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Tema de tapa


Nº 169 - enero/febrero 2007

Washington versus Pyongyang: ¿guerra o diplomacia?

por John Feffer

La combinación de posiciones intransigentes, discursos enérgicos y firmes medidas de contención del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha servido para acelerar el programa de armas nucleares de Corea del Norte, en lugar de promover la desnuclearización de la península de Corea. Lamentablemente, es improbable que el revés sufrido por el gobernante Partido Republicano en las elecciones de mitad de período cambie las cosas.

En los últimos seis meses, Corea del Norte se ha esforzado mucho por llamar la atención mundial. En julio lanzó misiles y en octubre trató de transformarse en el último miembro del club nuclear con un ensayo atómico. Como resultado, se ganó la condena internacional, la crítica de China, su más estrecho aliado, y sanciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Finalmente, después de reuniones bilaterales con representantes de Estados Unidos negociadas por China, Corea del Norte fue noticia otra vez al aceptar el retorno a las conversaciones de seis partes para desnuclearizar la península de Corea.
Pese a todos estos esfuerzos, la cuestión norcoreana no pesó demasiado en las elecciones de mitad de período en Estados Unidos. Los estadounidenses estaban preocupados por escándalos nacionales y por la guerra en Irak. Según encuestas previas a los comicios, la mayoría de los ciudadanos creían que Estados Unidos debía dialogar con Irán y Corea del Norte sin precondiciones. Pero después del anuncio de que regresaría a las negociaciones multipartitas, Corea del Norte casi se esfumó del debate público en Estados Unidos.
Estos factores -la prueba nuclear, la decisión de regresar a la mesa de negociaciones y el claro repudio demostrado en las elecciones hacia la política exterior del gobierno de George W. Bush- deberían alterar la dinámica de las relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte. Con capacidad nuclear declarada, Corea del Norte parece estar en una posición negociadora más fuerte. La administración Bush parece avanzar hacia un arreglo negociado. La sustitución de Donald Rumsfeld por el realista Robert Gates al frente del Pentágono podría ser otra señal de progreso en las relaciones bilaterales.
Pero todos estos cambios, por drásticos que sean, podrían no marcar demasiada diferencia en la política de Estados Unidos hacia la península de Corea. De hecho, dado el permanente temor del Partido Demócrata a parecer débil en cuestiones militares, los próximos dos años podrían ofrecer más de lo mismo de parte de Washington: posiciones intransigentes, discursos enérgicos y firmes medidas de contención.

Orígenes de la política estadounidense

Hace seis años, cuando Bush asumió la presidencia de Estados Unidos, Corea del Norte no manifestaba pretensiones de integrar el club nuclear. Sus instalaciones de reprocesamiento de plutonio estaban congeladas. En los últimos tiempos del gobierno de Bill Clinton, Pyongyang incluso estaba dispuesto a negociar la renuncia a su programa de misiles.
Pero Bush inmediatamente revirtió el enfoque de Clinton. En lugar de seguir la vía diplomática, decidió ignorar a Pyongyang, en la esperanza de que el régimen comunista norcoreano cayera, como cayeron los de Polonia, Rumania y Alemania Oriental. Pero Corea del Norte ya había sobrevivido al colapso de la Unión Soviética, su socia comercial, y a varios años de hambruna a mediados de los años noventa. Por lo tanto, se afirmó en sus talones para resistir la táctica de contención de Estados Unidos. El gobierno de Bush decidió entonces presionar un poco más, y en 2002 incluyó a Corea del Norte, junto con Irak e Irán, en el “eje del mal”, una lista de países candidatos a un cambio de régimen.
Cuando resultó evidente que la indiferencia y el insulto no lograban mover al aislado país de Asia oriental, la administración estadounidense lo acusó de enriquecer uranio, siguiendo así un segundo camino para la fabricación de una bomba nuclear. Esto provocó el colapso del Acuerdo Marco de 1994 y la reanudación de una gran crisis. Además, Washington acusó a Pyongyang de falsificación y lavado de dinero, e inició una campaña para clausurar todas las conexiones financieras norcoreanas con el mundo exterior.
Sin embargo, Corea del Norte no dio señales de derrumbe. Para 2003, en ausencia de un golpe de Estado en Pyongyang, la administración Bush debía demostrar que no permanecía pasiva mientras Corea del Norte descongelaba sus plantas de reprocesamiento de plutonio y construía a toda máquina un arsenal nuclear. La mínima sospecha de la presencia de armas de destrucción masiva en Irak sirvió para justificar su invasión. ¿Y todo lo que Washington podía hacer con Corea del Norte era insultarla? Así nacieron las conversaciones de seis partes, un esfuerzo multilateral que involucraba a las dos Coreas, China, Rusia, Japón y Estados Unidos. Un grupo notable de diplomáticos se reunía para hablar, pero no para negociar. Guiado por el vicepresidente Dick Cheney, el gobierno de Bush consideraba cualquier negociación significativa con Corea del Norte -y la perpectiva de cualquier acuerdo serio- como una prolongación de la vida del régimen norcoreano. El Departamento de Estado tenía la rienda corta. Washington se negaba a negociar de manera bilateral, que era la forma preferida por Pyongyang.
El problema de la estrategia de las conversaciones inconducentes era que no satisfacían a Corea del Norte. Con su economía bamboleante y su población desnutrida, Pyongyang quería un acuerdo. Y lo único que tenía para negociar -o que el mundo creía que tenía- era un programa nuclear.

