Nº 170 - marzo/abril 2007
El programa nuclear de Irán: ¿realidad o ficción?
por
Garth le Pere
En lugar de demonizar a Irán por su programa de energía nuclear, las principales potencias deberían hacer el máximo esfuerzo por mantener el diálogo y procurar una solución negociada.
El actual debate sobre las ambiciones nucleares de Irán ignora importantes antecedentes históricos. Tales antecedentes pueden rastrearse hasta la década del cincuenta cuando, con un fuerte respaldo de Estados Unidos, Irán comenzó a desarrollar tecnología nuclear. Para 1975, el secretario de Estado Henry Kissinger había celebrado un acuerdo de cooperación nuclear con Irán por el cual empresas estadounidenses venderían a ese país equipos por más de 6.000 millones de dólares. En ese entonces, la producción de petróleo de Irán ascendía a seis millones de barriles al día, frente a cuatro millones en la actualidad.
En 1976, el presidente Gerald Ford ofreció a Irán la oportunidad de comprar y hacer funcionar una planta de reprocesamiento de plutonio. A pesar de los riesgos de proliferación, este acuerdo preveía un ciclo completo de combustible nuclear, tendente a construir no solo una sólida industria de energía nuclear, sino también a completar un contrato por miles de millones de dólares por el cual Teherán se abastecería de grandes cantidades de plutonio y uranio enriquecido, dos vías para el desarrollo de armas nucleares. Un Irán nuclearizado, con una frontera común de 3.200 kilómetros con la Unión Soviética, era visto como un amortiguador importante contra el avance comunista en Medio Oriente y como un freno más al nacionalismo árabe, que Estados Unidos veía como una amenaza potencial a la seguridad de Israel.
Punto de inflexión
La Revolución Islámica de 1979, que derrocó al sha Mohamed Reza Palevi, cambió radicalmente las relaciones entre Irán y Estados Unidos y marcó un punto de inflexión en la cooperación internacional y la participación estadounidense en el desarrollo iraní de tecnología nuclear. Esta cuestión se tornó muy politizada, precisamente porque la República Islámica declaró abiertamente su intención de continuar y profundizar el programa nuclear utilizando combustible fabricado en el país, y mantener una agenda ambiciosa para la creación de un reactor de energía nuclear y tecnologías relativas al ciclo del combustible nuclear. De hecho, Irán ya había pagado a Estados Unidos por combustible y tecnologías nucleares, de acuerdo con contratos firmados antes de la revolución. Pero Estados Unidos no le entregó ninguno de ambos, ni le devolvió los miles de millones de dólares que había recibido. Asimismo, Alemania, que también había recibido miles de millones de dólares a cambio de dos instalaciones nucleares en Bushehr, se negó a exportar más equipos a Irán y a reembolsarle los fondos.
Pese a la presión de Estados Unidos y al oprobio internacional, Irán siguió adelante con el desarrollo y la adquisición de tecnología nuclear. Su programa actual consiste en varios sitios de investigación, una mina de uranio, un reactor nuclear e instalaciones de procesamiento de uranio que incluyen una planta de enriquecimiento de este mineral.
El gobierno iraní ha defendido enérgicamente su derecho a desarrollar su capacidad de generación nuclear con fines pacíficos. En un artículo publicado el 6 de abril de 2006 en The New York Times, titulado “We do not have a nuclear weapons Programme” (No tenemos un programa de armas nucleares), Javad Zarif, embajador de Irán ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), escribió: “Irán tiene gran interés en fortalecer la integridad y autoridad del Tratado sobre la no proliferación (de armas nucleares). Ha estado a la vanguardia de los esfuerzos para lograr la universalidad del tratado. La adhesión de Irán al régimen de no proliferación se basa en compromisos jurídicos, cálculos estratégicos serios y una doctrina espiritual e ideológica. El ayatolá Alí Jamenei, líder de la República Islámica, ha emitido un decreto contra el desarrollo, la producción, la acumulación y el uso de armas nucleares”.
Esta declaración va en sentido contrario a las sospechas de Occidente acerca de las verdaderas intenciones nucleares de Irán. Una Evaluación Nacional de Inteligencia realizada en 2005 en Estados Unidos estimó que a Irán le faltaba una década para desarrollar armas nucleares. Este hallazgo se basó principalmente en las instalaciones de conversión de Esfahan y las centrífugas de Natanz. Las sospechas de Occidente se vieron alimentadas también por la construcción en Irán de misiles de mediano y largo alcance. Para Estados Unidos, Europa e Israel resultó especialmente preocupante la capacidad del misil balístico Shahab-3, con un alcance de 1.300 kilómetros, de portar ojivas nucleares.
