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América Latina


Nº 161 - Julio - Setiembre 2005

¿Chile país modelo?

Integración regional e identidad nacional

por Jorge Larraín

El discurso identitario empresarial plantea que Chile es un modelo para otros, especialmente para América Latina. Esta versión de la identidad nacional chilena representa un obstáculo para la integración regional, pero es bueno recordar que se trata sólo de una versión, que por más que se haya expandido en la última década no es la identidad chilena. La versión empresarial ha sido exitosa en Chile, pero dista de ser la única y universalmente aceptada.

Entre los muchos ángulos que un debate sobre la integración regional puede asumir, a mí me interesan los aspectos culturales y de identidad. ¿Qué elementos culturales e identitarios en América Latina favorecen u obstaculizan la integración regional? En América Latina hay muchos elementos culturales comunes que podrían favorecer la integración, pero hay muchos elementos identitarios nacionales que la desfavorecen. Tenemos una historia compartida durante tres siglos de dominación española, guerras de independencia en las que los criollos de varios países lucharon juntos, la misma lengua, una religión mayoritaria y muchos otros factores sociales, económicos y culturales comunes.
Pero, al mismo tiempo, existen también identidades nacionales muy fuertes, que a menudo se definen por oposición a “otros” latinoamericanos, en especial países vecinos. Piénsese en cómo los chilenos tienden a definirse en oposición a argentinos, peruanos y bolivianos. Los colombianos en oposición a venezolanos, los ecuatorianos en oposición a peruanos, los brasileños en oposición a argentinos, etcétera. En estos casos, se hace más énfasis en las diferencias que en las similitudes. Aun si encontramos rasgos culturales comunes, las diferencias entre países del área son enormes. Piénsese en las diferencias que existen entre Argentina, Perú, Nicaragua, Colombia y México, para mencionar sólo algunos países. ¿Significa esta diversidad que nuestras posibilidades de integración son escasas? En teoría, la diversidad nunca ha sido un obstáculo insuperable para la construcción de una identidad colectiva. De hecho, se puede sostener que la mayoría de las identidades nacionales latinoamericanas han sido construidas sobre la base de una gran diversidad cultural. Si la gente cree lo contrario es porque los discursos de identidad nacional a menudo tienden a ocultar cuidadosamente la diversidad cultural que subyace a la nación. Las versiones públicas de identidad nacional casi siempre nos quieren hacer creer que hay una sola y verdadera versión de la identidad que se ha formado por una evolución histórica casi natural y que es compartida por todos en la sociedad, que se puede determinar con precisión lo que pertenece a ella y lo que está fuera. Todo esto está lejos de ser cierto.
Si el Estado ha jugado un rol central en la construcción de las identidades nacionales en América Latina, a través de sus propios rituales, celebraciones y tradiciones inventadas, pero también aprovechando las dificultades, catástrofes, divisiones y, particularmente, guerras, es precisamente por la necesidad de integrar una enorme diversidad cultural en la base de la sociedad.
Si la mayoría de las identidades nacionales se construyen a partir de la diversidad cultural, esto es más claro aún en el caso de las identidades regionales. Aun si las diferencias entre países son grandes y la historia muestra que las identidades nacionales desplazaron a la identidad latinoamericana a un segundo plano, es posible construir una identidad latinoamericana más fuerte. El mejor ejemplo de que esto es posible es Europa. Sus elementos culturales unificadores son muchos menos que en América Latina, su pasado histórico está plagado de guerras y divisiones hasta la segunda mitad del siglo XX y, sin embargo, hoy día se ha embarcado en un proceso de integración que se proyecta en la construcción de una identidad común y que, a pesar de las dificultades, ha progresado mucho.
Claro que para que un proceso de fortalecimiento de una identidad común tenga alguna chance de éxito se requiere la presencia de dos elementos importantísimos: el compromiso político fuerte y duradero de los estados miembros y la conveniencia económica mutua. Ninguna de estas dos condiciones existe plenamente en América Latina hasta el momento y, aunque en el plano de la energía comienza a esbozarse un cambio, los intereses económicos contrapuestos subsisten.