Bombas norcoreanas

En un principio, Corea del Norte desarrolló un programa nuclear para adquirir una fuente independiente de energía y depender menos de las importaciones soviéticas y chinas. Sin embargo, a medida que su economía comenzó a deteriorarse, sus fuerzas militares convencionales empezaron a rezagarse significativamente con respecto a las de Corea del Sur. Las armas nucleares parecían entonces la manera de mantener un equilibrio estratégico. Y cuando desapareció la protección militar de la Unión Soviética, surgió un tercer motivo para el desarrollo del programa nuclear.
Después que Estados Unidos lanzó varias estrategias de cambio de régimen en los años noventa (Serbia) y durante el gobierno de Bush (Afganistán, Irak), el valor disuasivo potencial del programa nuclear norcoreano aumentó. La prueba nuclear es la consecuencia lógica de la política de Corea del Norte en los últimos cuatro años. Aceleró el programa nuclear para disuadir ataques de Estados Unidos, pero también necesitaba una moneda de cambio para obtener prestigio, efectivo y mercancías. Congeló su programa nuclear por el Acuerdo Marco de 1994, pero probablemente conservó cierto plutonio reprocesado y así inició un programa encubierto y muy rudimentario de enriquecimiento de uranio. Cuando el acuerdo se derrumbó en 2002, Pyongyang cambió de táctica y declaró que tenía bombas atómicas, para fortalecer su capacidad de disuasión y aumentar su poder en la mesa de negociaciones. Pero la administración Bush no tenía ánimo de negociación. Por lo tanto, Pyongyang puso fin a su moratoria autoimpuesta en julio pasado. Y cuando resultó evidente que no lograría negociar bilateralmente con Estados Unidos, subió su apuesta una vez más con una prueba nuclear.
El ensayo fue para la comunidad internacional una señal de que Corea del Norte se resiste a no ser respetada, a que su soberanía sea atropellada y a sufrir un ataque militar frontal. Pero también sirvió a varios propósitos internos.
El personal del complejo nuclear norcoreano (científicos, militares, representantes del gobierno) tiene importantes intereses en la finalización del proyecto. Como señaló George Perkovich en su libro India’s Nuclear Bomb, el equipo que desarrolla armas nucleares no es simplemente un grupo de técnicos que puede activarse o desactivarse por capricho del gobierno. El complejo nuclear desarrolla poder político dentro de todo el sistema de gobierno. Ante la tarea de crear una bomba debe tener éxito o pierde ese poder. Una prueba atómica se traduce en gratificaciones y promociones, y en consolidación del poder político dentro del sistema.
¿Pero realmente Corea del Norte probó una bomba? No hay una respuesta segura. Probablemente el ensayo no haya sido más que una prueba infructuosa de un arma pequeña. Sin embargo, desde el punto de vista de Pyongyang, la percepción externa es más importante que la realidad. Lo que desea es prevenir un ataque. Si logra disuadir a Estados Unidos y otros países solo con cavernas subterráneas vacías (como Kumchang-ri en 1998) o con la mera apariencia de un arma nuclear creíble, mejor aún.

