No. 123/124 - Enero/Febrero 2002
Argentina-Uruguay
Algunas reflexiones sobre el modelo que fracasó
por
Carlos Viera
Luego de 10 años de fundamentalismo neoliberal, el modelo económico que se aplicaba en Argentina, y también en Uruguay, cayó estrepitosamente.
Desde enero de 1999, cuando Brasil devaluó su moneda, venimos reclamando al gobierno de Uruguay un cambio de rumbo para evitar o aminorar las consecuencias traumáticas que se cernían sobre la economía del país. (Brasil es el principal socio comercial de Uruguay y concentraba 35 por ciento del intercambio de bienes).
Por razones que estimamos principalmente ideológicas y privadas de base real, el gobierno uruguayo siguió sosteniendo lo insostenible, siguió apostando irresponsablemente a la sustentabilidad del modelo argentino y a ese barco vacilante ató nuestro pequeño bote.
El principal objetivo preconizado por el modelo que acaba de agotarse era la estabilidad. Se afirmaba que con la estabilidad vendría el crecimiento. Y si a ambos le agregábamos el libre mercado, llegaríamos al bienestar colectivo. "Por sus frutos lo conoceréis" dice la sentencia bíblica y de eso se trata a la hora de evaluar resultados. Porque es evidente que, tanto en Argentina como en Uruguay, en vez de crecimiento sostenido tenemos recesión prolongada y la inestabilidad recorre todas las áreas de la economía y de lo social, llegando a extremos impensables.
Ahora tenemos mucha más gente con problemas de empleo y mucha más gente en situación de pobreza. La espeluznante cifra de 14 millones de pobres en Argentina revela su carácter excluyente. La estabilidad de precios, único logro transitorio del modelo, que por momentos benefició y cautivó a sectores de la clase media que no estaban alcanzados por el desempleo, ya no podrá sostenerse.
Sin embargo, esta realidad que parte los ojos, no mueve un pelo a los partidarios del modelo. En Uruguay, nadie se siente aludido, nadie parece tener motivos para realizar una autocrítica. En Argentina, agobiado por la presión de los hechos, el nuevo presidente, Eduardo Duhalde, al menos afirma que es necesario sustituir el pacto entre el gobierno y el capital financiero por un pacto entre el gobierno y los sectores productivos.
Los pactos con el diablo siempre terminan mal
No sin antes infligir un gran daño, terminó agotado este esquema económico simplificador, basado casi exclusivamente en la fijación de un precio bajo para el dólar y el equilibrio de las finanzas públicas. Esos fueron los ejes de la política económica tanto de Domingo Cavallo, Herman González, José Luis Machinea y otra vez Cavallo en Argentina, como de Ramón Díaz, Ignacio De Posadas, Luis Mosca y Alberto Bensión en Uruguay. La insistencia en mantener vivo a este modelo a pesar de sus evidentes señales de vulnerabilidad, sólo se explica por tozudez ideológica, una forma particularmente dañina de la ceguera. Se hizo un pacto con el diablo y ha llegado el momento de entregar el alma.
La historia es sencilla: el capital financiero internacional necesitaba trasladar excedentes y buscaba para ello oportunidades seguras y rentables. A cambio del ingreso de capitales estos gobiernos acordaron, -Consenso de Washington mediante-, abrir escandalosamente sus mercados, desregularlos, dolarizarlos, estabilizarlos en términos de precios y de valor del dólar, y limitar los gastos del sector público. Pocos fueron los que se detuvieron a reflexionar acerca de las restricciones existentes para llevar adelante dicha política. Se eligió seguir la "receta" cayendo de paso en el voluntarismo más irresponsable.
