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Tema de tapa


No. 123/124 - Enero/Febrero 2002

Argentina

La erupción de un modelo Centro de Estudios Legales y Sociales

El sistema de organización social y económica imperante en la Argentina durante los últimos 25 años hizo eclosión durante los días 19 y 20 de diciembre de 2001, en las jornadas más trágicas que recuerda el país desde el retorno del sistema democrático en 1983. La profunda crisis económica, política y social que atraviesa el país dio origen a un estallido social signado por la presencia de sectores sociales diversos.

Miles de individuos, en forma organizada o anárquica, salieron a las calles con objetivos probablemente heterogéneos. Sin embargo, compartían una común sensación de repudio hacia el gobierno de la Alianza encabezado por Fernando de la Rúa y hacia la clase política en general.
La clase media de la Ciudad de Buenos Aires se autoconvocó y manifestó su descontento frente al Congreso Nacional y la Casa de Gobierno al son de "los cacerolazos". Mientras tanto, en la provincia de Buenos Aires y en varias ciudades del interior del país, se multiplicaron los saqueos a supermercados por parte de ciudadanos insatisfechos en sus necesidades alimentarias básicas.

El resultado político-institucional de estas manifestaciones sociales de protesta y desesperación fue la renuncia del ministro de Economía, Domingo Cavallo, y posteriormente, cuando la situación se tornó insostenible, la del propio presidente.

El estallido social y las manifestaciones cívicas espontáneas que se reprodujeron en todo el territorio nacional revelaron las demandas legítimas de los sectores populares, afectados por las continuas políticas de ajuste y la profundización de la exclusión social. Desde hace años, esta situación obtiene como única respuesta la sistemática represión y criminalización de las protestas.

La ausencia de una reacción institucional rápida y adecuada a los reclamos populares ha puesto en peligro la vigencia del estado democrático de derecho, y precipitado el final del gobierno de Fernando de la Rúa que, en un gesto de absoluta incapacidad, sólo atinó a decretar en forma inconstitucional el estado de sitio.

En las calles del país, las consecuencias fueron trágicas: se cuentan hasta principios de enero de 2002 alrededor de 30 muertos, y al menos 54 heridos de bala en la Ciudad de Buenos Aires. Además, se registraron alrededor de 4.500 detenciones. Los actos de violencia se desataron en el marco del estado de emergencia decretado por un gobierno que ofreció la represión indiscriminada como única reacción frente al descontento social.

La brutal represión que costó la vida de varias personas y produjo cientos de heridos no puede explicarse a partir de excesos aislados sino de una tarea sistemática y prolongada. En modo alguno las acciones de grupos violentos justifican el comportamiento brutal de quienes tienen como misión institucional hacer respetar la ley y proteger los derechos de los ciudadanos.

La renuncia de Fernando de la Rúa dio paso –según mandato constitucional– a la elección por la Asamblea Legislativa (ambas cámaras del parlamento), de Adolfo Rodríguez Saa, perteneciente al Partido Justicialista (peronista) y gobernador de la provincia de San Luis. El mandato de Rodríguez Saa se extendería hasta la realización de nuevas elecciones en marzo de 2001. Sin embargo, el apoyo político –en particular de su propio partido– que hizo posible su elección fue evaporándose a medida que transcurrían los días de su gestión. Por su parte, sectores sociales medios –nuevamente autoconvocados– volvieron a expresar su repudio frente a la elección de personajes altamente cuestionados y sospechosos de corrupción para puestos claves del gobierno. La permanencia de Rodríguez Saa en el máximo cargo ejecutivo se hizo entonces insostenible y la renuncia obligada.

Dos días después se convocó nuevamente a la Asamblea Legislativa, que eligió a Eduardo Duhalde, también perteneciente al Partido Justicialista, como nuevo presidente, el 1 de enero de 2002, hasta completar el mandato del renunciante Fernando de la Rúa en diciembre de 2003.

