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Globalización


No. 127/128 - Mayo/Junio 2002

El movimiento antiglobalización y las extravagancias de la socialdemocracia

por Jeremy Seabrook

Los intentos del Partido Laborista de Gran Bretaña por desacreditar al movimiento contra la globalización reflejan la crisis que aflige a esa debilitada rama de la socialdemocracia.

No es la primera vez, pero la izquierda fue la que debió disciplinar a los radicales. Siempre se puede confiar en los socialdemócratas —custodios de la ortodoxia e idealistas de la contemporización— para proscribir y marginar a críticos serios del capitalismo. Su función actual consiste en denunciar al movimiento contra la globalización, porque al hacerlo, se permiten una especie de licencia familiar que los principales beneficiarios de los privilegios globales no se dignarían a emplear.

Clare Short, una ex izquierdista y actual secretaria británica de Desarrollo Internacional, comparó a los globalifóbicos con los miembros de la organización terrorista Al-Qaeda. "Sus demandas resultaron ser muy similares a las de la red de Osama Bin Laden", declaró Short al diario londinense The Times.

Mientras, Michael Lind, miembro de la New America Foundation, señaló similitudes entre la comunidad ambientalista y el fundamentalismo religioso, tanto cristiano como islámico, luego de concluir que la "izquierda romántica" es una aliada natural de la derecha religiosa por su rechazo a la ingeniería genética como intervención en el proceso natural de creación de vida.

Falla ideológica

Un ensayo escrito por John Lloyd para Demos, un gabinete de estrategia considerado "de izquierda", expuso claramente cuál es la falla del actual conflicto ideológico mundial. Según Lloyd, los socialdemócratas han asumido la defensa del capitalismo contra el movimiento anárquico, infantil y "fútil" contra la globalización, y por lo tanto tienen el monopolio de las ideas prácticas para ayudar a los pobres del mundo, para dar un rostro humano a la globalización, para hacer reformas y progresar. No se les ocurre que la actual inmovilidad de la izquierda sea consecuencia de sus propios arreglos anteriores con el capital, pese a sus esfuerzos para destruir la propia razón de su existencia: el gran mito del socialismo. En el nuevo escenario, los socialdemócratas mantienen su papel tradicional, tratando de mejorar la situación de los más pobres, mientras la coalición de dispares grupos internacionales contra la globalización sólo trata de arruinar este benigno proyecto.

El ensayo de Lloyd, titulado The Protest Ethic (La ética de la protesta. Londres, Demos, 2001), es casi un reconocimiento de que la mayor parte de las críticas a la globalización están en realidad bien fundadas. No niega —¿cómo podría hacerlo?— las crecientes desigualdades en el mundo, el creciente apartamiento de los occidentales de la política electoral, la integración económica mundial a expensas de la integración social y espiritual.

Asimismo, admite la crisis de la "izquierda democrática", caracterizada por la impotencia y la marginación. Los demócratas perciben la retórica fuerte y apasionada del movimiento antiglobalización como una amenaza a lo que creen su derecho histórico y exclusivo de humanizar y reformar el capitalismo. En la década del 80, la izquierda democrática la emprendió contra la rehabilitación del neoliberalismo y el laissez-faire de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que aceleraron la globalización. Sin embargo, expresó satisfacción ante el retorno a la socialdemocracia, de la mano de Bill Clinton y Tony Blair. El hecho de que ese retorno no haya producido un modelo convincente para contrarrestar la concentración de riqueza y poder lleva a Lloyd a reclamar el fortalecimiento de las formas democráticas y la cooperación supranacional en el gobierno mundial.

La flaqueza de este proyecto lleva a la "izquierda democrática" a desviar su atención de la iniquidad de la derecha para concentrarse en demoler a los grupos izquierdistas supuestamente usurpadores de su legado progresista y de su monopolio de pasión y compasión. Acechada por precedentes históricos, la derecha puso a los globalifóbicos en el papel de los comunistas, de los cuales tanto se esforzó por distanciarse durante la guerra fría.

