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América Latina


Nº 161 - Julio - Setiembre 2005

La política externa de Brasil: ¿dónde queda el Sur?

por Luiz A. Estrella Faria

El único cambio indiscutible promovido en Brasil por el gobierno izquierdista de Luiz Inácio Lula da Silva se produjo en la política exterior. En medio de una crisis iniciada con el deterioro de la imagen del gobierno y acentuada por denuncias de corrupción en el partido del presidente, la cancillería se presenta como un oasis de aciertos.

El gobierno de Lula ha sido, hasta el momento, la más decepcionante novedad de la política brasileña en el período republicano. Después de ganar las elecciones bajo el signo del cambio y la promesa de la esperanza venciendo el miedo, reveló un profundo temor a la esperanza y una total incapacidad para proponer cualquier iniciativa de cambio efectivo. El esperado cambio en la política económica fue reemplazado por la continuidad extrema de la ortodoxia neoliberal. Del mismo modo, la prioridad de la agenda social se subordinó a las metas fiscales de austeridad y quedó arrinconada por la contención del presupuesto. Sus escasos éxitos se alcanzaron por medio de la reorganización de algunos programas ya existentes, como el proyecto Beca Familia o el apoyo a la agricultura familiar. Para peor, la política de alianzas involucró al gobierno en viejas prácticas de permuta de favores y ventajas, comunes a las estructuras políticas tradicionales del país, donde son habituales los casos de corrupción, lo que terminó por provocar el estallido de una crisis política de efectos devastadores.
La excepción que confirma la regla está en Itamaraty, el Ministerio de Relaciones Exteriores, donde se produjo el único cambio indiscutible promovido por el gobierno izquierdista de Brasil, el de la política exterior. En medio de esa crisis sin precedentes, iniciada con el deterioro de la imagen del gobierno y profundizada por denuncias de corrupción en el partido del presidente, la cancillería se presenta como un oasis de aciertos, con una política guiada por una visión del interés nacional y que persigue objetivos estratégicos para lograrlo. Pese a las dificultades que presenta un escenario internacional marcado por el unilateralismo estadounidense, los resultados logrados hasta el presente son positivos. Observándolos más de cerca, los cambios se inspiran de alguna manera en lineamientos que forman parte de la tradición diplomática brasileña desde comienzos del siglo pasado.
La política exterior brasileña tuvo una característica pendular durante la mayor parte del siglo XX, a lo largo del cual ha combinado momentos de alineamiento con los intereses de Estados Unidos con otros de relativa autonomía. Aunque a los observadores más conservadores pueda parecerles que los grandes logros del país son resultado de la primera posición, como fue la participación con una fuerza combatiente en la segunda guerra mundial y el apoyo estadounidense a la industrialización acordado en la ocasión, en realidad se trata de todo lo contrario. Tal como sucede hoy con la fuerza de paz en Haití, el significado más profundo de esos hechos fue para Brasil, antes que el de una capitulación ante las presiones de Estados Unidos, el de asumir una responsabilidad en la construcción y fortalecimiento de las instituciones multilaterales y del sistema de las Naciones Unidas, en un esfuerzo por contribuir a la conformación de un orden internacional multipolar, el único capaz de permitir protagonismo a los países de tamaño mediano.
Manteniendo esa característica pendular, después de un periodo de alineamiento a los intereses de Estados Unidos en la última década del siglo pasado, desde 2003 la política exterior brasileña recobró su autonomía con la definición de una nueva estrategia coordinada por Itamaraty. El primer objetivo perseguido es la lucha por un cambio en el orden internacional en la dirección del multilateralismo. El debate sobre el cambio en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la formación del G-4 -los países candidatos a un puesto permanente: Alemania, Brasil, India y Japón- es un eslabón en esa dirección, del mismo modo que la búsqueda de mejores relaciones con Rusia y la Unión Europea. Es una posición opuesta al “realismo periférico” que inspiró al gobierno de Fernando Henrique Cardoso y a otros en el continente, como la Argentina menemista, el Uruguay de Jorge Batlle o el Chile de la Concertación, y que vislumbraba la obtención de algún beneficio a cambio del alineamiento con Estados Unidos.
El segundo objetivo es la afirmación de lo que puede llamarse una identidad sureña, que incluye el reconocimiento de los vínculos especiales con África, cuya herencia de sangre corre por las venas de la mayoría de la población brasileña, la aproximación a India y China, y el establecimiento de lazos más estrechos con los países árabes. Aunque existan intereses comerciales, el objetivo de esas relaciones es predominantemente político. Por supuesto que en el logro de este objetivo tienen especial importancia las relaciones con América Latina y el Caribe.