Si fuera posible forzar la economía de acuerdo a la voluntad (ideológicamente preorientada) como lo hizo Fernando de la Rua, -"conmigo un peso igual un dólar"-, también se podría decretar cualquier otra relación favorable que nos viniese en mente. Estas políticas y estos voluntarismos no tienen buenos antecedentes. En 1968, el presidente uruguayo Jorge Pacheco Areco decidió frenar la inflación congelando precios y salarios: su experiencia terminó en terrorismo de Estado. En 1981, Gil Díaz decretó que el valor del dólar se adecuaría a un cronograma mensual predeterminado: la pirueta llegó a un fin estrepitoso, la traumática maxidevaluación de noviembre de 1982 y la posterior etapa recesiva. Recientemente, Cavallo pensó que sería sencillo echar mano a los depósitos bancarios y retener los ingresos salariales de la gente; tuvo que irse y dejó al país sumido en un caos financiero.
¿A quien le sirvió el modelo?
En Uruguay, en Argentina, y también en Brasil entre 1995 y 1998, se contó con la suficiente oferta de dólares proveniente del exterior para que el gobierno fijara su valor de canje por la moneda nacional, tan bajo como quisiese. El diablo cumplió con su parte. En ese sentido no hubo restricciones para fijar un dólar bien barato.
Pero más allá de los conocimientos de economía de cada quien, el sentido común indica que si el dólar es "barato" convendrá importar bienes en vez de fabricarlos en el país y que, en contrapartida, los compradores del exterior encontrarán caros los productos que les ofrecemos exportar. A cierta altura de la aplicación del modelo, no quedaron dudas: el atraso cambiario no regulaba la protección hacia un nivel razonable, sino que provocaba una desprotección lacerante. A pesar de la reconversión que tuvo lugar en muchas agroindustrias uruguayas, hoy todas padecen por falta de competitividad. Otras empresas ni siquiera realizaron el esfuerzo por reconvertirse porque se les inculcó que la competencia fácil con Argentina y Brasil iba a durar para siempre, dada la bondad intrínseca del modelo en aplicación en los tres países. De esta forma se vieron relegados los intereses del sector agropecuario y del sector industrial, antes tan ligados al poder económico. Tras ello el desempleo creciente.
En cambio, sectores vinculados al comercio y a los servicios, que por su naturaleza no estuvieron expuestos a la competencia desde el exterior, pudieron operar con precios altos en dólares y así se beneficiaron. En particular el comercio importador de bienes de consumo final tuvo una expansión que fue funcional al auge del crédito de la banca extranjera al consumo, el que operó con tasas de interés muy altas y en desmedro del crédito a la producción.
El "maldito" déficit fiscal no cayó del cielo
En este contexto, no demoró en configurarse un escenario pautado por la destrucción del aparato productivo, surgimiento de déficit con el exterior, acentuada recesión por aguda caída en el nivel de empleo y desestímulo a la inversión. A nadie debió extrañar que dicho escenario condujese inexorablemente a la reducción en las recaudaciones impositivas. Sin embargo, los cultores del modelo no se dieron por aludidos. Sólo empezaron a lamentar por la existencia de déficit fiscal, como si éste hubiese caído del cielo y lo convirtieron en el meollo del problema. Subsumieron toda la economía en la problemática fiscal, sin siquiera averiguar sus causas, cuando cualquier ciudadano con sentido común sabe que la recesión económica conspira contra el buen resultado de las recaudaciones impositivas.
La historia no oficial dirá que esta recesión se originó en la baja competitividad, la oficial, a su vez señala con el dedo al único malo de la película: el gasto público. Su óptica fuertemente ideologizada, impide a la coalición de gobierno en Uruguay ver la realidad. Convoca a los sectores productivos empresariales, arengando: ¡el enemigo es el Estado que gasta mucho por su fuerte presencia en la economía y por su burocracia! Y sobre esa premisa y con la misma (falta de) lógica, se continúa levantándose el edificio neoliberal: tan alto nivel de gasto lleva al aumento de la presión fiscal sobre la producción o al déficit. Ergo, se justifican las privatizaciones o ajuste del gasto social y/o el aumento de la presión fiscal sobre las capas bajas. Parece que de pronto las clases sociales nuevamente existen o renacen en la concepción neoliberal.