Además, por sí mismas, estas precondiciones no garantizan la construcción de una identidad común fuerte. Es paradojal que aunque en Europa hay una fuerte voluntad política de integrar instituciones económicas y políticas, la identidad cultural común es todavía comparativamente débil, mientras en América Latina lo contrario es cierto: hay una identidad cultural común más fuerte que no es correspondida por una voluntad política de integrar. Sin embargo las chances de Europa de construir una identidad cultural común son más altas que las chances de América Latina de integrarse económica y políticamente. En América Latina, precisamente por la existencia de una identidad regional más fuerte que la europea, predomina la pregunta sobre cómo se van a preservar las identidades nacionales.
Es importante hacer una distinción entre cultura e identidad. La cultura es algo más general porque incluye todas las formas simbólicas y la estructura de significados incorporados en ellas. La identidad es, en cambio, algo más particular, porque implica un relato que utiliza sólo algunos de esos significados presentes en las formas simbólicas mediante un proceso de selección y exclusión. La cultura nunca tiene la unidad y estabilidad que tiene una identidad y sus componentes simbólicos son normalmente de orígenes muy variados. Las culturas son sistemas relativamente abiertos compuestos por una gran cantidad de significados y formas simbólicas de variados orígenes y permeables a nuevas formas simbólicas y significados que provienen de otras culturas, especialmente en la época de la globalización, donde los contactos se han intensificado fuertemente.
Así, por ejemplo, formas musicales, arquitectónicas, televisivas, literarias y gastronómicas de las más variadas culturas entran hoy con relativa facilidad en otras. Lo que no significa necesariamente que afecten la identidad colectiva de esas sociedades, aunque es posible que a la larga en algún aspecto puedan hacerlo. La identidad a su vez, aunque sea un discurso, tiene mucho mayor estabilidad en el tiempo que la cultura. Porque no es cualquier discurso, es un destilado narrativo de modos establecidos y sedimentados de vida. De allí que la cultura cambia más rápido que la identidad. Por ejemplo, el tango es en muchos sentidos una forma musical aceptada y valorada en toda América Latina. Es parte de nuestra cultura. Pero no forma parte del relato identitario chileno o peruano. En América Latina la cultura común es más fuerte que la identidad común.
Al pensar en la integración, la pregunta más acuciante no es si la integración regional afectará las identidades nacionales sino la inversa: ¿cómo afectan las identidades nacionales al proceso de integración? ¿Hasta qué punto ciertas versiones exclusivistas y triunfalistas de la identidad nacional en varios de nuestros países podrían constituirse en un obstáculo para una verdadera integración? Más aún, me parece relevante también preguntarse si algunos elementos culturales comunes en América Latina favorecen o desfavorecen la integración. Empecemos con esta última pregunta.
Claudio Véliz ha sostenido, con buenas razones, que en América Latina se dan cuatro ausencias históricas claves que condicionan los orígenes de la modernidad y que marcan diferencias sustanciales con la modernidad europea: la ausencia de feudalismo, la ausencia de disidencia religiosa, la ausencia de una revolución industrial, la ausencia de algo parecido a la Revolución Francesa.1 Si esto se pone en términos positivos, es decir en términos de lo que realmente existió en el lugar de estas ausencias, se podría decir que, en primer lugar, hubo centralismo político no desafiado por poderes locales; en segundo lugar, un monopolio religioso católico no amenazado por denominaciones protestantes ni por movimientos religiosos populares; en tercer lugar, un monopolio económico exportador de materias primas al comienzo y, posteriormente, una limitada industrialización promovida y controlada por el Estado, que no creó ni una burguesía ni un proletariado industrial fuertes e independientes; y, por último, un poder político autoritario que dejó paso a una democracia creada formalmente desde arriba, sin base de sustentación burguesa o popular y, por lo tanto, marcadamente no participativa. Todos estos elementos apuntan a una marcada tradición cultural centralista en América Latina.
Algunos autores han expresado, de una manera que me parece sugerente, la diferencia entre Europa y América Latina con la distinción entre una estructura policéntrica de la modernidad europea y una estructura concéntrica de la modernidad latinoamericana.2 Las sociedades modernas europeas serían policéntricas porque sus diversos sistemas diferenciados tales como la política, el derecho, la economía, la religión, la ciencia y el arte tienen un “alto nivel de autonomía y capacidad de auto-organización” que impide “que uno de ellos asuma el control de los demás y se sitúe en el centro de la sociedad”.3 En cambio, en las sociedades concéntricas latinoamericanas, aunque existe diferenciación funcional, ello no ha impedido una primacía del sistema político sobre las otras esferas parciales a las que instrumentaliza y utiliza, imponiéndoles su propia lógica.4 En otras palabras, la autonomía de la política se realiza a costa de la autonomía de otras esferas.