Considerando estos antecedentes, no hay duda de que la agenda de la transición del actual gobierno deberá, a fin de evitar que se frustren las expectativas sociales, responder a las demandas de cambio expresadas dramáticamente por la sociedad. Resulta indispensable la derogación de las normas palmariamente inconstitucionales dictadas por el gobierno saliente, tales como la prohibición de disponer libremente de los depósitos bancarios, y la ley de déficit cero y sus normas reglamentarias –que implicaron reducciones de salarios, jubilaciones y partidas de planes sociales. Es evidente que el quiebre de la legalidad ocasionado por estas normas tienen una directa relación con el descontento social que acelerara la crisis.

El tratamiento de la cuestión social debe ocupar un espacio preponderante en la agenda de la transición. Las nuevas políticas económicas deben decidirse sobre la base del consenso político y teniendo en cuenta en forma prioritaria a vastos sectores de la población, que viven actualmente en emergencia alimentaria. Ninguna medida económica es viable si no puede ser sostenida en términos sociales. Las políticas públicas que se implementen deben apuntar a combatir la pobreza, abandonando la perspectiva asistencialista, para avanzar en la redistribución del ingreso y el respeto estricto de los derechos sociales. Los hechos recientes demuestran que la recuperación de la ciudadanía social es condición esencial para la vigencia del estado democrático de derecho. El gobierno debe adoptar medidas dirigidas inequívocamente a hacer efectivas las obligaciones asumidas en virtud de la ratificación del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y a hacerlas valer frente a los organismos multilaterales de crédito como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y éstos, a su vez, respetarlas.

En las situaciones extremas, la protección de los derechos humanos exige profundizar la democracia.

Ajuste y represión

En el quinto año consecutivo de recesión económica, Argentina soporta un crecimiento continuo de la población por debajo de las líneas de pobreza e indigencia, a la vez que la brecha entre ricos y pobres se acrecienta a pasos agigantados. Desde las estructuras gubernamentales se ha insistido en aplicar planes económicos caracterizados por la brutal reducción del gasto público y el consecuente recorte de las funciones esenciales del Estado. De esta forma, las políticas implementadas durante los últimos dos años no han hecho sino incrementar la brecha señalada y aumentar la cantidad de población en situación crítica.

A modo de ejemplo, al mes de mayo de 2001 se registraba un índice del 32,7 por ciento de pobres en Ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires (3.959.000 personas) y un 10,3 por ciento de indigentes (1.247.000 personas), según estadísticas oficiales. En este sentido, si proyectáramos estos datos a todo el país, la pobreza alcanzaría a más de 15 millones de personas, equivalente al 41 por ciento de la población.

A ello debe agregarse la insuficiencia de los planes sociales implementados, que además han sido objeto de permanentes recortes en el marco del proceso de ajuste descripto, a lo que se le suma la distribución clientelar y poco transparente.

Dentro de esta lógica debe entenderse el aumento de la población con problemas laborales. En la actualidad, la tasa de desempleo continúa en franco aumento, situándose en el 18,3 por ciento, mientras que el subempleo asciende al 16,3 por ciento. Con respecto a octubre de 2000, hay 505.000 desocupados más (en promedio 1.400 desocupados por día), por lo que 4,8 millones de personas (sin incluir a la población rural) tienen problemas de empleo.

Idéntico proceso se verifica con relación a los trabajadores no registrados. Según datos del Ministerio de Trabajo, el 41,1 por ciento de los asalariados (3.744.497 personas) trabaja en la clandestinidad, circunstancia que los sitúa fuera del sistema de seguridad social.

Este proceso de precarización de los derechos sociales se ha dado al amparo de un proceso paralelo de concentración de la riqueza en una pequeñísima porción de la sociedad. Muchos indicadores permiten apreciar cómo a medida que la gran mayoría de los argentinos se empobrecen, una pequeña fracción se enriquece sostenidamente.

Esta tendencia se ha profundizado ininterrumpidamente en la última década, llevando a que Argentina se encuentre entre los primeros 15 países del mundo que tienen la peor distribución de la riqueza, y encabece la tabla con la peor desigualdad social entre los países de economías con niveles de vida relativamente altos.

Teniendo en cuenta las mediciones de los últimos 25 años –pero con particular intensidad a partir de mediados de la década del 90- se pulverizaron los ingresos de la gente de menores recursos a tal punto que el 20 por ciento de la población más rica, que en 1974 ganaba 7,8 veces más que el 20 por ciento más pobre, ahora percibe 14,6 veces más. Según la consultora Equis, la distancia de 14,6 veces entre ricos y pobres es la peor brecha de desigualdad en la distribución de los ingresos de la que se tiene ingreso estadístico, superando incluso a las registradas en las ondas hiperinflacionarias de los años 1989 y 1990 y durante la crisis del Tequila en 1995.

