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Tema de tapa


No. 129/130 - Julio/Agosto 2002

Operación Uruguay o cómo coronar un peón

por Carlos Abin

La gigantesca y oportuna ayuda proporcionada a Uruguay no es gratuita. Habrá que devolver lo recibido en préstamo y cumplir muchas otras condiciones. Pero el objetivo real está un poco más allá y es mucho más ambicioso.

Los hechos resultan inexplicables desde una óptica estrictamente local. El resultado acumulado de una política económica ciegamente persistente en el error -inspirada en la ideología neoliberal del equipo de gobierno e instigada con unción religiosa y certidumbre dogmática desde los organismos financieros internacionales, en particular el Fondo Monetario Internacional (FMI)-, los efectos de la devaluación brasileña de 1999 y el "contagio" de la reciente debacle argentina, condujeron a Uruguay a la mayor crisis de su historia. Mientras el aparato productivo se ha arruinado como consecuencia de la apertura indiscriminada, cunde el desempleo, nuevos y crecientes sectores de la población caen en la pobreza, y la recesión alcanza su cuarto año consecutivo, el derrumbe del sector financiero –la niña mimada de los equipos económicos de los últimos años- pone el punto final a un proceso notablemente fracasado.

En ese contexto, Uruguay recibe una ayuda internacional que alcanza a los 3.800 millones de dólares, cifra exorbitante si tenemos en cuenta la población del país, las dimensiones de su economía o cualquier otro indicador responsablemente seleccionado, y sobre todo, sus posibilidades de repago. En el peor momento, cuando la corrida de ahorristas y depositantes empujaba velozmente al sistema financiero a una quiebra generalizada, y la coalición de gobierno manoteaba locamente en busca de una solución; cuando con todo y el cambio de ministro y directores de la autoridad monetaria esa coalición continuaba exhibiendo una significativa incapacidad para manejar la situación, apareció "milagrosamente" la intervención personal y "salvadora" del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, reafirmando el respaldo a Uruguay, presionando al FMI para adelantar fondos de ayuda y aumentar ésta otorgando 800 millones de dólares extra y como si fuera poco- autorizando un "préstamo puente" para que el dinero (un total de 1.500 millones de dólares) llegara rápidamente a Uruguay, en tiempo hábil para el salvataje.

El viernes 2 de agosto Uruguay vivió el clímax de estos episodios. A temprana hora de la tarde, las calles de la ciudad fueron quedando desiertas, en medio de la incertidumbre más absoluta acerca de lo que estaba sucediendo y, sobre todo, lo que podía llegar a suceder. El feriado bancario -vigente desde el martes 30 de julio- había dejado a mucha gente sin dinero, impidió el cobro de salarios para una buena parte de la decreciente población activa y alimentó una sensación de inseguridad nunca antes experimentada. La percepción de la ineptitud del liderazgo político por parte del público, el temor generalizado a un défault "a la argentina", los rumores de saqueos a almacenes y supermercados, y un clima de depresión, nerviosismo y angustia dolorosamente palpable entre la gente, compusieron un panorama de indisipable oscuridad. Fueron suspendidas espontáneamente las funciones de muchos cines y teatros y hasta un partido de fútbol de la primera división.

La caldera llegaba al punto de ebullición. Entonces, la intervención inesperada de George W. Bush, convenientemente "personalizada", -exhibida como un gesto de respaldo al país, pero fundamentalmente como un ademán de amistad hacia el presidente Jorge Batlle-, y adecuadamente manejada por los medios y por la embajada de Estados Unidos -que efectuó dos conferencias de prensa- arrojó un resultado complejo: el Poder Legislativo -atropellado de mala manera por la presión ambiente- trabajó horas extra en el fin de semana para aprobar un proyecto de ley "imprescindible", que albergaba el principio del fin de la banca pública local y daba cumplimiento al compromiso de liquidar a los bancos "en dificultades". Como, según la versión oficial, este hecho habilitaba la liberación de los fondos, conocida la aprobación de la ley un tímido alivio comenzó a difundirse y la tensión descendió.

Pero hay otros resultados, inevitablemente mucho peores: Uruguay ha quedado endeudado desde el punto de vista financiero y económico, hasta el paroxismo. Es obvio que ha quedado endeudado también desde el punto de vista político en la arena internacional. Muchos creen percibir incluso una "deuda moral" con Estados Unidos y con su presidente en particular, habida cuenta de la forma en que se produjo, y sobre todo cómo fue presentada, la "solución". Y quién sabe qué otras deudas ocultas quedaron al cobro, líquidas y exigibles y de las que tendremos noticias a la brevedad.

Ahora bien, ¿cómo explicar la desmesura y la celeridad de la ayuda? ¿Cómo entender la intervención personal del presidente estadounidense? ¿Es Uruguay tan valioso? ¿Qué tiene para ofrecer? O, más crudamente, ¿qué se le puede sacar? No disponemos de datos demasiado precisos, pero podemos aventurar algunos cálculos.

