Nº 155-156 Setiembre-Octubre 2004
Plan Colombia
Crónica de un desastre anunciado.
por
Brad Miller
Mientras políticos y expertos discuten los beneficios del Plan Colombia y piensan en las ganancias del petróleo, la globalización y el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), Colombia vive un desastre anunciado.
En la Colombia actual, los asesinos recorren los barrios y aldeas no con simples cuchillos de carnicero, como en la Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, sino con arsenales de armas automáticas y helicópteros de combate, adquiridos con dólares de los contribuyentes de Estados Unidos y ganancias del petróleo y del narcotráfico. Mientras políticos estadounidenses y colombianos deciden por ley intensificar la guerra civil de cuatro décadas desde la comodidad de sus cámaras, la estructura social de Colombia se fractura hasta la desintegración, como un terrón de tierra seca de un campesino en la mano de un soldado.
La presión ejercida sobre la sociedad colombiana con el Plan Colombia, lanzado bajo el gobierno de Bill Clinton en Estados Unidos, aumentó cuando la “guerra contra el terrorismo” de George W. Bush alcanzó su auge. La ayuda económica de Washington, antes restringida a la lucha contra el narcotráfico –al menos en apariencia y oficialmente– se usa ahora en forma abierta para combatir la insurgencia y proteger los intereses de las empresas petroleras estadounidenses. Cuatrocientos soldados de las Fuerzas Especiales estadounidenses están asignados al entrenamiento de sus pares colombianos, y el gobierno de Bush se propone duplicar esa cifra para 2005. Mientras helicópteros Blackhawk y Huey cazan sus presas desde el aire, el veneno cae del cielo fumigando por igual cultivos legales e ilegales, cortesía de la empresa química y biotecnológica Monsanto.
En enero, el Congreso estadounidense otorgó a Colombia un paquete de ayuda por un total de 700 millones de dólares para 2004. Washington también desembolsó 34 millones de dólares en ayuda militar que habían quedado pendientes del año fiscal 2003, después que el secretario de Estado, Colin Powell, anunciara que Colombia había obtenido la certificación de derechos humanos, pese a las políticas de línea dura aplicadas por el gobierno de Álvaro Uribe.
Poco después de asumir el gobierno, en agosto de 2002, Uribe estableció el programa de “seguridad democrática” y creó “zonas de rehabilitación y consolidación” en algunas de las regiones económicas más importantes. En esas zonas, dio libertad de acción a los militares para que realizaran detenciones masivas de sindicalistas, activistas y líderes indígenas. A principios de diciembre de 2003, el Congreso colombiano aprobó una ley “antiterrorista” promovida por Uribe que otorgó al ejército poderes para pinchar teléfonos, realizar registros y redadas sin orden judicial, y arrestar individuos sobre la sola base de la acusación. Además, la norma concedió inmunidad a cualquier miembro de las fuerzas de seguridad que violara los derechos humanos combatiendo al “terrorismo”. Uribe calificó de “terroristas” a algunas ONG que se atrevieron a cuestionar sus tácticas extremas. Esto aumentó el riesgo para los activistas de los derechos humanos y ambientalistas, y redujo cualquier opción legal de disentimiento.
Uno de los grupos atacados es CENSAT-Agua Viva-Amigos de la Tierra/Colombia, una organización sin fines de lucro que ayuda a sectores socialmente desfavorecidos de la población a mejorar sus condiciones de trabajo y de vida manteniendo un ecosistema saludable. En los últimos años, las oficinas de la organización han sido saqueadas y registradas por agencias estatales de seguridad, y sus miembros han sido acosados y amenazados por las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Aunque los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) también cometen abusos, cerca de 70 por ciento de las violaciones de los derechos humanos fueron atribuidas a los paramilitares. Según Amnistía Internacional y Human Rights Watch, la administración Bush viola el derecho estadounidense, porque la Enmienda Leahy establece que las fuerzas de seguridad de Colombia no pueden recibir financiación a menos que corten sus vínculos con los escuadrones de la muerte.
Pero “la guerra es un negocio”, dice Régulo Madero Fernández, de la Corporación Regional para la Defensa de los Derechos Humanos (CREDHOS). Es un negocio muy lucrativo para empresas químicas como Monsanto y para fábricas de armas como Lockheed Martin, Textron y United Technologies Corporation.
Bush asignó más de 90 millones de dólares al año para custodiar la infraestructura de la industria del petróleo, mientras las empresas petroleras Occidental, Texaco y British Petroleum firmaron contratos con el ejército colombiano para que unidades de elite protejan sus inversiones. Occidental ha presionado para intensificar las operaciones contra la insurgencia en regiones ricas en petróleo, de modo de aumentar su capacidad de extracción. La tierra evacuada por campesinos y comunidades indígenas debido a acciones militares y a la fumigación aérea queda entonces a disposición de firmas multinacionales.
