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No. 129/130 - Julio/Agosto 2002

La expansión de la crisis argentina

por Ariela Ruiz-Caro

Las recientes convulsiones económicas en varios países latinoamericanos, especialmente en Uruguay y Brasil, han desterrado la idea del Fondo Monetario Internacional (FMI) y sectores del gobierno de Estados Unidos de que la apocalíptica crisis en Argentina se expandería a la región.

Brasil sufrió una fuerte salida de capitales que provocó un fuerte aumento en la cotización del dólar, y en Uruguay no se pudo contener la fuga de depósitos que se redujeron en los primeros seis meses del año en un 45 por ciento, y a que las reservas internacionales pasaran de un nivel de más de 3.000 millones de dólares a menos de 600 millones.

Los motivos de la crisis brasileña son múltiples, aunque la enorme presión de los vencimientos de la deuda externa e interna que hacen necesarios obtener recursos por 50.000 millones de dólares durante el próximo año, es determinante. Este factor afectará a cualquiera de los gobiernos que asumirán luego del proceso electoral de octubre. En el caso de Uruguay, en cambio, el fenómeno ocurrido tiene una relación directa con la falta de confianza de los ahorristas argentinos, muchos de los cuales tenían un porcentaje importante de colocaciones en la plaza uruguaya.

Con razón, el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), César Gaviria, había calificado algunas semanas atrás de "poco constructiva y bastante peligrosa" la posición del gobierno estadounidense frente a la crisis argentina, debido a que si no se producía una salida ordenada de la misma, el contagio sería enorme en los demás países latinoamericanos.

En realidad, el contagio tardó en llegar a los sistemas bancarios porque se inició con la reducción de la inversión extranjera directa en la región. La Comisión Económica para América latina y el Caribe (Cepal) anunció que la crisis argentina derivaría en una recesión global en toda la región, la cual registraría un crecimiento de apenas 0,8 por ciento. Países como Brasil y Chile han debido ajustar a la mitad o menos sus expectativas de crecimiento para este año.

En ese sentido, la extensión de la crisis a países vecinos y la reiteración del FMI de que no proporcionará asistencia a Argentina en lo inmediato, marcan un nuevo agravamiento de la situación.

La actual crisis de América Latina es la tercera en menos de una década. Los anteriores derrumbes tuvieron lugar en 1995 y 1998-1999. Tanto en ésta como en las dos anteriores, se produjeron caídas inesperadas en crecimiento de la región. Pero las coyunturas en las que se desencadenaron los tres episodios fueron muy distintas. La denominada crisis del Tequila en 1995 no tuvo carácter global, sino que se focalizó en México y se extendió por contagio financiero a Argentina, que a su vez arrastró a Uruguay. La que se originó en Asia en la segunda mitad de 1997 provocó la incertidumbre financiera que nunca se terminó de ir desde entonces, y golpeó más duramente a América del Sur.

Según los economistas de la Cepal, a diferencia de las anteriores, la actual es una verdadera crisis global, desencadenada por una profunda desaceleración mundial y agudizada en América latina a partir del default argentino. Frente a semejante movimiento, se considera que ya no hay ninguna duda de que existe una preocupante crisis regional. Y consideran que podría conducir una nueva "década perdida".

El FMI no tiene, sin embargo, una respuesta que contemple el problema a nivel regional. Y si bien el Tesoro norteamericano ha respaldado a Uruguay —el único caso que reconoce de contagio en la región— no parece muy interesado en un enfoque que no sea el de tratar caso por caso. En este marco, el gobierno estadounidense optó por ayudar a Uruguay para evitar un colapso mayor del sistema bancario. Los cuantiosos fondos que se otorgaron a dicho país representan un giro en la política estadounidense de "antipaquetes de rescate" para enfrentar las crisis financieras en los países emergentes.

En efecto, el secretario del Tesoro, Paul O’Neill, anunció reiteradamente que no participaría en operativos de rescate, porque "no es justo utilizar la plata de los carpinteros y los plomeros norteamericanos para rescatar bancos y empresas que han malinvertido en países de alto riesgo en busca de una rentabilidad más alta y más rápida".