Al menos como hipótesis es posible plantear que el centralismo, como rasgo cultural extendido en América Latina, y el carácter concéntrico de la modernidad latinoamericana, son un obstáculo a la integración regional en la medida que ésta implica una pérdida de control central. La política y los políticos en América Latina son muy celosos de sus poderes centralizados de control para aceptar posibles cesiones de soberanía o la competencia de otros poderes centrales. Ellos están acostumbrados a concentrar el poder.
A estos rasgos culturales hay que agregar las debilidades de la identidad latinoamericana. No sólo le falta una base popular más fuerte, sino sobre todo el apoyo efectivo de las clases dirigentes, cuyo discurso público ha sido por mucho tiempo nacionalista y subraya más las diferencias que las concordancias con otros países del área. De allí que por mucho tiempo el discurso integracionista en América Latina ha sido meramente retórico y que pocas veces se ha transformado en hechos concretos. Los procesos de integración requieren, por lo tanto, de una actitud diferente y más crítica frente a las identidades nacionales. No se trata de eliminarlas sino más bien de entenderlas en otra forma. Frente a las necesidades de la integración, cabe preguntarse ¿qué tipo de identidad nacional le estamos enseñando a nuestros niños? ¿Es abierta o cerrada, receptiva u oposicional? ¿Cómo contamos nuestra historia y la de nuestros vecinos? ¿Qué hechos destacamos y cuáles omitimos? La pregunta por la identidad es no sólo ¿qué somos? sino también ¿qué es lo que queremos ser? En ese horizonte que se proyecta hacia el futuro debe inscribirse una perspectiva latinoamericanista e integracionista. En la construcción del futuro de acuerdo a ese proyecto no todas las tradiciones históricas nacionales son igualmente válidas y buenas. Como lo ha planteado Habermas, es necesario mantener un espíritu crítico frente a la identidad nacional para decidir políticamente si continuar o no con algunas tradiciones nacionales que nos separan de los otros países de la región.5 Chile se prepara en estos días para la celebración del bicentenario de la nación el año 2010 y con esta ocasión ha empezado a reflexionar sobre la identidad nacional y su estado actual. Al acercarnos a los dos siglos de vida independiente es obvio que tiene mucho interés evaluar el camino recorrido, de dónde se viene y cómo se ha cambiado, cuáles son los rasgos más estables y si se ha mantenido un rumbo discernible, qué ha dado resultado y qué ha fracasado. Las identidades nacionales, y por lo tanto la identidad chilena, no son esencias fijas, se construyen en el tiempo y van cambiando. Dar cuenta de esos cambios, reflexionar sobre lo que se ha hecho y sobre el curso actual que se sigue, es sin duda de primera importancia para el aniversario, más aún cuando los embates de la globalización hacen pensar a muchos que la identidad chilena está amenazada o desdibujándose bajo el impacto de otros valores y otras culturas.
Como parte de esta reflexión ha surgido también la pregunta por América Latina y más concretamente por el vecindario de Chile. Esto no sólo porque en principio parte importante de lo que Chile es y ha ido construyendo es, en sí mismo, latinoamericano, y se comparte con otros más allá de las fronteras, sino también porque una serie de desencuentros y problemas con los vecinos ha puesto esta pregunta sobre la mesa con más fuerza que nunca. Primero fue un caso de espionaje chileno en el consulado argentino de Punta Arenas, el problema de los recortes del gas argentino, el no cumplimiento de contratos y acuerdos y las revelaciones del apoyo chileno a Inglaterra durante el conflicto de las Malvinas; después vino el conflicto con Bolivia por las aguas del río Silala, la ofensiva internacional boliviana por una salida al mar, la cancelación de la exportación de gas boliviano por Chile y de la venta de todo gas a Chile, y el intenso lobby boliviano para impedir que un chileno fuera secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA); por último Perú descubre un nuevo problema de demarcación de la frontera marítima con Chile, ordena clausurar una planta de pastas con una pérdida de 30 millones de dólares para el grupo chileno Luksic, y plantea reclamos más o menos airados, primero por la muerte de un inmigrante ilegal peruano a manos de la marina chilena en el límite fronterizo, segundo por una venta de armas a Ecuador durante su conflicto con Perú diez años atrás, tercero por un video difamatorio de Lima que se pasó en los aviones de Lan Perú, y cuarto por las pinturas sobre muros incaicos de dos grafiteros chilenos en el Cuzco.
