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No. 118 - Agosto 2001

Corte Penal Internacional

La fuerza de la razón versus la razón de la fuerza

por Carlos Abin

La iniciativa para la creación de un Tribunal Penal Internacional recibió amplio respaldo: fue adoptado el 17 de julio de 1998 en Roma con el voto afirmativo de 120 países, sobre un total de 160 participantes. La Unión Europea y numerosos países de Africa y América Latina se sumaron al proyecto, que en un lapso excepcionalmente breve registró significativos avances. No obstante, también provocó fuertes resistencias, en particular la de Estados Unidos, que lanzó una ofensiva diplomática para evitar su concreción, o al menos reducir sustantivamente su alcance.

Desde el comienzo, los trabajos en pro de la creación de un Tribunal Penal Internacional debieron afrontar poderosas oposiciones. La iniciativa original de Trinidad y Tobago recogió rápida y sucesivamente apoyos amplios y significativas: los países de la Unión Europea, muchas naciones africanas y latinoamericanas se sumaron con entusiasmo al proyecto, que comenzó a registrar importantes avances en lapsos que, a contrario de lo que es usual en el ámbito de la institucionalización internacional, aparecían como excepcionalmente breves. Pero Rusia, China, India, Pakistán y algunos países árabes -por diferentes razones, en general relacionadas con políticas internas o con tópicos más o menos puntuales, con visiones impregnadas de fuertes elementos culturales y aún religiosos o exacerbadas por el riesgo de eventuales conflictos locales- pusieron en acción una enérgica resistencia.

Otro cariz tuvo y tiene la oposición de Estados Unidos, que desarrolló una fortísima actividad diplomática para evitar la concreción de la iniciativa, o -visto que ésta resultaba poco menos que imparable-, al menos reducir sustantivamente su alcance. Las jornadas de Roma, en el verano boreal de 1998, permitieron apreciar el juego de presiones y chantajes ejecutado por la delegación norteamericana, paralelamente a un esfuerzo señalado en el plano de la negociación, la redacción y el compromiso que vio la luz finalmente en el texto firmado el 17 de julio de ese año. La tarea no era sencilla. Se trataba de consagrar la existencia de un tribunal con competencia para juzgar a los autores de los delitos más graves y odiosos que puede concebir la mente humana, pero implicaba a la vez la difícil compatibilización de la diversidad cultural, jurídica y política que existe en el mundo contemporáneo.

Ciertamente lejano al ideal a que aspiraban las organizaciones no gubernamentales (ONG), que siguieron con enorme dedicación y responsabilidad todo el proceso y aportaron significativamente a él, recortado o roído una y otra vez en el curso del itinerario de presión-negociación, el Estatuto de Roma constituye un avance extraordinario. Es, seguramente, el "texto posible" en las circunstancias en que fue aprobado, con enorme respaldo, pese a sus limitaciones. Permite seguir avanzando y dibuja un horizonte con varios objetivos que señalan la ruta: en primer lugar, lograr la entrada en vigor del Tratado; luego, poner en acción a la Corte Penal Internacional, defender su jurisdicción y consolidar su institucionalidad universal y, finalmente, bregar por un perfeccionamiento sucesivo y creciente del Estatuto, para, poco a poco, aproximarlo a aquel ideal que las mejores conciencias de la humanidad reclaman.

El Estatuto prevé un sistema específico de activación del Tratado: la firma del mismo por parte de 120 países, cuyo plazo venció el 31 de diciembre de 2000, quedando su entrada en vigor diferida hasta el momento en que un mínimo de 60 estados lo ratificaran.

Finalmente, 139 países otorgaron la firma -incluido Estados Unidos-, que lo hizo al filo mismo del plazo establecido. A fines de julio, ya se habían recogido 37 ratificaciones (ver cuadro). Es entonces altamente probable que para julio del 2002, al cumplirse el cuarto aniversario de la redacción del Estatuto, ya se haya alcanzado la sexagésima ratificación y el Tratado entre en vigor. En cualquier caso, se trata de un proceso signado por una velocidad inusitada.

Al presente, el principal obstáculo lo constituye la postura de Estados Unidos. Su oposición a la creación de una Corte Penal Internacional no se debe a dificultades o resistencias originadas en razones filosóficas, jurídicas, culturales o religiosas. Estados Unidos forma parte del "mundo occidental" y por lo tanto comparte genéricamente el conjunto de valores y criterios que de una forma u otra inspiran el Estatuto, especialmente en lo que se refiere a la concepción y defensa de los derechos humanos y a la condena de los crímenes atroces que constituyen la materia de aquél. La oposición de Estados Unidos se debe, inequívocamente, a la contradicción entre sus intereses imperiales y la existencia misma de un Tribunal Internacional con jurisdicción sobre los autores de tales crímenes.