Según un estudio realizado por The Economist Intelligence Unit, el riesgo a corto plazo para las inversiones en América Latina aumentó en julio a su más alto nivel desde 1997. En julio, el riesgo país medio para América Latina alcanzó 56 puntos, justo un punto por arriba de Africa subsahariana, la región con más riesgo. La confianza de los inversores, ya debilitada en gran medida por la caída argentina, se ve afectada por el crecimiento de la incertidumbre política en los cinco países andinos (Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela), por el impacto de la crisis argentina en Uruguay y por la inquietud provocada por las elecciones en Brasil.

Las dificultades de los países vecinos tendrán un impacto decisivo en Argentina, en el corto y largo plazo. La depreciación del real podría reducir la competitividad que había alcanzado Argentina en ciertos sectores productivos con la profunda devaluación. Asimismo, la previsible reducción del mercado interno llevaría a Brasil a aumentar la colocación de los productos excedentes en sus países vecinos. Eso podría impactar en la política de sustitución de importaciones ensayada en el último tiempo por el gobierno y en el comportamiento favorable de la balanza comercial. La regionalización de la crisis reforzará, además, la reticencia de los inversionistas internacionales sobre América Latina, en especial sobre los países más críticas de la región.

Desde el inicio de gestión de Eduardo Duhalde, gran parte de los esfuerzos del gobierno argentino se han orientado a cumplir con las exigencias del FMI, argumentando que es la única alternativa disponible y la única forma de volver a recibir capitales y reinsertarse en el sistema financiero internacional.

Sin embargo, la experiencia muestra que las políticas contractivas como las recomendadas por el FMI, lejos de estimular el ingreso de divisas, pueden conducir a un círculo vicioso de estancamiento y pérdida de capitales. La firma de acuerdos con el FMI se justifica sosteniendo que de ese modo se genera confianza en los inversores. Sin embargo, el déficit no es el único, ni siquiera el más importante, factor que determina esa confianza: una economía estancada, aunque tenga equilibrio fiscal y monetario, no atrae el capital de largo plazo.

La situación heredada por el actual gobierno se agravó por la devaluación y por los escasos esfuerzos que se hicieron, especialmente al inicio de la gestión, por recolectar impuestos de los directamente beneficiados por el aumento del tipo de cambio y por garantizar la liquidación en término de las divisas obtenidas por las exportaciones. Además, la devaluación no sirvió para mejorar las ventas externas, que lejos de aumentar cayeron, al mismo tiempo que puso en zona de riesgo a muchas empresas, grandes y pequeñas, que se endeudaron para ampliar sus actividades.

También abarató, rápida y sustancialmente, el precio de los activos locales en términos de divisas, estimulando una nueva ola de extranjerización. Este fenómeno ha tenido una manifestación crítica con la venta de la empresa petrolera argentina Pérez Companc a la brasileña Petrobras, a partir de la cual la casi totalidad del mercado energético local pasará a ser controlado por empresas extranjeras, lo que ha generado una lógica inquietud en el gobierno y el sector privado.

En el agravamiento de la crisis ha influido también la paralización del sistema financiero, aspecto que retarda la recuperación de la economía e, incluso, dificulta las ventas al exterior. El otro gran problema es la deuda pública. Mientras éste no se solucione no habrá crédito ni ahorro y la población seguirá comprando dólares. Además de los tenedores de títulos de la deuda emitidos por el Estado argentino, están presentes los reclamos de las empresas públicas privatizadas, Metrogas, Aguas Argentinas, las telefónicas. Si no hay un acuerdo, Argentina va a tener una serie de juicios en sedes externa.

En este marco de dificultades, el horizonte del gobierno para lograr un acuerdo con el FMI se terminaría en septiembre, cuando deberá hacer frente a un vencimiento de 2.880 millones de dólares con el organismo multilateral. Si para entonces no se logra firmar otro convenio —que permita reprogramar en el tiempo todos los pagos pendientes— el gobierno se vería obligado a utilizar reservas para pagarle al FMI o diferir el vencimiento para el 2003 y resignar la posibilidad de cerrar un acuerdo este año.

En cualquiera de los dos casos, la situación es complicada. Si paga con las reservas del Banco Central, éstas quedarán en un nivel demasiado bajo para los niveles del mercado y correría el riesgo de alentar un fuerte aumento del dólar. Lo peor de esto es que resucitaría el fantasma de la hiperinflación. Y si frente a la falta de un arreglo con el FMI, el gobierno decidiera no pagarle, se asomaría a otro problema igualmente temido: el de la cesación de pagos con los organismos internacionales. Las consecuencias de este punto parecen estar menos claras, sobre todo en un momento en que el acceso al crédito externo es nulo.