La frecuencia y extensión de los incidentes con los tres países limítrofes ha hecho surgir muchas preguntas. En Chile se habla de vivir en un barrio complicado. La disyuntiva es aislarse y protegerse o, por el contrario, abrirse e integrarse. Se pone así en juego una dialéctica entre lo nacional y lo regional que incide directamente sobre los modos como Chile ve su destino, sea separado o integrado con sus vecinos. Dado que las identidades nacionales no sólo miran al pasado como la reserva privilegiada donde están guardados sus elementos principales, sino que también miran hacia el futuro (identidad como proyecto6), surge la pregunta clave sobre qué rol quiere Chile que juegue su región, el lugar geográfico donde se ubica y con el que comparte una historia común, en su proyecto futuro. Ésta es una pregunta que, quiéralo o no, tiene que responder. Por una parte los problemas que Chile ha tenido con sus vecinos en los últimos años, más la creciente afirmación de un discurso identitario exitista y excepcionalista hablarían de una dinámica de separación y camino propio, pero por otra parte, y contrariamente a lo que podría pensarse, de los problemas enumerados surge también la duda de si Chile podrá tener éxito sin la ayuda de sus vecinos. Lo que ha pasado con el gas tipifica esto, y en estos días Chile es el más activo impulsor del anillo energético que integraría al cono sur.
Sin embargo, los procesos modernizadores han producido en Chile un nuevo discurso identitario que conspira contra la idea de expandir la integración latinoamericana. Se trata de un discurso empresarial sobre la identidad chilena que se caracteriza por cuatro elementos.
1) Chile país exitoso o ganador. Se concibe a Chile como un país emprendedor donde se destacan el empuje, el dinamismo, el éxito, la ganancia y el consumo como los nuevos valores centrales de la sociedad chilena. Es un Chile que conquista mercados en el mundo y que invierte exitosamente en los países vecinos. Es un Chile que aventaja a sus vecinos. Así como se hablaba de los cuatro tigres asiáticos, en el Chile de los noventa se hablaba de ser el jaguar de América Latina.
2) Chile país diferente. La idea central es que Chile es un país distinto al resto de América Latina, un país de rasgos europeos, donde las cosas se hacen bien, seriamente, donde hay poca corrupción. Se contrasta esto con las dificultades de los vecinos que se atribuyen al desorden político y las malas políticas económicas. La decisión de exhibir un iceberg en la Exposición Mundial de Sevilla en 1992 quería simbolizar un país cool, exento de todo tropicalismo. Hasta 1973 Chile se consideraba inserto en un proyecto compartido con América Latina. Hoy Chile parece creer en su carácter excepcional dentro de América Latina. Esto no es sólo una creencia infundada sino que tiene una base material objetiva: Chile se excluye de participar plenamente en proyectos comunes como el Mercosur por su propia realidad económica y por sus políticas económicas muy distintas a las de sus socios potenciales. Chile no sólo se siente más próximo a Europa y Estados Unidos, los tratados de libre comercio con ellos demuestran que de hecho ellos son sus socios verdaderos. La percepción de ser diferente acarrea bastantes problemas. Fomenta una cierta arrogancia en los chilenos y ocasionalmente respuestas no muy amistosas de nuestros vecinos. Algunos analistas internacionales incluso hablan del creciente aislamiento de Chile en América Latina.
3) Chile país desarrollado. Desde 1990, más o menos, el discurso empresarial sobre la identidad chilena ha ido proyectando la imagen que Chile ya ha dejado de pertenecer al Tercer Mundo y ha pasado a compartir destinos con una comunidad más selecta y pequeña dentro de los países periféricos: la de los países en vías de desarrollo más exitosos (los cuatro tigres asiáticos). Se trata de países con altas tasas sostenidas de crecimiento económico y cuyo desarrollo es impulsado por las exportaciones. Desde fines de los años ochenta una de las aspiraciones más sentidas del mundo intelectual y político chileno es llegar a pertenecer a la comunidad de los países desarrollados, algo que muchos creen que está a la mano.7 Si en los años sesenta Chile era una sociedad consciente de los obstáculos al desarrollo y sin muchas ilusiones sobre el entorno internacional, hoy día en el discurso empresarial prima el voluntarismo y la pérdida de conciencia acerca de los límites que impone la globalización. Mientras en el período que va de 1950 a 1973 había clara conciencia sobre la necesidad del desarrollo pero no necesariamente mucho optimismo sobre la posibilidad real de alcanzar la meta en el mediano plazo, en los noventa se expande una conciencia de que llegar a ser un país desarrollado es no sólo posible sino que Chile está relativamente cerca de esa meta. Incluso el tercer gobierno de la Concertación se plantea como objetivo que Chile sea un país desarrollado para 2010, fecha del segundo centenario de la independencia.