Proyecto agotado

La crisis de la socialdemocracia se relaciona con la legitimidad de un proyecto político debilitado y hasta agotado, que se viste con ropas modernas para crearse un futuro a partir de espacios ya ocupados por nuevas fuerzas políticas y sociales en contienda. Así, en defensa del capitalismo y las empresas transnacionales, Lloyds escribe como si la oposición forzara a esa benigna concentración de riqueza a la sumisión y la impotencia. Los dispersos movimientos populares del mundo, con frecuencia quijotescos y a veces inspiradores, son elevados a una fuerza sistemáticamente destructiva, ante la cual las multinacionales tiemblan. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, intimidados por las críticas, debieron instituir tantas reformas que su propósito de guiar a la humanidad hacia la creación universal de riqueza se ha vuelto imposible, según el autor. Sin duda es exagerado atribuir tal fuerza a quienes casi carecen de poder, y en presentar como sus víctimas a los representantes del capital global. Los opositores de la alianza contra la globalización consideran que su misión de "administrar" el planeta, al decir de Lloyd, está siendo usurpada, y lógicamente, desean abatir a sus rivales.

Tras esta crítica yace el reconocimiento de que los globalifóbicos han movilizado a los jóvenes como la izquierda democrática ya no puede hacerlo, preocupada como está por lograr la "gobernanza", desarrollar "políticas", definir "objetivos", establecer "indicadores de desempeño", instituir "iniciativas" y publicar "declaraciones de misión", las ilusiones engendradas por su propia impotencia. Esto conduce directamente a la advertencia de que los manifestantes extremistas, irresponsables y violentos amenazan el orden mundial actual. Inevitablemente, Lloyd asimila los atentados del 11 de septiembre con las actividades de quienes se lanzaron a las calles en Seattle y Génova. "El único grupo político que hoy utiliza las tácticas desarrolladas por los movimientos contra la globalización –el uso esporádico de la violencia y la oposición clandestina mediante redes incontrolables e impredecibles– es la red Al Qaeda de Bin Laden", escribió. De acuerdo con esto, esas personas atacan la noble tarea que los defensores de los ricos dicen hacer en representación de los excluidos de la Tierra.

El ensayo de Lloyd está marcado por la nostalgia. Según él, lo que ocurre ahora es una repetición de la lucha entre el capital y el trabajo organizado que resistió las "necesidades" de aquél a comienzos de la era industrial, sólo que esta vez ocurre en el plano internacional y no en el nacional. Lloyd cree que se deben aplicar en todo el mundo aquellas reformas que sirvieron en distintos países. En este sentido, reclama para la "izquierda democrática" un futuro que su propia capacidad de contemporización y acuerdo le negó.

Autosatisfechos y somnolientos

¿Qué han hecho los social demócratas todos estos años? ¿Dónde han estado? Autosatisfechos y somnolientos en los cómodos sillones de los clubes de gobierno mundial, declararon sus objetivos alcanzados, negando toda realidad, aun cuando el acuerdo de posguerra se derrumbaba alrededor de ellos. La era Thatcher los puso al descubierto y los desafió a invocar al fantasma del socialismo, de cuya fuerza ficticia dependían, aunque ya habían puesto a descansar al espectro de la revolución y la violencia, a menos que fuera en los términos del capitalismo.

Nosotros, los privilegiados, vivimos con cierta medida de paz social, pero la riqueza de las sociedades occidentales que compró esa paz fue establecida en un momento anterior del imperio. Sin el proyecto extractivo de los imperios europeos y sus violentas incursiones en tierras ajenas en América del Norte, Central y del Sur, Oceanía y Africa, el acuerdo con el capital no habría sido posible. Cuando se predica esta iluminada doctrina al mundo entero, nadie se pregunta dónde India, Brasil, Indonesia, Bangladesh o Nigeria encontrarán las tierras para anexar y los recursos para extraer y así construir las bases de su riqueza. Sin embargo, la respuesta es clara: deberán intensificar la presión sobre su propia base de recursos, sobre sus propios pobres, sobre sus propios agricultores de subsistencia y comunidades indígenas. La aplicación mundial de una política económica colonial requiere nuevos mundos para conquistar. Quizá sea por esto que la cultura popular de Occidente esté tan fascinada ante la posibilidad de llegar a otros planetas, a nuevos lugares de escape desde un planeta peligrosamente cercano a la autodestrucción.