Atacar o no atacar

El gobierno de Bush ha insistido en mantener todas las opciones sobre la mesa, aunque el Pentágono dejó claro que un ataque militar contra Corea del Norte provocaría importantes represalias y una guerra que podría matar hasta 600.000 norcoreanos, 300.000 surcoreanos y hasta 100.000 soldados estadounidenses. El Pentágono también admitió que tendría grandes dificultades para eliminar las instalaciones nucleares dispersas en Corea del Norte. Además, los costos económicos de la guerra serían astronómicos. Por razones militares, económicas y políticas no tiene sentido que el gobierno de Bush lance un ataque contra ningún país en este momento. Pero lamentablemente, el gobierno ignoró los consejos de los jerarcas del Pentágono a la hora de atacar Irak, y podría volver a hacerlo con Corea del Norte.
Si la opción militar no está realmente sobre la mesa, la administración Bush se está quedando sin opciones. Lanzó una nueva serie de sanciones y pretende que se inspeccione todos los cargamentos que entren o salgan de Corea del Norte, pero Pyongyang está acostumbrada al aislamiento, aunque no lo disfrute. El régimen de Kim Jong Il soportó la hambruna durante años, y quizá considere que puede sobrevivir a dos años más de indiferencia de Washington.
Para algunos miembros de la administración Bush, la prueba nuclear es causa de celebración. El clan de Dick Cheney se regocija ante la creciente brecha entre Corea del Norte y China, la política exterior y militar más agresiva de Japón, y los esfuerzos de Corea del Sur por involucrar al Norte. La prueba nuclear es el mejor argumento que ese grupo puede esgrimir para afirmar que la diplomacia ha fracasado. La ampliación de la amenaza norcoreana obra maravillas sobre el Capitolio y los aliados de Estados Unidos cuando se trata de impulsar el gasto militar y la defensa antimisiles.
Pero la reciente prueba nuclear no ha anulado la opción diplomática. Pyongyang ha reiterado su disposición a negociar. No tiene muchas opciones. Un arma nuclear no puede alimentar a su pueblo ni reconstruir sus fábricas. La cuestión es si Estados Unidos, con un nuevo Congreso, estará dispuesto a negociar.

Dialogar o no dialogar

La prueba nuclear de Corea del Norte fue una señal muy visible del fracaso de la estrategia de la administración Bush. Mientras los dedos de los conservadores apuntaban en muchas direcciones -a Clinton por negociar un tratado supuestamente defectuoso, a Corea del Sur por promover una política de apaciguamiento, a Beijing por no presionar lo suficiente a Pyongyang, y a Corea del Norte por su comportamiento temerario-, el gobierno tenía dificultades para explicar cómo su política de insultos, indiferencia y “más que contención” podía mejorar la situación.
Después del ensayo nuclear, Washington impulsó rápidamente sanciones de la ONU, aunque tuvo que ceder en la redacción del texto para obtener el apoyo de Rusia y China. Mientras se preparaba para aplicar estas sanciones, el gobierno de Bush mostró cierto grado de flexibilidad hacia Pyongyang. En primer lugar, autorizó reuniones cara a cara, con China como mediador, que condujeron a la decisión de Corea del Norte de retomar las negociaciones multipartitas. En segundo lugar, parece estar en cierne un acuerdo sobre las sanciones financieras, y el Departamento del Tesoro aceptó entablar negociaciones bilaterales directas con Pyongyang, paralelamente a las multipartitas.
Bien podría ser que la administración Bush hubiera orquestado el acuerdo con Corea del Norte para mejorar su imagen en materia de política exterior antes de las elecciones de noviembre. Pero independientemente de la motivación, la situación está dada para otra ronda de conversaciones y los demócratas están en inmejorables condiciones para hacer que la atención del Congreso vuelva a los asuntos de seguridad. Si las negociaciones de seis partes flaquean, los demócratas impulsarán rápidamente negociaciones bilaterales, ya sea en forma paralela o separada. Cuando se iniciaron en 2003, las conversaciones multipartitas se concentraron en recongelar el programa nuclear norccoreano a cambio de diversos beneficios políticos y económicos. Ahora, en cambio, las conversaciones deben concentrarse en problemas nuevos: las restricciones financieras impuestas en el otoño boreal de 2005, la nueva ronda de sanciones de la ONU, y los nuevos avances del programa nuclear norcoreano. Aun si todas las partes están igualmente comprometidas para alcanzar un acuerdo, la sola dimensión y la complejidad de los problemas convierten a las negociaciones en un desafío diplomático.

¿Una nueva política estadounidense?