Paradójicamente, la respuesta estatal durante el año 2001 se orientó a profundizar la situación descripta con un mayor ajuste en el gasto público, a la vez que reprimió sistemáticamente las voces que se alzaron en contra de las consecuencias del plan económico.

La ley de déficit cero

En julio de 2001, la ley 25.453, llamada de déficit cero, modificó sustancialmente la dinámica de la utilización de los fondos públicos, sucediéndose a partir de entonces numerosos recortes presupuestarios que han afectado tanto al gasto social como a la totalidad de las jubilaciones, pensiones y salarios de los empleados públicos.

Estos últimos sólo se abonan en la medida que existen fondos suficientes en las arcas públicas, por lo que el gobierno se ha facultado para rebajar unilateralmente, y sin derecho a contraprestación alguna, las jubilaciones y los salarios de la totalidad del sector público, lo que redunda en una profundización de la recesión económica y en un aumento de los niveles de pobreza e indigencia.

Adicionalmente, debe repararse en que la situación descripta corresponde a los trabajadores dependientes del Estado Nacional, mientras que la situación en las provincias reviste mayor gravedad. En numerosas provincias (Buenos Aires, Jujuy, Tucumán, Entre Ríos, Río Negro, entre otras), donde la principal fuente de trabajo es el empleo público, se han combinado medidas de reducción salarial con el pago en letras de tesorería –bonos– que no poseen el valor de moneda de curso legal, y que se cotizan a un valor inferior al nominal, lo que ha redundado en una sustancial disminución de la calidad de vida de los ciudadanos afectados.

Con relación al gasto social, el sistema de déficit cero ha implicado un recorte brutal en la asignación presupuestaria destinada a los programas sociales cuyo objeto es mitigar, al menos en parte, las carencias padecidas por los sectores más vulnerables de la población. Ello ha afectado a programas alimentarios, sanitarios y de ayuda social, destinados a brindar cobertura a población con necesidades básicas insatisfechas.

El proceso de ajuste estructural también afectó el derecho a la salud, provocando que numerosos sectores debieran recalar en el hospital público, el que a su vez se encuentra condicionado por la falta de insumos e infraestructura originada en los recortes presupuestarios practicados en el sector público.

La provisión de medicamentos es deficiente, y por momentos vedada, para grandes sectores de la población, particularmente los enfermos de VIH/SIDA y los jubilados y pensionados. Con relación a estos últimos, la Obra Social que les brinda cobertura médica, se encuentra en un virtual estado de cese de prestaciones, por lo que alrededor de tres millones personas mayores, han quedado o podrían quedar en la práctica sin cobertura médica alguna.

La criminalización de las protestas

Frente a las diversas manifestaciones de descontento popular que canalizan la frustración y la desesperanza de los más carenciados frente al deterioro de la situación socioeconómica, y la retracción en la vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales, el gobierno continuó con su práctica de reprimir y perseguir penalmente a los manifestantes, actividad que ha culminado con centenares de procesados, heridos de gravedad y con varias muertes en diversos lugares del país. El círculo de retracción en la vigencia de los derechos sociales cierra únicamente con el actuar represivo del Estado.

En junio de 2001, durante una nueva manifestación popular de importancia en la ciudad de General Mosconi, provincia de Salta, perdieron la vida dos personas. Durante esos sucesos el Estado reprimió ilegítimamente a los participantes de la protesta, sometió a proceso penal a muchos de sus actores, aun cuando sus acciones encontraban amparo en el derecho de petición y de expresión. Hasta ahora no se ha investigado diligentemente las lesiones y muertes provocadas por el accionar estatal durante la represión.

El punto culminante de este espiral represivo se vivió los días 19 y 20 de diciembre, en las jornadas más trágicas que recuerda el país desde el retorno del sistema democrático en 1983.

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Informe elaborado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Argentina para la edición 2002 de Control Ciudadano/Social Watch.






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