La izquierda democrática es paternalista y egoísta. Su discurso sobre el fortalecimiento de la democracia y sus esfuerzos de inspirar confianza en su capacidad de hacerlo todo exigen una renovación de sus burocratizados instrumentos de reforma, que desde hace tiempo están osificados y se han vuelto parte del problema para los pobres del mundo.

No es que los críticos del movimiento contra la globalización no reconozcan los problemas expresados con lucidez por aquellos que deben considerar sus oponentes, pero en su deseo petulante de recuperar a "sus" electores, omiten toda mención al internacionalismo, y creen que sólo puede haber participación popular en las estériles actividades electorales entre partidos políticos "establecidos". Sólo los altos comisionados de la socialdemocracia, los representantes no del pueblo, sino de un sistema cuyas alternativas han sido todas anuladas, podrán rescatar al planeta y a sus habitantes. Elegidos en base a inescrutables manifiestos que guardan silencio sobre la mecánica de sus propuestas para "reformar" el laissez faire mundial, ellos mismos ayudaron a promover la construcción ideológica de la globalización como si fuera algo emanado del mundo natural.

Las críticas de los socialdemócratas al movimiento contra la globalización son contradictorias: afirman que carece de una visión general, y a la vez lo acusan de estar animado por el fantasma de Marx. En realidad, la mayor fuerza del nuevo movimiento radica en que no se basa en dogmas. Se trata de hecho de una encarnación del pragmatismo, la factibilidad y las iniciativas de arraigo popular que Lloyd reivindica como propiedad de la socialdemocracia: el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, los Zapatistas en México, los agricultores desposeídos de India, los habitantes de asentamientos precarios de Dacca, San Pablo y Nairobi, la resistencia de José Bové (emblemática de la invasión de nuevos movimientos en el territorio socialdemócrata en Occidente), las críticas de Vandana Shiva, Arundhati Roy y Walden Bello, entre otros. No se trata de grupos temerarios o arbitrarios, sino de la reacción de aquellos que cada día son testigos del despojo de los más débiles.

Afirmar que la violencia de las protestas contra el Grupo de los Siete se corresponde con la muerte de aquellos que exhalan su último suspiro en medio de la abundancia equivale a proyectar los estragos de un sistema sobre sus críticos. El trabajo de los "progresistas" que ya no tienen un objetivo hacia donde progresar no puede generar mucho entusiasmo en los receptores de sus políticas de globalización "ordenada", "humana" o "benevolente".

Las críticas al movimiento contra la globalización son resultado de intereses creados, de aquellos que se quedaron a medio camino entre el Estado y el mercado, donde no hay lugar para el creciente internacionalismo ni el crecimiento de grupos populares del Norte y el Sur. Asimilar esos grupos a Al-Qaeda no ayudará a la causa de las reformas ni reducirá la atracción de los pobres por el terrorismo.

Los socialdemócratas no admiten que se han vuelto arcaicos y han dejado de ser izquierda de vanguardia para convertirse en izquierda de retaguardia, mientras se desatan fuerzas más potentes en el mundo. Lo que se calificó de crisis del socialismo cuando la Unión Soviética se derrumbó pudo ser en realidad una crisis de la propia sociedad industrial, posibilidad que el capitalismo desmintió. Para que los socialdemócratas pudieran aplicar su versión de la justicia y las reformas y aliviar la pobreza, precisarían un crecimiento económico infinito en un mundo finito. Pero como se encuentran del lado que defiende a los privilegiados, ¿qué más natural que culpar a los oponentes, la encarnación viva de su propio fracaso?

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Jeremy Seabrook es un periodista independiente residente en Gran Bretaña.






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