En primer lugar, ayudar diligentemente a Uruguay mientras se abandona a Argentina a su suerte permite reforzar el discurso dominante: Uruguay es "inocente y serio", lo que implica todo un juicio insólitamente positivo a favor de las políticas económicas ruinosas de las últimas décadas, rabiosamente sostenidas en los últimos años contra toda evidencia: el neoliberalismo queda libre de culpas. Inversamente, Argentina es "culpable e irresponsable". Ergo: el FMI queda a salvo de cualquier acusación. El sistema internacional muestra su generosidad y vuelve a erigirse en la garantía de la seguridad de sus afiliados más fieles, esquivando la imputación de ser la causa final de todas estas desgracias.

En segundo lugar, toda esta operación repercute en la vida interna de Uruguay: la coalición de gobierno -portaestandarte de la inocencia y la seriedad- es la garantía final que hace posible la generosidad del sistema internacional y el gobierno estadounidense; la oposición de izquierda es, inversamente, sospechosa de irresponsabilidad: insiste en la necesidad de las políticas de reactivación, de la inversión productiva, de la expansión de las políticas sociales y -¡pecado entre los pecados!- del gasto público destinado a implementar medidas anticíclicas. A dos años de las próximas elecciones, y cuando esa izquierda suscita el apoyo de prácticamente la mitad del electorado, aquellas conclusiones pueden ser muy oportunas para dar aire a la derecha.

En tercer lugar, hay precios que Uruguay todavía no ha pagado, fundamentalmente gracias a la resistencia sindical y política, y a la impotencia oficial para llevar adelante un proceso rápido de privatizaciones, frenado y desalentado una y otra vez por una población que se niega a permitir el desmantelamiento del Estado. Las "joyas de la corona" siguen en manos de ésta: UTE (empresa estatal de electricidad), OSE (empresa estatal de agua potable y saneamiento), Antel (empresa estatal de telecomunicaciones), el Banco de la República (Banco estatal que compite directamente con la banca comercial), el Banco Hipotecario (banco estatal que realiza préstamos para compra o construcción de viviendas) y lo que pueda restar de Ancap (empresa estatal refinadora de petróleo y combustibles). A ellas se agrega toda el área de servicios (correos, seguros, servicios profesionales, el sistema de salud, la enseñanza y una larga serie de etcéteras) sin olvidar la legislación en materia de patentes y derechos de propiedad intelectual.

Si bien la antecedente es la lista casi completa de lo que a Uruguay "le queda" -para malvender, desregular o entregar-, las dimensiones de su economía y de su pequeño mercado sugieren que todos estos trofeos no son, ni pueden ser, por sí mismos y su relativo valor, la causa determinante del salvataje. Por cierto, toda esa lista y algunas cosas más revistan desde hace años en las Cartas de Intención suscritas con el FMI, que ahora está en condiciones de ejercer una presión duplicada para lograr sus objetivos, para mayor honra y gloria de las corporaciones multinacionales que terminen quedándose con el botín. No será fácil, pero hay ahora condiciones "más favorables" para atemorizar a la población y, en ancas de la incertidumbre o la angustia, alcanzar la meta de quebrar la "irracional" resistencia popular a la enajenación del patrimonio del Estado.

En cuarto lugar, el alineamiento internacional de Uruguay -que ya ha dado evidencias de estar mutando a marchas forzadas con la moción de condena a Cuba en el seno de las Naciones Unidas y la ulterior ruptura de relaciones con ese país- seguramente continuará y acelerará su proceso de cambio en la peor dirección. Obligado y constreñido por la portentosa ayuda recibida -y expectante o proclive a nuevas sumisiones por la posibilidad de tener que pedir más- Uruguay será en adelante un respaldo seguro para las políticas del Departamento de Estado norteamericano. Que nadie se extrañe si mañana apoya alguna de estas medidas de acaecimiento eventual: un bombardeo a Irak, la profundización del Plan Colombia, la intervención solapada en el proceso electoral brasileño, alguna acción o sanción en perjuicio de Venezuela o cualquier emprendimiento delirante en la guerra universal contra el terrorismo.

Todo lo cual previsiblemente es mucho para Uruguay, pero no suficiente para los intereses de Estados Unidos en el área. El objetivo más importante en esta serie de episodios -hoy centrados en Uruguay, pero inocultablemente referidos a la región- se sitúa en Brasil.

El desbarajuste argentino y las dificultades brasileñas aseguran en la práctica el quiebre -o la postergación por tiempo indefinido, que es lo mismo- del proyecto Mercosur. Los intereses fundamentales de Estados Unidos en la zona apuntan a evitar la consolidación de cualquier bloque regional con eje en Brasil que pueda constituirse en un agrupamiento que, por su poderío económico, el volumen de su población y sus posibilidades políticas se torne en un aliado dudoso o condicional, un rival relativo o un promisorio conglomerado económico, político y aún militar que ponga en entredicho la hegemonía estadounidense en su "patio trasero", bloquee el desarrollo del "Plan Colombia" u obstaculice cualquiera de las políticas que el Departamento de Estado pretenda llevar adelante en América del Sur.