El tercer objetivo es lo que en Brasil se define como un destino, más allá de alternativas o posibilidades: la integración sudamericana. Es decir, se percibe que la ubicación del país en el mundo pasa por una irrenunciable alianza con los vecinos de América del Sur. La inauguración de la Comunidad Sudamericana de Naciones es un hecho importante en este proceso, pero su primer eslabón y marco fundador es innegablemente el Mercosur. El torbellino político que sacudió a muchos países de la región en los últimos años, cuyo origen estuvo en la insatisfacción popular con las políticas económicas neoliberales inspiradas en el Consenso de Washington y sus resultados de estancamiento económico, concentración del ingreso y aumento de la pobreza, permitió que el poder cambiara de manos en países importantes, con el surgimiento de gobiernos comprometidos con el cambio de rumbo en la economía en beneficio de lo social. La nueva convergencia resultante entre Brasil, Argentina, Venezuela y más recientemente Uruguay ha permitido dar prioridad al proceso de integración y definir de alguna manera los principales pasos para su concreción. La integración de la infraestructura, la promoción de intereses comerciales comunes, la necesidad de un mecanismo financiero regional para apoyar el desarrollo común, la cooperación política -como en el caso de la crisis boliviana o de los conflictos entre Colombia y Venezuela- y el reconocimiento del Mercosur y de la Comunidad Andina como pilares del proceso conforman una visión compartida hoy por la mayor parte de los países.
Para darle continuidad a la integración continental se acordaron muchas propuestas pero, siguiendo con lo que es un vicio latinoamericano, su concreción enfrenta las mayores dificultades. En cuanto a la responsabilidad de Brasil, hay al menos dos problemas. En primer lugar, aunque en el discurso se niegue la más mínima intención hegemónica, el país tiene enorme dificultad en aceptar propuestas que no sean de su iniciativa, del mismo modo que se considera heredero de la representación de América del Sur en los foros multilaterales. Y en segundo lugar, pese a la afirmación de autonomía, Brasil tiene gran dificultad en confrontarse con Estados Unidos, especialmente en asuntos económicos, como reveló la falta de apoyo a la renegociación de la deuda argentina.
Es indudable que el estancamiento en que se encuentra el Mercosur y la incapacidad de los nuevos gobiernos para lograr su prometido relanzamiento es el principal obstáculo para el progreso de la integración sudamericana.
El Tratado de Asunción se firmó hace catorce años y más de la mitad de ellos vieron un crecimiento muy significativo del comercio dentro del bloque. La crisis económica que afectó sucesivamente a Brasil, Argentina y Uruguay entre 1999 y 2002 fue el resultado esperado de la insustentabilidad del modelo neoliberal que combina un creciente endeudamiento externo con déficit en la balanza comercial, bajo crecimiento económico y erosión fiscal del Estado. Esta situación impuso una reducción de los flujos de mercancías y congeló el proceso de integración, sostenido hasta entonces por el incremento del comercio. Los recientes cambios políticos y la relativa recuperación económica después de la crisis no fueron capaces de darle nuevo impulso al Mercosur, pese a la aparente mayor convergencia de los principales gobiernos de la región.
La comprensión de las causas del estancamiento del proceso de integración comienza por la evaluación del camino recorrido hasta hoy en dos direcciones. La primera, el patrón de política económica “amigable a los mercados” y su contracara, la fragilidad financiera externa, principalmente por parte de Brasil, representan un obstáculo insuperable y una contradicción frente a la política exterior latinoamericanista adoptada por todos. En la medida en que Brasil continúa con una política económica ortodoxa, en la cual la preocupación obsesiva por la inflación impone una tasa de interés elevadísima y la reducción del gasto público con consecuentes alto desempleo y caída del ingreso de la clase trabajadora y de las capas medias, el mayor mercado nacional del bloque se encuentra virtualmente estancado. El desarrollo del Mercosur es fundamentalmente un proceso hacia dentro, mucho antes que una asociación para la conquista de nuevas parcelas del mercado mundial. En este sentido, pese a la disposición manifiesta de asumir compromisos proporcionales a su condición de mayor economía de la región, el continuismo en la política económica en Brasil es el principal obstáculo para la integración ya que mantiene a la mayor parte del mercado interno común en una situación de estagnación.
La segunda dirección requiere una agenda clara de avances en el sentido de la institucionalización del Mercosur. El déficit en esa área es reconocido por todos. Lo que todavía cuesta admitir es la razón de ese déficit, que se encuentra no tanto en la velocidad de su curso como en su naturaleza. Lo hecho hasta el momento, con el mantenimiento de una sistemática intergubernamental en el proceso, impide el avance de la integración.
La integración es un proceso supranacional. Su construcción es la construcción de organismos internacionales que la promuevan, mantengan y consoliden. En ese sentido, las instituciones que el Mercosur necesita deben tener un carácter internacional, gozando de autonomía frente a los gobiernos para poder encargarse específicamente de las tareas de la integración.La continuidad de la integración sudamericana pasa por la profundización de su pilar más importante, el Mercosur, el cual requiere dos cambios impostergables: el de la política económica en la dirección del desarrollo y el de su arquitectura institucional en la dirección del internacionalismo. Sin esto, la búsqueda de la vocación sureña en la política exterior seguirá sin rumbo.

---------------------- Luiz A. Estrella Faria es economista de la Fundación de Economía y Estadística y profesor de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Brasil.

Ponencia presentada en el seminario internacional “Integración y desarrollo sustentable. La nueva geografía de los recursos, la economía y el poder”, convocado por CLAES–D3E en julio de 2005 en Montevideo.






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