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No. 107/108 - Setiembre/Octubre 2000

ÁFRICA, EL SIDA Y LA OMC

Tomen nuestras pastillas (y no las de los demás)

por Gregory Palast

La respuesta de la Organización Mundial de Comercio (OMC) a la crisis del sida en África es escalofriante, pero nos recuerda quién detenta el poder en la economía global

Gregory Palast es periodista de investigación y columnista del diario The Observer de Londres.
(c) Guardian Newspapers Limited 2000

Me daría mucho placer informar, como lo hizo The New York Times, que Bill Clinton ha salvado a África. Ese gusano de gran corazón le prestará 1.000 millones de dólares por año a los países africanos para que puedan adquirir medicamentos contra el sida, y lo más fascinante es que las compañías farmacéuticas acordaron vender esos productos con un descuento de 75 por ciento sobre el precio de lista. Pero justo cuando pensaba que podía anunciar un milagro, The Observer consiguió un documento de 12 páginas, procedente de Argentina, que parece haberse originado en la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos en Ginebra (que no desmintió la autenticidad del documento). La misiva oficial amenaza con castigar a Argentina si ésta abre sus fronteras al comercio de medicamentos legales y con permisos. Si no anula su promesa de liberar la importación y exportación de fármacos, Washington la incluirá en su Lista de Observación del Artículo 301, una suerte de pena de muerte para los socios comerciales.

Si uno lee los sermones de los apóstoles de la globalización, Paul Krugman o Thomas Friedman, la impresión que le queda es que la Organización Mundial de Comercio (OMC) está a punto de terminar con los aranceles y los obstáculos comerciales. Pero eso es un sueño. En la vida real, la OMC es el mecanismo de privatización del sistema arancelario. Antes, los países protegían a sus trabajadores y a la industria nacional cobrando impuestos en las fronteras. En el nuevo orden comercial del mundo, las compañías multinacionales pueden exigir que se graven impuestos a los países que venden o compran productos fuera de las zonas y segmentos de mercado delimitadas por los nombres de sus marcas. El sistema de penalizaciones de la OMC contra la importación y exportación prohibidas lleva el sicodélico nombre de TRIPs (Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio).

Una de cada cuatro personas de África negra morirá de sida a menos que los medicamentos lleguen ahora. Por suerte, Brasil, India y, de un modo más agresivo, Argentina, pueden fabricar los remedios a precios irrisorios para que los enfermos terminales tengan acceso a ellos. Pero los gigantes farmacéuticos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Suiza se pusieron a gritar muy fuerte al enterarse de la propuesta de enviarlos a otros países.

La policía comercial de Estados Unidos, al mando del vicepresidente Al Gore, apoyó a Big Pharma y detuvo el plan de salvataje de vidas, sin tener en cuenta las súplicas de Nelson Mandela, a pesar de su Premio Nóbel y sus camisas floreadas.

No hay puntada sin hilo Lamentablemente para Al Gore -el candidato presidencial-, su política de “que tomen aspirinas” le granjeó el furor de los homosexuales que lo acusaron a gritos de matar más africanos que Michael Caine en la película Zulú. Esto no fue una buena propaganda para él. Así que su buen amigo, el presidente Clinton, consiguió unos pocos miles de millones de dólares para calmar a los inquietos nativos.

Sin embargo, los miles de millones son puntadas que vienen con hilo, o mejor dicho, con cadenas y esposas ya que Sudáfrica debe comprar todos los medicamentos a Estados Unidos y pagar con “tasas de interés comercial”.

La amenaza del Representante Comercial de Estados Unidos a Argentina es la otra cara de este asunto; se trata de un modo de evitar que Sudáfrica quiebre el embargo de facto que pesa sobre el libre comercio de productos farmacéuticos. Johannesburgo pensaba ampararse en una cláusula del Acuerdo sobre TRIPs que permite la importación de medicamentos patentados, incluso sin la aprobación del dueño de la patente en caso de emergencia extrema.

La venganza inicial de Estados Unidos fue gravar impuestos a ciertas importaciones procedentes de Sudáfrica. Eso fue hasta que empezaron las manifestaciones públicas contra Gore. El documento del Representante Comercial propone que el gobierno de Clinton vuelva a apuntar el misil de sus sanciones hacia Argentina, a fin de borrar la imagen “políticamente incorrecta” que se creó desatendiendo los ruegos de Mandela y, a la vez, cortar el suministro de medicamentos a Sudáfrica desde la raíz. Luego de un predecible juicio espectacular en la OMC, la cabeza cortada de la economía de Argentina colgará de un poste en Ginebra como ejemplo para Brasil e India, los otros potenciales exportadores.

Pero tal vez no esté siendo justo. Después de todo, el Acuerdo sobre TRIPs tiene por objetivo proteger y compensar a los fabricantes por sus riesgosas inversiones e inventiva al crear medicamentos tales como el AZT, el remedio Wellcome de la firma Glaxo contra el sida.