Desde el derrocamiento del sha en 1979 y la instalación de un régimen islámico revolucionario, la diplomacia estadounidense hacia Irán ha sido antagónica y coercitiva. Las tensiones se exacerbaron cuando el presidente George W. Bush incluyó a Irán en el “eje del mal” junto con Irak y Corea del Norte. Además, parece que el cambio de régimen en Teherán se ha transformado en una especie de objetivo mesiánico para el mandatario estadounidense.
Mientras, el vicepresidente Dick Cheney ha declarado que el experimento nuclear de Irán invita a la imposición de “medidas importantes”, y la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, acusó a Irán de ser “el banquero central” del terrorismo en Medio Oriente. Esto es sintomático de la profunda desconfianza y enemistad entre Teherán y Washington, y de cómo cada uno tiene una visión maniquea del otro: Estados Unidos es “satán”, mientras que Irán es “el mal”. En estas circunstancias, es útil considerar el entorno en que Irán emprendió su desarrollo de tecnología nuclear.
Dimensiones históricas y el Tratado de no proliferación
Las armas nucleares llegaron a tener un papel fundamental en el cálculo estratégico de las potencias mundiales, y su valor de disuasión es un elemento vital en la doctrina que ha dado forma al equilibrio mundial de poder, especialmente durante la guerra fría. Después de la Segunda Guerra Mundial, los países que se transformaron en las principales potencias adquiririeron rápidamente capacidad nuclear: Estados Unidos en 1945, la Unión Soviética en 1949, Gran Bretaña en 1952, Francia en 1960 y China en 1964. Estas potencias nucleares son los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU.
El espectro de la proliferación nuclear, la frágil disuasión entre Estados Unidos y la Unión Soviética y sus consecuencias para la paz mundial resultaron en la negociación y la firma del Tratado sobre la no proliferación de armas nucleares en 1968, que entró en vigor dos años después, y adquirió el estatuto permanente en 1995, en la Conferencia de Revisión y Extensión del Tratado de No Proliferación, en Nueva York. Además de regular la proliferación, el tratado tiene otras dos funciones importantes: promover el desarme entre las potencias nucleares, mediante la reducción y liquidación de sus arsenales, y proteger el derecho inalienable de sus signatarios de desarrollar la tecnología nuclear para fines pacíficos, pero en condiciones vigiladas, que dificultan el desarrollo de armas nucleares.
La Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) custodia, en nombre de la ONU, el cumplimiento de la letra y el espíritu del Tratado de ho proliferación por parte de sus 188 signatarios. Pero el acuerdo está amenazado. Países no signatarios, como India y Pakistán, se transformaron en potencias nucleares confirmadas en 1998, Corea del Norte se retiró del tratado en 2003, y en general se cree que Israel tiene capacidad nuclear desde 1968. Bajo la presidencia de Saddam Hussein, Irak trató de adquirir capacidad nuclear, pero su infraestructura embriónica fue destruida en 1981 por un ataque preventivo de Israel y después por la coalición encabezada por Estados Unidos durante la operación Tormenta del Desierto, en 1991.
Desde 2000, la atención internacional se volcó a Irán y a Corea del Norte, supuestamente involucrados en actividades clandestinas de desarrollo de armas nucleares. Aunque sus programas nucleares funcionan bajo una penumbra de incertidumbre, no hay duda de que sus aspiraciones son influidas por una aversión instintiva a la presencia militar de Estados Unidos en sus respectivas regiones, así como por una búsqueda de prestigio y respeto internacional.
Iran, Estados Unidos y la realpolitik
La desconfianza y el enfrentamiento entre Estados Unidos e Irán por el programa nuclear de este último se relacionan con tres factores. En primer lugar, durante la guerra Irán-Irak (1980-1988), precipitada por una disputa por el control del río Shatt-al-Arab, Estados Unidos no solo no condenó la agresión de Irak sino que brindó al régimen de Saddam Hussein apoyo político y militar activo para ayudarle a triunfar. En segundo lugar, el régimen islámico de Irán se siente constantemente amenazado por Estados Unidos e Israel. Esta percepción de amenaza aumentó con la victoria de la coalición encabezada por Estados Unidos en la Guerra del Golfo (1991), la invasión de Afganistán después del 11 de setiembre de 2001, y la ocupación de Irak en 2003. En tercer lugar, cuando comenzó a acelerar su programa nuclear en 1988, Irán invitó a Estados Unidos y a países europeos a ayudarle a construir y desarrollar reactores nucleares. Ante el rechazo de esta invitación, Irán pidió ayuda a Rusia, que aceptó el pedido por razones económicas y geopolíticas, pese a la firme oposición de Washington.
En 2005, en un discurso ante la Asamblea General de la ONU, el entonces presidente iraní Muhammad Jatami extendió otra invitación a los sectores públicos y privados de Occidente a ayudar a Irán a desarrollar su programa nuclear civil. Esta invitación también fue rechazada. En agosto de 2005, Irán reanudó la conversión de uranio en la planta de Esfahan, y en abril de 2006 el presidente Mahmoud Ahmadinejad anunció que Irán había enriquecido uranio con éxito, a nivel de 3,5 por ciento, en una cascada de 164 centrífugas.