En mayo de 2003, sesenta y siete por ciento de los estadounidenses estaban satisfechos con el lugar de Estados Unidos en el mundo, según una encuesta de Gallup. Pero los resultados de un sondeo del Programa sobre Actitudes Políticas Internacionales (PIPA) publicados poco antes de las elecciones del 7 de noviembren revelan un cambio radical de posición: sesenta y ocho por ciento de los estadounidenses están ahora insatisfechos con la posición de Washington en el mundo. La política exterior fue una gran piedra en el zapato del gobierno y varios candidatos del Partido Republicano hicieron todo lo posible para distanciarse de la política de sus líderes poco antes de las elecciones de mitad de período.
El opositor Partido Demócrata planea avanzar rápidamente sobre varias cuestiones clave de política exterior, incluso la presencia militar de Estados Unidos en Irak y el cambio climático. Sin embargo, no es probable que Corea del Norte esté en la lista de prioridades. Primero, porque el Congreso no ha tenido gran influencia en la política hacia ese país en los últimos cinco años. Durante el gobierno de Clinton, el Congreso controlado por los republicanos obstaculizó el cumplimiento del Acuerdo Marco. Pero bajo el gobierno de Bush, el Congreso dejó de concentrarse en asuntos nucleares para dedicar su atención a cuestiones de derechos humanos. El drama de la política estadounidense hacia Pyongyang se centró en conflictos entre el Departamento de Estado y la oficina del vicepresidente. Los congresistas eran meros espectadores, al menos en materia de seguridad.
Una semana antes de la prueba nuclear de octubre, disgustado ante la falta de influencia de Washington sobre Corea del Norte, el Congreso aprobó una norma que obligó al gobierno a designar un coordinador político para asuntos norcoreanos antes de mediados de diciembre. De ese coordinador dependería en gran medida la política hacia Corea del Norte en los dos años siguientes. A fines de los años noventa, William Perry fue un mediador apto entre la administración Clinton y un Congreso escéptico. Si la administración Bush está dispuesta a reevaluar honestamente su política hacia Pyongyang podría designar un diplomático igualmente hábil para esa función.
Aun si el gobierno nombra un coordinador diestro, los congresistas demócratas tendrán mucho cuidado. Con la mira puesta en las próximas elecciones presidenciales, no propondrán ninguna política que reduzca sus posibilidades de triunfo. Y serán especialmente sensibles a las acusaciones de “debilidad” en materia de defensa, no proliferación y terrorismo. Este temor ha predispuesto a los demócratas a adoptar políticas duras hacia Corea del Norte. Clinton casi inició una guerra con ese país antes de que interviniera el ex presidente Jimmy Carter, en 1994. Hillary Clinton y John Kerry adoptaron también un discurso duro, arguyendo que la administración Bush ignoró una amenaza real en Corea del Norte por ir tras una amenaza imaginaria en Irak. William Perry, Ashton Carter y Walter Mondale también apoyaron un ataque preventivo contra las instalaciones nucleares de Corea del Norte. Dado que los demócratas se exponen a ser acusados de debilidad por promover la retirada de Irak, es posible que quieran contrarrestar eso con una posición más dura en otras partes del mundo. Y como Corea del Norte es un objetivo fácil, sería el blanco lógico. Por lo tanto, el cambio de liderazgo en el Congreso no significará un cambio importante en la política hacia Corea del Norte. “No habrá un cambio repentino”, declaró el representante demócrata Tom Lantos después de los comicios. Republicanos y demócratas “comparten básicamente los mismos objetivos”, dijo.

¿El regreso del realismo?

Mucho se habla en Washington sobre el regreso del realismo al timón de la política exterior estadounidense. Con la ida de Rumsfeld y algunos radicales del Congreso, se especula con que la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, pueda reafirmar los valores de la diplomacia en los dos últimos años del mandato de Bush. Pero a juzgar por la sustitución de Rumsfeld por Robert Gates, el realismo no reinará pronto en Washington. Aunque se asocia a Gates con voces pragmáticas como la de Brent Scowcroft, fue junto con Dick Cheney uno de los halcones más duros del gobierno de Bush. Tanto Gates como Cheney promovieron una línea dura para los cambios de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética. Gates proporcionó el respaldo de inteligencia para la invasión militar de Estados Unidos en Panamá y también es conocido por haber manipulado informes de inteligencia para que llegaran a determinadas conclusiones políticas, característica que comparte con Rumsfeld.
Dada su visión de que la Unión Soviética era esencialmente mala, es probable que Gates se vincule filosóficamente con promotores del cambio de régimen de la administración Bush, aun si apoya de palabra las negociaciones con Corea del Norte. Probablemente cuente con el apoyo de los demócratas más radicales. Y con la pérdida electoral de voces moderadas clave, como las de Jim Leach y Curt Weldon en la Cámara de Representantes, y la de Richard Lugar en el Senado, pocos republicanos aconsejarán una postura sensata hacia Corea del Norte.
De la misma forma que los demócratas pudieron contar con una coincidencia de hechos para dominar la Cámara de Representantes y el Senado, los negociadores de las conversaciones multipartitas bien podrían aprovechar una serie de circunstancias felices para lograr un avance decisivo. Pero en vista de que un radical reemplazó a Rumsfeld, que los demócratas temen ser tildados de “apaciguadores” y que Corea del Norte no está dispuesta a renunciar a su única moneda de cambio hasta que el resto del mundo retroceda algunos pasos no es nada seguro que en los próximos dos años se reviertan los errores de los últimos cinco.

----------- John Feffer es editor de The Future of US-Korean Relations y autor de North Korea, South Korea: US Policy at a Time of Crisis. También es codirector de Foreign Policy in Focus y director de asuntos mundiales del International Relations Center.






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