Glaxo tuvo una gran inventiva, es cierto, pero no para descubrir el AZT. Fue el profesor Jerome Horowitz quien sintetizó el compuesto en 1964, gracias a una beca del Instituto Nacional de Salud, del gobierno de Estados Unidos. Una unidad de Glaxo compró la fórmula para usarla con gatos.

Obstinación, inventiva y “corazón” En 1984, un laboratorio del Instituto Nacional de Salud, un organismo estatal estadounidense, descubrió el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). La institución pidió a los fabricantes de medicamentos que enviaran con urgencia muestras de todos los fármacos antiretrovirus que tuvieran y gastó millones de dólares para inventar un método con el que probar esos compuestos. Cuando las pruebas mostraron que el AZT mataba al virus, el gobierno le pidió a Glaxo, propietario de las sustancias, que realizara pruebas de laboratorio.

Glaxo se negó. No se lo puede culpar de nada; el VIH podía contaminar sus instalaciones, incluso matar a sus investigadores. Así que fue el doctor Hiroaki Mitsuya, del Instituto Nacional de Salud, quien con brillantez, valentía y grandes cantidades de dinero público hizo las difíciles pruebas con el virus vivo. En febrero de 1985, el Instituto le dio a Glaxo la buena noticia y le pidió que hiciera pruebas con seres humanos.

Glaxo se negó nuevamente, pero aplicó su gran capacidad inventiva. A pocos días de la noticia, la firma patentó su “descubrimiento” en Gran Bretaña y se olvidó de mencionar el trabajo realizado por el gobierno de Estados Unidos.

Sin embargo, Glaxo tiene buen corazón. Así que anunció que le venderá a Sudáfrica un medicamento hecho en base al AZT por sólo dos dólares cada dosis diaria por paciente, es decir, a un precio 75 por ciento más bajo que el de Estados Unidos y Europa. Llamé a la sede estadounidense de Glaxo para agradecerles pero luego de unas pocas preguntas me pareció evidente que los dos dólares corresponden al precio de venta en Argentina y Brasil.

Si pensamos bien en este asunto, resulta que dos dólares es el precio en un mercado libre y que los europeos y estadounidenses pagan 400 por ciento más caro. Esta discriminación de precios está explícitamente protegida por el Acuerdo sobre TRIPs.

Esto es lo increíble de la expansión de los llamados “derechos de propiedad intelectual” de la OMC. La idea se vende con el argumento de que esos negros, esas tribus perezosas del hemisferio sur, intentan robarnos nuestros inventos.

De hecho, según Jamie Love, experto del Consumer Project on Technology de Washington, los enfermos de Occidente padecen las consecuencias del nuevo régimen de propiedad tanto como los africanos. Love comprobó esto cuando Maude Jones, una mujer londinense de 30 años, lo llamó para rogarle que la ayudara a conseguir Taxol. Necesitaba el medicamento para detener su cáncer mamario, pero el organismo de salud pública de su zona no se lo había recetado porque el precio era sideral.

Taxol no tiene patente. Fue descubierto por el gobierno de Estados Unidos. Pero Bristol-Myers Squibb, que realizó la ínfima tarea de calcular el volumen de una dosis, tiene la propiedad intelectual de los datos referentes a dicha dosificación aunque la información haya sido inicialmente obtenida a nivel gubernamental. Según la legislación de protección de datos británica, la compañía tiene el control sobre el medicamento por 10 años, aunque no haya patente.

Bristol-Myers Squibb no corre ningún riesgo con su monopolio del cáncer. Taxol procede del tejo. Las compañías farmacéuticas de Occidente alegaron durante mucho tiempo que los árboles y plantas de la selva húmeda son suyos y que pueden utilizarlos sin pagar derechos, pero Bristol-Myers Squibb consiguió que el Congreso le otorgara la exclusividad para talar esos árboles en territorio estadounidense, que es casi el único lugar del planeta donde se encuentran tejos. La firma no pagó nada por esos bienes públicos, aunque la señora Jones sí pagó. Finalmente, la compañía se sintió obligada a ofrecerle el medicamento en forma gratuita si ella se mudaba a Estados Unidos. Pero los m´rdicos concluyeron que ya era demasiado tarde. Como su familia ya estaba en bancarrota, telefoneó a Love para decirle que había optado por morir.

A su muerte, Love manifestó su deseo de que sudafricanos, estadounidenses y europeos encontraran un día “una solidaridad provechosa”. El Norte y el Sur comparten el horrendo legado de muertes que dejan el sida y el cáncer mamario a su paso, sin hacer distinciones, sobre una suerte de nuevo campesinado sin tierras que sufre el apartheid de los derechos de propiedad intelectual.






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