Brasil ha dado señales persistentes y continuadas a lo largo del tiempo de su pretensión de liderar la región -sus dimensiones y potencialidades hacen plausible tal política-; también ha resistido la implantación del Area de Libre Comercio de las Amércias (ALCA), ha tenido fuertes arrestos autónomos, sabe negociar como nadie entre nosotros y es un miembro valioso de cualquier alianza.

El próximo 6 de octubre se celebrarán las elecciones presidenciales en Brasil y el panorama está aún bastante indefinido. Lo que está claro, en todo caso, es que ninguno de los candidatos con posibilidades reales de alzarse con la victoria es afín a los intereses de Estados Unidos, ALCA incluido. Y entre ellos -todavía liderando las encuestas- Luis Inacio Lula da Silva aparece como la alternativa más peligrosa. Con la situación política argentina en estado de labilidad extrema, el crecimiento de la izquierda en Uruguay y las perspectivas de la elección brasileña por ahora inquietantes para el gobierno estadounidense, la intervención activa en la región a través de los condicionamientos económicos y los constreñimientos políticos parece una línea de acción "cantada". Dejar caer a Uruguay -luego de la caída argentina- sería una pésima señal. "Salvar" al país "más barato" -el salvataje, con ser enorme desde el punto de vista uruguayo es insignificante comparado con los requerimientos de sus vecinos- parece una decisión inteligente y necesaria. Lo contrario sería un índice irreversible del fracaso del sistema, capaz de alentar salidas políticas de signo fuertemente opuesto al esperado o necesitado. Permitir a Uruguay escapar del infierno tan temido, mientras se sigue dejando de lado a Argentina y se prodiga una ayuda acotada e insuficiente a Brasil, parece colocar a este último ante la disyuntiva de plegarse al rebaño o terminar también abandonado a su suerte. Uruguay es la prueba -falsa pero prueba al fin- de que la fidelidad y la complacencia pagan dividendos, al menos en la medida necesaria para alejarse razonablemente del desastre. La ayuda a Uruguay es una señal que ejerce presión y condiciona genéricamente a Brasil. De una manera u otra incidirá en su proceso electoral.

Entre tanto, George W Bush ha obtenido la autorización para el fast track, la vía rápida para las negociaciones comerciales en la región. En setiembre tendrá lugar en Quito la Quinta Reunión Ministerial del ALCA, y queda la impresión de que el horizonte se va despejando para alcanzar el acuerdo. Chile juega sus cartas y ha sido cooptado para contribuir a este proceso: no en balde son chilenos exclusivamente los funcionarios del FMI que monitorean la reestructura del sistema financiero uruguayo. Uruguay -entre la "amistades presidenciales" (Batlle-Bush), la afinidad del presidente con los intereses de Estados Unidos y las necesidades crecientes de abrir nuevos mercados para su magra producción-, será seguramente un apoyo firme en el progreso hacia la consolidación del futuro tratado. Argentina no tiene margen de maniobra y su única opción será acoplarse, quiéralo o no -decisión que, además, no se sabe quién puede adoptar legítimamente en ese país-, y Brasil, cercado, amenazado por la crisis regional y sus propias dificultades, irá quedando cada vez más solo y cada vez más débil para intentar jugar sus cartas en pro del liderazgo regional y la autonomía, cualquiera sea el alcance o el significado de ésta.

Pero esto no es todo, pues está en juego otra cuestión esencial para el sistema: el libre flujo de capitales. Salvar el sistema financiero uruguayo obligándolo a reestructurarse en beneficio de los bancos transnacionales con la consecuente reducción drástica de la banca pública, conduce a la reconfiguración de una sólida -bien que más pequeña y totalmente extranjerizada- banca off shore, herramienta de primera magnitud para impedir cualquier intento de controlar el libre flujo de capitales en la región. Uruguay tiene 980 quilómetros de frontera terrestre con Brasil, lo que incluye tres ciudades binacionales: Rivera-Livramento, Chuy-Chui y Río Branco, ciudades en donde la frontera es una línea pintada en medio de una calle, o un puente breve como ocurre en el caso de la última nombrada. Es muy fácil contrabandear dinero desde Brasil hacia Uruguay y prácticamente imposible controlarlo. Ya ha ocurrido durante años con el oro. Cualquier intento de entorpecimiento a la circulación de capitales que pudiera emprender un gobierno progresista en Brasil naufragaría en tierra, gracias a los mil y un agujeros que perforan la frontera común. Otro tanto podría decirse de Argentina, de la que en general nos separa un río que se atraviesa en pocos minutos de navegación, y con la que nos unen tres puentes internacionales.

No sabemos en qué condiciones llegará Uruguay al proceso electoral del 2004. Pero es claro que, si logra el triunfo, la izquierda uruguaya deberá gobernar en un marco de condicionamientos, endeudamiento y restricciones que limitarán terriblemente sus posibilidades de acción. El escenario entrevisto no es alentador, pero a pesar de todo, en mares hostiles y con vientos adversos, "es necesario navegar".






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