No. 123/124 - Enero/Febrero 2002
Argentina
El mejor alumno del FMI choca con la realidad
por
Luis Sabini Fernández
Argentina se ha convertido en tema de tapa de diarios o cobertura televisiva en todo el mundo. Centenares de periodistas han "invadido" el país, sobre todo la capital, que ha sido el epicentro de las movilizaciones que derribaron al gobierno de Fernando de la Rúa y condicionaron al gobierno de transición de Rodríguez Saa que finalmente también renunció. Con los interinatos de ley, el país pasó así por cinco presidentes en 11 días.
Lo primero que hay que decir es que para muchos recién llegados a Argentina sobreviene una especie de decepción, acentuada en el caso de los corresponsales que fueron trasladados desde "escenarios de guerra" a Buenos Aires. Porque Buenos Aires no es Kabul ni Sarajevo ni Groznik. Es que si se lo compara con semejantes lugares Argentina debería más bien ser identificada con los países de Europa Occidental. Recordemos que ni siquiera durante la llamada "Guerra de Malvinas" (1982) la sangre llegó a la ciudad. Los oficiales argentinos la concibieron como "una guerra de caballeros" (otro era "el estilo" con la población civil del país, pero ésa es otra historia). El Reino Unido ni siquiera amagó en momento alguno con bombardear ciudades argentinas. Los porteños vitoreaban las presuntas victorias militares que la dictadura les dosificaba a través de noticieros fraudulentos, sin el menor recaudo por la posibilidad de ser atacados.
Es así que en Buenos Aires no se vieron las secuelas desoladoras que se vieron en Beirut, Sarajevo, o se ven en Gaza. Tampoco ahora. Si uno observa más detenidamente se verá un MacDonald's destruido en pleno centro, locales diversos sobre todo bancarios con persianas bajas o con enormes mamparas donde suelen estar luminosas superficies vidriadas, las huellas en las veredas de cabinas telefónicas que todavía no han sido reemplazadas, pero poco más.
La movilización popular no ha sido incruenta. La sociedad que perdió la paciencia entre el 19 y el 20 de diciembre de 2001, brindó multitudes desarmadas, osadas y desafiantes y el gobierno no encontró mejor método para enfrentarlas que diezmarlas. Ese día y medio exigió más de 30 muertos, incontables heridos y detenidos. Las huellas de estos crímenes, empero, no perduran, ya no se ven en el registro televisivo días después de los hechos.
No sería raro que ahora, como algunos periodistas cuando el Mundial de Fútbol de 1978 desarrollado en Argentina en medio del terror generalizado pero sordo, vago, difuso, sin sangre a la vista, resuelvan dar crédito a sus ojos ciegos a la realidad compleja y decreten: ¡pero aquí no pasa nada! Las calles de la capital argentina están llenas de gente, la ciudad rebosa de taxis y comercios abiertos, y los bares y restaurantes tienen gente que come y que ríe. ¿De qué crisis están hablando?
Y sin embargo, cualquier observador que se detenga algunos días en el país observará algo distinto. La gente se reúne, se convoca por medios imperceptibles y se agrupan de a miles, a veces de a decenas de miles, sobre todo a la noche y a menudo llevando consigo cacerola y tapa para hacer audible la protesta. La población ha percibido su fuerza; se ha dado cuenta de lo que son juntos como sociedad, como fuerza colectiva. Han logrado derribar un gobierno; han condicionado el nombramiento de ministros en otro; y esa fuerza se ha constituido en memoria socialmente compartida.
Una crisis general
¿Cómo se ha llegado a esto? El país está viviendo una crisis que se ha ido agigantando con el tiempo. Una crisis en todos los aspectos imaginables; económica, política, moral, cultural. Una crisis que se ahonda de modo tal que uno siempre percibe el último año vivido como mucho peor al anterior. Y que ya sabe que al cabo del año que corre, sentirá otra vez esa misma sensación.
El tiempo del "reinado" de Carlos Menem, 10 años y medio, ha sido el período del vaciamiento, del socavamiento del país en todos los órdenes. Con el pretexto de llevar el país al Primer Mundo, se ve ahora cada vez más claramente, su incorporación plena al mundo de los pobres del planeta. Privatizando muchísimos servicios públicos, vendiendo propiedad estatal, cediendo el control de fuentes energéticas por unas pocas monedas, el país se ha quedado en muy poco tiempo sin los recursos y sin los ingresos.
Un ejemplo: la principal producción argentina, si así puede llamársela, es la exportación de petróleo crudo. Las regalías que retiene el Estado argentino son las más bajas de América Latina, 12 por ciento, cuando Colombia tiene el 18 y Venezuela había llegado al 51 por ciento. Ese 12 por ciento sufre, además, el descuento de los gastos de transporte y almacenamiento, algo que en general no se incluye en otros países. Y se cobra mediante un régimen de "declaración jurada", método preferido de María Julia Alsogaray, una de las líderes de las privatizaciones de los 90, que lo considera el único válido para evitar el intervencionismo estatal que para ella es antesala de comunismo, y que se basa en "la competencia interempresaria".
