidades de productos químicos y de maquinaria importados para producir cultivos de exportación, pero más de la mitad de los alimentos que se consumían en la isla eran importados. El compromiso del gobierno con la igualdad y los términos comerciales favorables que ofrecía Europa oriental sirvieron para que los cubanos no estuvieran subalimentados, pero la vulnerabilidad subyacente a este estilo de producción quedó al descubierto cuando ocurrieron el colapso del ex bloque socialista y el embargo comercial de Estados Unidos, que ya existía pero se volvió más riguroso.

Cuba se vio sumergida en la peor crisis alimentaria de su historia. El consumo de calorías y proteínas disminuyó a cerca de 30 por ciento. Sin embargo, en 1997, los cubanos volvieron a alimentarse casi tan bien como antes de 1989, aunque la importación de alimentos y agroquímicos era bastante menor. ¿Qué sucedió?

Ante la imposibilidad de importar alimentos o agroquímicos, Cuba se volvió sobre sí misma para crear una agricultura más autosuficiente, cuyas bases son: aumento del precio de las cosechas, tecnología agroecológica, unidades de producción más pequeñas y agricultura urbana.

El embargo comercial, la escasez de alimentos y la apertura de mercados agrícolas hicieron que los productores empezaran a recibir mejores precios por sus productos. Al recibir este incentivo para producir, empezaron a hacerlo a pesar de la ausencia de los insumos que promueve la Revolución Verde. La reorientación educativa que puso en marcha el gobierno, la investigación, la búsqueda de métodos alternativos y el redescubrimiento de técnicas de la agricultura tradicional fueron un gran estímulo para los agricultores.

Los pequeños productores y las cooperativas incrementaron su producción, mientras que los establecimientos estatales y más grandes se estancaron y comenzaron a obtener malas cosechas. El gobierno puso en marcha entonces una nueva etapa de la reforma agraria revolucionaria: dividió las tierras estatales en parcelas y se las entregó a sus ex empleados convertidas en unidades productivas más pequeñas. Finalmente, las autoridades fomentaron un movimiento de agricultura urbana, es decir, producción orgánica de pequeña escala en lotes de tierra vacíos, lo cual, junto con la introducción de otras modificaciones, cambió totalmente el aspecto de las ciudades cubanas en pocos años.

La experiencia cubana muestra que se puede alimentar a una nación entera en base a unidades pequeñas de producción donde se utilizan tecnologías agroecológicas. Así se puede hacer que un pueblo se vuelva autosuficiente en cuanto a la producción de alimentos. Una lección clave es que, cuando se les da precios justos a los agricultores, producen con o sin semillas de la Revolución Verde o insumos químicos. Si esos elementos costosos y nocivos son innecesarios, podemos dejar de utilizarlos.

Reducir la desigualdad

Finalmente, si algo nos ha enseñado la historia de la Revolución Verde es que, en muchos casos, multiplicar la producción de alimentos implica un aumento del hambre. Si para competir en el ámbito de la agricultura es necesario comprar insumos costosos, los productores que tengan más dinero tendrán mejor suerte que los pobres, que difícilmente encuentran un empleo adecuado para compensar la pérdida de sus ingresos. La causa del hambre no es la escasez de alimentos; por lo tanto, no se elimina produciendo más.

Por eso debemos ser escépticos cuando Monsanto, DuPont, Novartis y otras compañías de productos químicos y biotecnología aseguran que la ingeniería genética mejorará la productividad de la tierra y servirá para alimentar a los que tienen hambre. Las tecnologías que fomentan presentan beneficios dudosos y peligros bien documentados. Hay muy pocas probabilidades de que la segunda Revolución Verde que prometen termine con el hambre, tan pocas como hubo en la primera.

Es demasiada la gente que no tiene acceso a los alimentos disponibles debido a desigualdades profundas y crecientes. Para que la agricultura pueda cumplir algún papel eficaz en el alivio del hambre habrá que revertir su inclinación por los grandes productores a través de proyectos alternativos a favor de los más pobres, como la reforma de las tierras y la agricultura sustentable, que reducen la desigualdad y toman al pequeño productor como centro de una economía rural floreciente.

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Este artículo -basado en las investigaciones presentadas en World Hunger: 12 Myths (El hambre mundial: 12 mitos), de Frances Moore Lapp, Joseph Collins y Peter Rosset, con Luis Esparza (Grove Press/Earthscan, 1998)- fue tomado de Tikkun Magazine (vol.15, no.2, marzo/abril de 2000).






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