El dogma dice que el Estado "no debe gastar mucho en inversiones", lo cual además de ser una contradicción semántica, descarta neciamente la aplicación de políticas anticíclicas para enfrentar la recesión. Indica, asimismo, que se restrinja el gasto en el área social, sin reparar el daño en los programas de salud, educación, vivienda, etc. En Argentina, fue patético. Con la ley de "Déficit Cero" se llegó a extremos impensados. La prioridad se había establecido en el pago de los intereses de la deuda pública, relegando las inversiones y lo social. Esta concepción descarnada, que fuera especialmente apoyada desde Uruguay por el Partido Colorado, chocó violentamente con la restricción más importante de todas: la restricción social.
Es sorprendente, además, que todas las preocupaciones se dirijan al déficit fiscal, olvidando los déficit externos, que en la actual coyuntura uruguaya se agravarán. Por nuestra parte, como diferimos en el diagnóstico, no nos afiliamos a la cultura del ajuste fiscal permanente. Esta es como tirar agua fría en un recipiente con agua hirviendo, sin apagar el fuego en su base. En nuestra comparación, el agua hirviendo es el déficit fiscal, el fuego en su base es la falta de competitividad y el agua fría son las medidas de reducción del gasto público o de aumento de los impuestos, pudiendo llegar a la privatización de las empresas públicas. El caso argentino ilustra claramente lo que ocurre cuando el agua fría se termina.
El ministro Bensión calificó de voluntaristas nuestras propuestas incluidas en el plan de reactivación y emergencia social, que sin embargo mantienen plena vigencia en las actuales circunstancias. Pero ¿algo fue más voluntarista que el acuerdo del 9 de noviembre de 1999 entre el presidente Jorge Batlle y el ex presidente Luis Alberto Lacalle (en medio de la campaña para la segunda vuelta electoral)? En él se prometieron mejoras a diestra y siniestra, en medio de un déficit fiscal del cuatro por ciento del PIB. En buen romance, para ganar las elecciones comprometieron aumentos en el gasto público al mismo tiempo que proclamaban que no aumentarían más los impuestos ni devaluarían el peso uruguayo. A poco más de dos años del sonado episodio el gobierno de coalición no cumplió ni con la mitad de lo que prometió, implementó más de ocho impuestos nuevos, todos de carácter regresivo y además terminó devaluando la moneda.
La tenue línea entre la arrogancia y el fundamentalismo
Pero además de inconsistente y voluntarista, la política ha sido arrogante. Las propuestas alternativas fueron descalificadas, no con argumentos sino con adjetivos despectivos. Lo más parecido a un argumento fue la afirmación de que no se podían desviar un ápice del modelo porque era el único camino que la Academia (léase biblioteca neoliberal) validaba para el caso de la economía uruguaya. Fue lastimoso constatar como los hechos echaron por tierra las categóricas afirmaciones del ex presidente del Banco Central Humberto Capote, en el sentido de que la devaluación en Brasil sería rápidamente absorbida por la inflación y, por lo tanto, de nada había que preocuparse en Uruguay, no se perdería competitividad. Y a propósito, ¿quién habrá asesorado a Batlle para que, hace sólo dos meses, incitara a los uruguayos a endeudarse en dólares a largo plazo?
Aunque nunca fueron difundidos, deben haberse realizado profundos estudios para establecer científicamente que había que multiplicar por el mágico número dos, tanto el ritmo devaluatorio mensual como el ancho de la banda de flotación. Nos gustaría saber cómo se va a enfrentar el shock argentino con el gradualismo uruguayo, cuando la pérdida de competitividad respecto de Argentina tiene tres efectos inmediatos: fuerte disminución de ventas a ese país, pérdidas en la competencia con Argentina frente a terceros al exportar los mismos productos a los mismos mercados, y pérdidas en el turismo receptivo.