El país quedó así sin economía propia; el país fue usado como playa de maniobra y desembarco de multitud de proyectos macroempresarios transnacionales: que se llevan energía, que depositan basura, que extraen plusvalía del campo.
El país quedó sin tierras. Porque la contrarreforma agresiva que se lleva adelante desde hace por lo menos una década, es decir la expulsión de agricultores, se ha hecho en beneficio de una concentración de tierras a favor de grandes propietarios nacionales y sobre todo extranjeros, ingresados desde "el mundo global" (concretamente, fondos de pensión de origen norteamericano). Gran parte de lo producido en el campo vuela en forma de retornos a la sede matriz de Monsanto, en Saint Louis, Missouri, el principal laboratorio mundial en varios rubros (plásticos, agroquímicos, transgénicos), gracias a su "paquete tecnológico" para cultivos mediante ingeniería genética, de los cuales Argentina es el segundo exportador mundial, tras Estados Unidos.
El país se ha quedado sin política ni políticos, travestidos durante la década menemista con espectáculo y frivolización televisiva. Pero sobre todo porque abandonaron toda función política. Porque el menemismo se caracterizó por ceder siempre y totalmente a la voluntad del amo: jamás una transacción, siempre "relaciones carnales" como con descaro los propios menemistas las bautizaron.
Por lo mismo, el país quedó sin moneda; el peso argentino fue durante una década una sombra del dólar. La manifiesta falsedad de esa relación terminó estallando en las manos de los últimos equipos de gobierno.
Análogamente el país fue vaciado de policía, jueces, inversores, cuerpos administrativos públicos. Todo eso estaba de nombre, pero la policía constituye una verdadera mafia y sus puestos claves se cotizan como en bolsa; los jueces hacen como que enjuician pero, designados por el poder político, no son sino su brazo ejecutor; los inversores han devenido especuladores que "invierten" en la calesita financiera, casi nunca en la producción; todas las oficinas del Estado, salvo las de seguridad, han sido desmanteladas.
Toda esta fachada de país, como los telones de Potemkin en la Rusia zarista, empezaron a fallar. El 2001 pareció marcar el límite para la fantasía de país que Menem fabricó. La desocupación alcanzó niveles récord, más de un 20 por ciento, y si se tuviera en cuenta la desocupación parcial o encubierta, las cifras fácilmente se duplicarían. Y el dinero empezó a escasear.
El hambre asomó como convidado de piedra en más y más mesas de argentinos. Un fenómeno prácticamente inédito, al menos con el alcance actual (se estima en 14 millones a los argentinos por debajo de la línea de pobreza que es sumamente exigua, sobre un total de 36 millones de habitantes; casi 40 por ciento del total).
El gobierno decidió el 3 de diciembre de 2001 suspender los retiros de los bancos alegando que si la gente se seguía llevando el dinero, el sistema bancario iba a colapsar. Mientras, se aguarda el resultado de un pedido de informes de un diputado a la Policía Aeronáutica, a la Dirección de Aduanas y a otras reparticiones del estado argentino por el destino de 258 camiones de caudales arribados al aeropuerto de la capital el último día hábil antes del cierre bancario. Ese "traslado" se estima en muchos miles de millones de dólares. El periodismo no complaciente ha publicado una lista de un centenar de millonarios o empresas que han retirado unos 35.000 millones de dólares en los días previos a la prohibición de retirar dinero de los bancos (dos hechos que podrían estar perfectamente unidos).
La prohibición de retiro de dinero de los bancos desmembró, deshizo los circuitos comerciales y productivos de menor cuantía: cuanto más pequeña la operación, mayor el perjuicio (porque se continuó operando, mal que bien, en los bancos con tarjetas de débito y de crédito; sólo que hay medio país, por lo menos, la mitad pobre, que no cuenta con tales recursos ni financieros ni administrativos).
Los trabajadores por cuenta propia, los comerciantes ambulantes, los artesanos, los pequeños servicios locales, fueron así los más perjudicados.
Comienzan los saqueos
Pocos días después aparecieron las primeras protestas, reclamando siquiera los pocos billetes que hasta entonces permitían comer. Por el 10 de diciembre empezaron los primeros saqueos, todavía tímidos y muy concentrados en conseguir pasta o carne. La policía los reprimió sin dificultad y sin violencia. Pero el clima se iba enrareciendo. La falta de circulante agravaba el tema de la supervivencia. El 19 de diciembre registró 200 saqueos. Y el número, la participación de gente y el cansancio hicieron lo suyo para que estos saqueos tuvieran otro tono. La gente, rotos los diques en su conciencia, cansada de tanta indiferencia, amplió los saqueos a todo lo imaginable. Empezó otro tiempo, otro clima. Con gente dedicada al saqueo como oficio o como desquite.
Cuando se desataban los saqueos, el gobierno reaccionó como suelen hacerlo todos los gobiernos que anteponen la propiedad a la vida: represión para los que violaran el orden. El hambre podía esperar, el orden, no. Sobrevino el estado de sitio.