Esta capacidad a escala de laboratorio no debe equipararse a una capacidad a escala industrial, que requiere la operación sostenida de centrífugas alineadas en cascadas con miles de máquinas, y todavía dista mucho del 93 por ciento necesario para fabricar armas nucleares. A pesar de estos hechos bien conocidos, el anuncio de Ahmadinejad hizo que Estados Unidos desplegara toda su paranoia acerca de la posibilidad de que Irán completara el ciclo de combustible nuclear, cuando Rice afirmó que el Consejo de Seguridad de la ONU debería adoptar “medidas enérgicas” para cambiar la conducta de Irán.
Demanda de energía
Irán considera que la energía nuclear es un medio para modernizar y diversificar su suministro de energía, dado que sus grandes reservas de petróleo se agotarán dentro de siete a nueve décadas. Sus reservas de crudo se estiman en 137.000 millones de barriles, equivalente a 11,6 por ciento de las reservas mundiales. Además, tiene 29 billones de metros cúbicos de gas natural, o 15,3 por ciento de las reservas mundiales.
Sin embargo, debido a la duplicación de la población de Irán a 70 millones desde 1979, la demanda de energía creció exponencialmente. Además, el país tiene una gran dependencia del petróleo y el gas, de cuyas exportaciones obtiene 80 por ciento de sus divisas y 45 por ciento de su presupuesto anual. Estados Unidos no tiene en cuenta este cálculo racional. Los mulás de Teherán y el supuesto fundamentalismo antioccidental son su anatema.
Parte del problema es que Estados Unidos tiene una larga historia como “policía nuclear del mundo”. Ha utilizado con éxito su influencia económica y diplomática para persuadir a países como Belarús, Kazajstán, Ucrania y Libia de que abandonaran sus programas de armas nucleares. Después del 11 de setiembre de 2001, Estados Unidos puso su mira en los “países renegados” y sus “clientes terroristas” para negarles acceso a materiales nucleares y armas de destrucción masiva. Para Irán, este “apartheid nuclear” es hipócrita, dado que Washington tiene una postura mucho más conciliatoria hacia Corea del Norte, cuenta con la colaboración de un Pakistán nuclearizado en la “guerra contra el terrorismo” y ha manifestado su disposición a ayudar a India en la producción civil de energía nuclear.
Pero, sobre todo, lo que indigna a Irán es la asimetría nuclear en Medio Oriente: Estados Unidos ha adoptado una actitud permisiva hacia Israel, que según diversas estimaciones cuenta con 200 ojivas nucleares, un gran arsenal químico y biológico, y una formidable fuerza convencional. Las relaciones entre Estados Unidos e Irán han empeorado desde que Ahmadinejad asumió la presidencia en agosto de 2005, con el objetivo nacionalista de obtener respeto para Irán y no ceder ante los caprichos de Washington, así como promover sus ambiciones nucleares como forma de autoafirmación nacional.
Si los países occidentales desean convencer a Irán de que la opción nuclear es una locura, deben demostrarle que estará en mejores condiciones económicas y estratégicas sin la bomba nuclear. Según el argumento liberal, la creciente interdependencia económica actúa como freno cuando los países desean adoptar políticas exteriores riesgosas. Por consiguiente, el aumento de la integración económica y política internacional constituye un poderoso incentivo para que los países observen y se adhieran a normas internacionales. Irán no es la excepción, y de hecho su política nacional desde el fin de la guerra de 1988 con Irak ha sido blanco de reclamos populares de mayor pluralismo y transparencia. Además, el consejo consultivo encabezado por el ex presidente Alí Rafsanjani, un político más moderado y pragmático, tiene ahora nuevos poderes de supervisión sobre las tres ramas del gobierno.
Por lo tanto, pese a la enorme influencia de la teocracia conservadora y a la elección de Ahmadinejad como su nuevo representante, Irán es una sociedad mucho más abierta que la de sus vecinos árabes, y es probable que su población joven siga reclamando más libertad y liberalización política, especialmente porque la economía iraní está hoy mucho más vinculada con el sistema mundial que en 1979. La decadencia económica resultante de la guerra con Irak y las sanciones de Estados Unidos hicieron absolutamente necesaria una reforma estructural que incluyera la liberalización del comercio y los tipos de cambio, una mayor regulación impositiva y de las inversiones, y la concesión de licencias a bancos privados y empresas de seguros. Por lo tanto, las grandes potencias disponen de todos los incentivos para dejar de aislar a Irán y en cambio mantener y ampliar un diálogo con ese país.
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Garth le Pere es director ejecutivo del Institute for Global Dialogue (IGD), con sede en Sudáfrica.
Este artículo es un extracto de otro publicado en la revista Global Dialogue, setiembre de 2006.
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