En muchos sectores la idea de crecer a un siete u ocho por ciento anual se ha transformado en una especie de derecho que tienen todos los chilenos, que si no puede ejercitarse o no se logra es por fallas de las políticas públicas o la falta de visión de los gobernantes. Paradójicamente, en una época de globalización acelerada que muestra con claridad creciente los condicionamientos internacionales que limitan el crecimiento de un país, sectores importantes de las elites chilenas todavía creen que sólo es cuestión de voluntad, de libertad de mercados, de desregulación, de políticas adecuadas. Se lamenta como un fracaso el crecimiento de alrededor de tres por ciento entre el 2000 y el 2004, porque Chile se demorará mucho en llegar a ser “país desarrollado”, sin ver que en las circunstancias internacionales del momento se trata de un éxito. Al parecer, diez años de altas tasas de crecimiento terminaron por convencer a muchos sectores de que las políticas adecuadas bastan. Lo que dista de ser realista dentro del sistema capitalista mundial.
4) Chile país modelo. El discurso identitario empresarial plantea que Chile es un modelo para otros, especialmente para América Latina. Se precia y enorgullece de que instituciones internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, y también políticos europeos y norteamericanos, hayan indicado en varias ocasiones que Chile ha hecho las cosas bien y que otros debieran seguirnos. Puede ser que ésta sea una imagen propia de las elites. Pero esta versión circula ampliamente en los medios y muchos ciudadanos comunes, agobiados por las deudas o el desempleo, obtienen de ella alguna satisfacción vicaria. (¿Se acuerdan de la “identificación con el agresor” de Freud?) Es claro que esta versión de la identidad nacional chilena representa un obstáculo para la integración regional. Pero es bueno recordar que se trata sólo de una versión, que por más que se haya expandido en la última década no es “la identidad chilena”. Ningún país tiene una sola versión de identidad. Si hay algo que diferencia a las identidades individuales de las identidades nacionales es que las primeras normalmente tienen un solo relato sobre sí mismas, mientras las segundas tienen varios que responden a la gran variedad de modos de vida, intereses políticos, regionales y de clase. En este sentido la identidad nacional es siempre un campo de lucha donde varias versiones públicas buscan interpelar a la gente para convencerla de su visión. La versión empresarial ha sido exitosa en Chile, pero dista de ser la única y universalmente aceptada. Hay otros discursos subordinados y más precarios, que quizás todavía ni siquiera tienen la entidad de una versión bien elaborada pero cuya orientación está abierta a América Latina y buscan articularse con una identidad regional. La pregunta es si finalmente se van a imponer o no.
Una tal articulación no sólo es posible sino que, hasta un cierto punto, ha existido hasta hoy. En América Latina siempre ha existido una conciencia de la identidad latinoamericana articulada con las identidades nacionales. Se ve en los ensayistas, en la literatura, en el disfrute mutuo de la música, las novelas, los bailes y las telenovelas de la región y aun en la transferencia de lealtades en las copas mundiales de fútbol. Lo que pasa es que, a pesar de esto, la identidad regional no es lo suficientemente fuerte frente a las identidades nacionales. Pero eso puede cambiar. Las identidades se construyen, no están dadas de una vez para siempre.
Desde el punto de vista de estas versiones subalternas, la gran tentación de Chile es proyectarse al bicentenario como una nación excepcional y diferente al resto de América Latina, como una nación que intenta reforzar su identidad propia a costa de su identidad latinoamericana. Después de los traumáticos diecisiete años de dictadura, Chile ha sufrido profundas divisiones internas y no es sorprendente que muchos de sus mejores esfuerzos se dirijan a reconstituir su unidad resquebrajada por los antagonismos políticos exacerbados y las violaciones a los derechos humanos. Al mismo tiempo un gran acuerdo sobre una política económica de corte liberal parece unir a la mayoría de los sectores políticos. Así se entiende un poco esa autorreferencialidad que nos caracteriza ahora último, esas ansias por constituirnos en modelo, por llegar a la meta antes que los demás. Pero es muy importante evitar que la reconstrucción de la unidad interna se haga a costa de la integración latinoamericana, acentuando diferencias y aislándonos en nuestra autocomplacencia. Nuestro destino está en América Latina. El bicentenario debe ser una celebración de la identidad chilena como voluntad de integración con el resto de América Latina.