La industria petrolera en Colombia tiene una oscura historia de perjuicios irreversibles a comunidades indígenas. Las tribus siona, kofan u’wa y nukak makú han sufrido arrebatos de tierra, contaminación, enfermedades y explotación y desarrollo petroleros en sus territorios. En Colombia viven más de 80 comunidades nativas diferentes que dependen de la tierra para sobrevivir. El país tiene también uno de los ecosistemas más diversos del mundo. Su variada topografía, que abarca desde bosques tropicales hasta sabana, costas y montañas de más de 5.000 metros de altura, alberga más de 130.000 especies de plantas, además de jaguares, cóndores, tapires y el raro oso de gafas.
Pero este frágil ecosistema está amenazado, porque los insurgentes sabotean oleoductos en respuesta al apoyo gubernamental a la industria del petróleo. Estos actos han volcado más cantidad de petróleo a cursos de agua y tierras agrícolas que la que derramó el Exxon Valdez. Mientras, la fumigación de plantaciones de coca y adormidera mata cultivos adyacentes y envenena el agua de consumo. La perpetua guerra civil desplaza a numerosos campesinos, que en muchos casos abandonan la agricultura de subsistencia para incorporarse a la guerrilla o, paradójicamente, para dedicarse al cultivo de coca. Y mientras el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio presionan a Colombia para que desregule las operaciones de las empresas extranjeras, las fuerzas militares y paramilitares siguen amenazando, deteniendo y asesinando a miembros de comunidades indígenas.
En la Sierra Nevada de Santa Marta, cuatro indígenas kankuamo fueron asesinados por paramilitares de las AUC en un período de cinco días, en octubre de 2003. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha documentado los asesinatos de 50 kankuamos por grupos ilegales armados en 2003, y de 180 desde 1993. Muchos kankuamo han sido desplazados de sus territorios tradicionales debido al reclutamiento forzado y a las amenazas de muerte de militares, paramilitares y guerrilleros. El aumento de la ayuda económica estadounidense sólo ha profundizado su miseria, como cuenta Jaime, un kankuamo desplazado que ahora vive en Bogotá: “El dinero de Estados Unidos para el Plan Colombia es para preparar a la gente para la guerra. Lo envían aquí para matar indígenas”, afirmó.
El humo negro de la refinería de petróleo se extiende sobre la ciudad de Barrancabermeja e impregna el aire húmedo. Con sus numerosos cibercafés, sus cuerdas de luces navideñas y sus partidos de fútbol en el parque, el gobierno presenta a la “capital del petróleo” de Colombia como pacífica y segura. Pero pese a ser una de las ciudades más militarizadas de Colombia, con numerosos batallones patrullando las calles, Barrancabermeja es también una de las más violentas. Como dice Yolanda Becerra, directora de la Organización Femenina Popular, “los paramilitares controlan todo”.
Las AUC han creado un “paraestado” y manejan todos los aspectos económicos, sociales y políticos de la vida cotidiana. Aunque los paramilitares se enriquecen mediante operaciones de narcotráfico y el robo de gas de las refinerías de la empresa petrolera nacional Ecopetrol, imponen su “manual de conducta” al resto de la sociedad. Los “paras” recorren los barrios para mantener su “orden”, afeitan la cabeza de los niños que violan el toque de queda y castigan en público a las adúlteras. A un niño de 13 años lo castigaron por homosexualidad introduciéndole un cable electrificado en el recto.
Líderes sindicales, feministas, organizadores comunitarios y cualquiera relacionado con ellos son potenciales víctimas de asesinato por los paramilitares. El Defensor Regional del Pueblo ha documentado 150 homicidios, 80 desapariciones y 800 desplazamientos durante 2003 en todo Magdalena Medio, la región donde se encuentra Barrancabermeja. Cada semana, tres familias son desplazadas por la fuerza, principalmente por la presión y las amenazas de muerte de las AUC, y se agregan a los tres millones de refugiados que ha dejado la guerra civil. Cinco cadáveres desmembrados fueron hallados flotando en el río Magdalena. Tres de ellos quedaron como “cuerpos no identificados”, apenas una pequeña fracción de los 4.000 civiles que son muertos en Colombia cada año. La fachada de normalidad de Barrancabermeja no resiste el peso de los cuerpos arrojados en la calle o de la mujer colgada de un árbol. Ni siquiera el peso de su propio aire con olor a petróleo.
Mientras esto ocurre, políticos y expertos discuten los beneficios del Plan Colombia y piensan en las ganancias del petróleo, la globalización y el Área de Libre Comercio de las Américas. Así, inventan su propia ficción y encubren el sonido del metal contra la piedra, de los cuchillos de matar cerdos afilándose, en una muerte anunciada.
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Brad Miller es escritor y colaborador regular de Earth Island Journal, que publicó este artículo por primera vez (EIJ, otoño de 2004, volumen 19, número 3).
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