Como a esa altura las fracciones peronistas ahondaban sus diferencias y las que tenían con los radicales mientras empezaban a saborear "la herencia", procuraron evitar que las fracciones opositoras siguieran echando leña al fuego con los saqueos. Porque algunas fracciones peronistas estimularon los saqueos, como salvavidas de plomo para el gobierno de la inopia de De la Rúa y actuaron como los "carapintadas" en 1989, cuando "ayudaron" a renunciar a Raúl Alfonsín, el presidente que había conciliado con ellos y los había defendido de la furia popular. Estas "ayudas políticas", presencia de militantes organizados y mejor equipados que los pobladores desesperados, no ha sido incruenta por cierto: en 1989 se estimó en una veintena los muertos en los saqueos en todo el país; esta vez fueron otra vez cerca de una veintena (más la decena asesinada en las manifestaciones callejeras, sobre todo alrededor de Plaza de Mayo, la plaza histórica del país).
Lo que ni peronistas ni radicales imaginaron que a la instauración del estado de sitio surgiera una respuesta extrapartidaria que barrió las calles, al gobierno, a las direcciones políticas y gremiales oficiales e hiciera incluso frente a la represión que fue, guardando su mejor tradición, brutal. Esta "invasión" del espacio público lo hizo gente de las más diversas capas sociales, trabajadores, desocupados, jubilados, estudiantes, munidos de cacerolas. La capital se vio traspasada así por cientos de miles de manifestantes. En otras ciudades pasó algo similar.
La decisión del gobierno de autorizar a matar (autorización que la policía apenas si necesita) no hizo sino agravar las cosas. Ni siquiera los que resultaron a la postre 32 muertos en esos dos días logró arredrar a la población. Primero deslastraron al gobierno de la figura del tecnócrata Domingo Cavallo, el verdadero cerebro de todas las medidas económicas. Pero ya no alcanzaba: el pueblo ya tenía bastante de la inepcia culpable, de la complicidad manifiesta de De la Rúa con lo peor del sistema que, diseñado por la dictadura militar y forjado por Menem, ha destrozado al país.
El saldo fue el que ya señalamos, de sensación de poder, de poder efectivo que las multitudes experimentaron luego de una década de ficción política que había enervado la energía colectiva y la había hecho naufragar innumerables veces. Esa sensación que tuvo la gente de que el gobierno se vino abajo como un castillo de naipes. No es poca cosa.
También se confirmó una vez más que el aparato represivo sigue intacto, como en el "mejor" momento de la dictadura militar, con sus mismos métodos, con la misma complicidad de los elencos políticos complacientes.
Un futuro incierto
La situación dista de haber mejorado. Lo único que ha bajado es la presión, porque la renuncia de De la Rúa descomprimió una situación intolerable. La renuncia de Rodríguez Saa vino por añadidura, tal vez más bien como fruto de la situación interna peronista. Porque el peronismo, que rechazó la invitación de De la Rúa cuando les propuso un gobierno conjunto, ha procurado heredarlo todo. Pero el peronismo no existe. Hay casi tantos peronismos como aspirantes a jefes. Es preciso recordar que algunos ajustes de cuentas entre peronistas han sido sangrientos y, por lo mismo, cuando uno escucha decir al presidente Eduardo Duhalde que retroceder un escalón nos lleva a "un baño de sangre", no puede entender la imagen de otro modo que literalmente.
Curiosamente el país acaba de pasar por una situación parcialmente comparable con los saqueos producidos por la hiperinflación de 1989. Entonces porque la moneda se desvanecía entre las manos, ahora porque no llega ni siquiera a las manos. En 1989 por la desaparición del valor de la moneda; en el 2001 por la desaparición física de la moneda, de sus billetes. La diferencia sustancial es que la situación actual fue zanjada por la gente en las calles y la de 1989 por los economistas en sus escritorios, instaurando una moneda espejo del dólar tras una devaluación de cuatro ceros.
Las demandas actuales son muy diversas porque los sectores afectados por el alcance actual, inédito, de la crisis, también lo son. Los "piqueteros" lucharon durante años por volver a ser incluidos, eonómicamente. No contaron con demasiado apoyo. Fue una lucha sectorial más en el alborotado panorama nacional. Los saqueos provinieron en gran medida de esos sectores (con o sin apoyo político).
Los cacerolazos responden al crac financiero que afecta sobre todo a las otrora inmensas capas medias argentinas. Son una reacción ante el inminente empobrecimiento que ven en su futuro; o ante la recién conseguida neopobreza, que lógicamente rechazan. Son la reacción ante la escasez y las privaciones que llegan sobre todo a través de la desocupación. Pero abarcan incluso a capas medias que ven perder pequeños privilegios cotidianos que el menemismo precisamente les otorgó como minoría, y exclusivamente como tal. Por eso las imágenes muestran a veces a señoras de clase media protestando, bloqueando las calles, es decir haciendo "piquetes" y diciéndole al periodista y al camarógrafo de algún canal: "¡Mire que no somos piqueteras!"
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