Uno puede no tener duda alguna sobre la capacidad y la honestidad intelectual de los asesores económicos de estos gobiernos de corte neoliberal. Pero conductas como las señaladas están revelando cuán hondo caló la idea del pensamiento único. Allí radica el toque ideológico. Como si nada fuese concebible fuera del esquema que impone el pensamiento neoliberal en el marco del mundo globalizado. Como si el único margen de acción para la política económica fuera su funcionalidad respecto de los intereses del capital financiero internacional. Pero de a poco nos vamos enterando que tamaña naturalidad sólo valía para Argentina y Uruguay. El resto de los países del mundo nunca aceptaron desproteger, al extremo de entregar, su mercado interno, nunca aceptaron desregular a riesgo de quedar expuestos al poder de las grandes corporaciones monopólicas o depredadoras del medio ambiente, nunca aceptaron equilibrar las finanzas públicas a expensas del gasto social imprescindible. Lo nuestro es triste y tiene un nombre: fundamentalismo neoliberal.
Cualquier salida implicará un duro precio
En suma, este modelo capitalista ha fracasado tanto o más como fracasó el modelo predecesor, caracterizado por succionar los ingresos por la vía de la inflación descontrolada. Actualmente, cualquier salida implica pagar un duro precio. Una devaluación gradual es insuficiente. Una devaluación abrupta provocará efectos adversos, que serán más dañinos cuanto menor sea la intervención del gobierno con medidas que traten de neutralizarlos o al menos atemperarlos.
En efecto, habría que pensar medidas que propendan a la desdolarización, a la revisión de la moneda de los contratos, a cambios en las políticas tarifarias, intervenciones en el mercado de trabajo y revisiones en la regulación bancaria en lo que atañe a créditos, adeudos y tasas de interés. De lo contrario, bajará el salario real, rebrotará la inflación, quebrarán empresas e instituciones financieras y, en suma, se ahondará la recesión. Serían costos imputables a la salida traumática del modelo, no al modelo alternativo de base productiva, aunque así lo quieran hacer aparecer.
Los cultores del modelo no están en condiciones de timonear un cambio
Cabe reconocer que Uruguay tiene una diferencia con respecto a Argentina, dada por su menor grado de deterioro en la situación económica, política y social. Pero convendrá también reconocer que no existen diferencias en cuanto a donde conduce el sendero por el que estamos transitando. Tenemos, eso sí, una desventaja adicional. Allá los principales responsables del modelo, como Carlos Menem, De la Rua y Cavallo, ya no están en el gobierno y ahora enfrentan el escarnio público. Otros, también responsables en su momento, al menos ahora hacen autocrítica. Del otro lado del Río de la Plata, los mismos que dijeron que no existía otra alternativa ahora tienen que aplicarla por la fuerza de los hechos. Los mismos que no tuvieron en cuenta las restricciones cuando aplicaron medidas de política económica, ahora tienen que administrar medidas en las que dijeron no creer, y encima en condiciones desventajosas. Los mismos que aplaudieron los ajustes permanentes en Argentina y los practican normalmente en Uruguay, serán los encargados de cortar la soga que ellos colocaron y todavía nos une al barco que se hunde.
Seguramente, en vez de buscar un conjunto coherente de medidas alternativas, no atinarán a otra cosa que no sea reducir el gasto o aumentar impuestos, o sea, a seguir tirando agua fría al recipiente hirviendo sin apagar el fuego debajo. ¿Debemos llegar entonces, como en Argentina, al lamentable choque con la restricción social para que comprendan que tienen dos opciones: irse o abrir el juego democrático hacia una política económica de Estado?
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Carlos Viera es economista, profesor en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de la República de Uruguay, asesor económico de empresas y cooperativas, dicta cursos en el Instituto Cuesta Duarte e integra por la Vertiente Artiguista la Comisión Integrada de Programa del EP-FA.
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