En pocas palabras, y eliminando los vapores de la retórica, Estados Unidos se resiste a que sus ciudadanos sean juzgados por un tribunal independiente, ajeno a su control imperial, cuando les sean imputables los crímenes establecidos en el Estatuto de Roma. Lo que significa, también en pocas palabras, la impunidad o "patente de corso" para sus tropas y agentes en cualquier región del planeta: nadie en su sano juicio podrá creer que tales criminales serán juzgados por tribunales norteamericanos y -aún cuando ello ocurriera- condenados por éstos. Las atrocidades "justificadas" por las "necesidades de la guerra", -muchas veces disfrazadas como "acciones imprescindibles para la paz o la estabilidad"- terminan siendo benévolamente consideradas como "adecuadas" cuando apuntan a la defensa de los intereses estratégicos del imperio, si no son ocultadas celosamente cuando ello es posible o deformadas y presentadas como "respuesta justa" por la prensa internacional al servicio de la política imperial. Los criminales que actúen al servicio de esa política, deben ser preservados para hacer posible esa política.

No puede permitirse la existencia de un Tribunal Internacional independiente, además, porque existe el riesgo que las responsabilidades puedan súbitamente trepar desde los ejecutores materiales hacia los autores intelectuales, situados en las más altas jerarquías del gobierno de aquella nación.

La oposición de Estados Unidos a la Corte Penal Internacional es entonces parte de la política exterior imperial de ese país. Es la contrapartida imprescindible del derecho que Estados Unidos se autoadjudica -por razones de fuerza, veladas usualmente tras una variada gama de coartadas más o menos burdas-, de intervenir militarmente en cualquier punto del planeta en defensa de sus ciudadanos, sus intereses estratégicos o cualquier otra justificación que las circunstancias hagan posible utilizar. Y de hacerlo valiéndose de cualquier recurso, incluidos los crímenes de lesa humanidad.

Los hechos así expuestos, ponen en evidencia que la batalla está planteada realmente en el terreno político -no puede ser de otra manera cuando hablamos de un tratado internacional-, pero sustantivamente, en el campo de la ética. Se enfrentan allí en combate singular, por un lado, la conciencia moral de la humanidad que lentamente se abre camino, rescata y afirma valores sustanciales y se expresa en iniciativas de altísimo valor y compromiso como ésta que nos ocupa, y por otro, los intereses mezquinos, retrógrados e inmorales del imperio norteamericano -ciertamente no del pueblo de ese país-, que se arroga el derecho de decidir autoritariamente y con el recurso permanente a su poderío militar -o económico- qué debe hacerse y qué no debe hacerse en nuestro mundo.

Uno de los más feroces opositores a la Corte Penal Internacional dentro de Estados Unidos ha sido Jesse Helms, senador por el Partido Republicano, presidente durante largos años de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado. Helms la concibe como "un monstruo" que debe ser destruido ("descuartizado") "antes de que acabe devorándonos". El 31 de julio de 1998, apenas dos semanas después de la aprobación del Estatuto de Roma declaraba al Financial Times: "Mientras yo siga respirando, Estados Unidos nunca permitirá -y reitero, nunca- que sus decisiones sobre seguridad nacional sean juzgadas por un Tribunal Penal Internacional". Y agregaba luego que su intención era garantizar que "nunca ningún soldado estadounidense estará sometido" a su jurisdicción.

La reciente escisión del senador James Jeffords, que abandonó el Partido Republicano, privó a éste de la mayoría en el Senado y a Helms de la presidencia de la Comisión antedicha, disminuyendo su influencia. Entretanto, una iniciativa amenazadora parece abrirse camino a través de la Cámara de Representantes. El 8 de mayo último ésta aprobó por amplia mayoría (282 a 137) la "American Service-Members Protection Act" (ASPA) que ahora debe ser considerada por el Senado. Esta Acta es un nuevo instrumento de la política imperial, tiene por objeto sustraer el personal militar y los agentes norteamericanos de la jurisdicción de la Corte y apunta al corazón de ésta. En su Sección 7 dispone "la suspensión de la asistencia militar a la mayoría de los países que ratifiquen el Estatuto de Roma, hasta que éstos alcancen un acuerdo con Estados Unidos respecto al articulo 98 del citado Estatuto, prohibiendo al Tribunal la persecución del personal norteamericano presente en el respectivo país".

El objetivo es otorgar a los países que aún no han ratificado el Estatuto, razones para no hacerlo, afectando maquiavélicamente su libre determinación; aún en el caso de que lo hicieran -o ya lo hubieran hecho-, permitirá a Estados Unidos negociar desde posiciones de fuerza la no persecución, detención o entrega al Tribunal de los criminales de su nacionalidad. La mayoría alcanzada en la Cámara de Representantes pone de manifiesto que la iniciativa recibió el respaldo de diputados de ambos partidos.

Estados Unidos pretende así obligar al resto del mundo a abstenerse de someter a la Corte Penal Internacional a los criminales norteamericanos incursos en los horrendos delitos previstos en el Estatuto. Una vez más, la fuerza de la razón ha de alzarse contra la razón de la fuerza. Es necesario redoblar los esfuerzos para lograr la entrada en vigor del Tratado en el más breve plazo, y luego sostener y defender la jurisdicción de la Corte contra el chantaje imperial.

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Carlos Abin es director del Instituto del Tercer Mundo (ITeM), abogado y miembro de la Comisión Nacional (Uruguay) Pro Corte Penal Internacional.






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