Este escenario dificulta, obviamente, las negociaciones por asistencia externa. La situación se hace más compleja, además, por la posición del FMI y el gobierno estadounidense, que para otorgar asistencia reclaman la diagramación de un plan económico sustentable, tarea prácticamente imposible si no se cuenta con un alivio financiero o si deben incluirse medidas de ajuste insostenibles en términos económicos y políticos.

El vacío de poder en el país generado por los vanos intentos de las autoridades por reinsertarse en el sistema financiero internacional obligaron finalmente al presidente Duhalde a adelantar la convocatoria a las elecciones para el mes de marzo de 2003. Los nuevos presidente y vicepresidente, así como la mitad de la Cámara de Diputados, asumirán funciones el 25 de mayo, fecha en la que se conmemora la Revolución de Mayor de 1810, en que se consolidó el primer gobierno nacional.


ARC

Con más de la mitad de la población viviendo por debajo de la línea de la pobreza, Argentina figura hoy entre los primeros 15 países del mundo con la distribución de la riqueza más desigual.

Después de observar incrédulos cómo el nivel del riesgo país que mide el banco J.P. Morgan pasó de 600 puntos a niveles superiores a los 6.000, en poco más de un año, ese oscuro objeto de angustia de la población argentina ha sido reemplazado por la cotización del peso frente al dólar y el temor a la hiperinflación. Los crecientes niveles de inflación –especialmente en alimentos y medicinas-, la pérdida del salario real que registra los niveles más bajos de los últimos 50 años y un sistema financiero colapsado constituyen el telón de fondo de la fiebre por el dólar que convoca a la población a postrarse en interminables filas frente a los bancos y casas de cambio.

La crisis argentina es el resultado de una estrategia económica que se inicia hace 25 años y que fue profundizada durante la última década con la implementación del Plan de Convertibilidad en el marco del denominado Consenso de Washington, que establecía la privatización de servicios públicos, el libre flujo de capitales y la apertura de las importaciones, entre otros. Desde entonces y a lo largo de 10 años, este modelo económico recibió el respaldo del FMI y Argentina fue presentada al mundo como el ejemplo de país emergente.

Durante los primeros años de la convertibilidad el crecimiento económico fue muy significativo, ya que éste se financió con capitales externos a bajas tasas de interés vigentes entonces, y con los recursos provenientes de las privatizaciones. El tipo de cambio fijo y la prohibición de emitir dinero erradicaron por completo la hiperinflación y le dieron un margen de estabilidad al país.

A principios de diciembre del 2001, el gobierno tuvo que optar por medidas que contravienen los principios más elementales del libre mercado para frenar la fuga de depósitos y evitar con ello la quiebra del sistema financiero argentino: el establecimiento del control de cambios y la restricción al retiro de dinero en efectivo de los bancos, hecho que se denominó "corralito financiero".

El corralito financiero fue en la práctica también el fin del régimen de convertibilidad, al haberse producido una devaluación encubierta. No sólo el dólar, sino la unidad monetaria nacional -el peso- en efectivo empezaron a tener valores distintos. Una misma mercancía cambiaba de precio en función del medio de pago que se usaba. En Argentina circulan 15 diferentes bonos emitidos por las provincias que actúan como cuasimonedas. Estos bonos (patacones, quebrachos, Lecor entre otras denominaciones) tienen aceptación en muchos comercios y son utilizados también para pagar impuestos.

Eduardo Duhalde inició su gobierno oficializando el fin del régimen de convertibilidad, anunciando temporalmente un tipo de cambio doble: el oficial a 1,40 y el dólar libre que flotaría libremente. Hoy, la inestabilidad económica, la crisis social, el vacío político y un sistema financiero virtualmente colapsado dan lugar a que subsista el "dólar pánico" y que la demanda por la moneda estadounidense sea indetenible.

Actualmente la hiperinflación constituye la gran amenaza para la economía argentina. La renegociación de los contratos de los servicios públicos privatizados, las negociaciones para determinar el alza en los precios de los combustibles y otros rubros importantes cuyos precios están en principio congelados, amenazan con ser trasladados en algún momento a los consumidores.




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