Notas

1. C. Véliz, La tradición centralista de América Latina, Barcelona, Ariel, 1984, pp. 15-16.
2. Véase sobre esto A. Mascareño, “Diferenciación funcional en América Latina: los contornos de una sociedad concéntrica y los dilemas de su transformación”, Persona y Sociedad, 14 (1), abril 2000, y F.O. Leiva, “Consideraciones en torno a la intervención política en la constitución que nos rige como forma especial de situarnos en la modernidad”, Persona y Sociedad, 17 (3), diciembre 2003.
3. Aldo Mascareño, “Sociología del Derecho”, Persona y Sociedad, 18 (2), agosto 2004, pp. 68-69.
4. Ibíd., nota de pie de página Nº 15.
5. J. Habermas, “Historical Consciousness and Post-Traditional Identity: The Federal Republic’s Orientation to the West”, en J. Habermas, The New Conservatism (Cambridge, Mas.: MIT Press, 1989), p. 263.
6. J. Habermas, “The Limits of Neo-Historicism”, entrevista con J. M. Ferry, en J. Habermas, Autonomy and Solidarity (Londres: Verso, 1992), p. 243.
7. Véase mi libro Identidad chilena, Santiago de Chile, LOM, 2001, pp. 162-164.

------------- Jorge Larraín es decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile.

Ponencia presentada en el seminario internacional “Integración regional y desarrollo sustentable: la nueva geografía de los recursos, la economía y el poder”, convocado por CLAES D3E en julio de 2005 en Montevideo.






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