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No. 151/152 - Mayo-Junio 2004

Vida y trabajo en una sociedad salvaje

por Jeremy Seabrook

El caso de 19 trabajadores chinos, en su mayoría inmigrantes ilegales, que se ahogaron mientras buscaban berberechos en la costa británica de Lancashire puso al descubierto el lado oscuro de la globalización. A pesar de la indignación pública ante la descarnada realidad de explotación de los trabajadores, tal vez nunca se trate en profundidad el asunto, porque los ahogados forman parte de una “reserva de mano de obra” esencial para el capitalismo.

En febrero de este año, 19 trabajadores chinos se ahogaron mientras buscaban berberechos en la costa de Lancashire. La mayoría eran inmigrantes ilegales, o refugiados en busca de asilo, sin permiso de trabajo. En 2001, 58 chinos aparecieron muertos en un camión sellado que venía de Dover: habían muerto sofocados.
Las historias que llegan desde el sur de Europa, de barcos que se dan vuelta con gente –inmigrantes- que se hunde en el Mediterráneo, son tan comunes hoy que la prensa casi no las menciona. De todos modos, es curioso que los males se conozcan sólo cuando alguna tragedia espectacular echa luz sobre ellos, como las aguas que se cerraron sobre los 19 pescadores chinos en la bahía de Morecambe.
La imagen de los aterrorizados sobrevivientes envueltos en frazadas grises como si fueran miembros de alguna orden monástica espectral, las habitaciones con techos que gotean, camas compartidas y muebles desvencijados, y los equipos con los que buscaban berberechos en las arenas traicioneras narran la historia épica de una dislocación social y económica. De hecho, todas estas imágenes revelan los secretos más oscuros de la globalización.
Estas cosas ya ocurrieron. Durante la era industrial, la vida de los trabajadores de oficios peligrosos quedaba a disposición de “empleadores inescrupulosos” y morían quemados en incendios que se producían en algún molino que alguien había trancado durante la noche, o aplastados por una máquina cuando se les enganchaba la ropa o el cabello en los dientes de algún engranaje. Lo que estamos viendo es un abuso y una explotación que hace tiempo es conocida en estas islas, pero hoy nos llega con la apariencia de una clase trabajadora globalizada.
En el momento en que se producen los escándalos, la primera respuesta de las autoridades es denunciar el desastre humanitario: que cómo es posible que ocurran estas cosas a esta altura, que debemos aprender la lección y asegurarnos de que no vuelva a ocurrir, etc. La segunda reacción es la indignación, dirigida, en esta ocasión, contra las “bandas de delincuentes”, contrabandistas de personas y empleadores con los cuales los trabajadores inmigrantes tienen una deuda, además de depositar en ellos todas sus ilusiones. Esos trabajadores suelen proceder de familias que venden todo para darle a sus integrantes más jóvenes la oportunidad de llegar a las tierras de la prosperidad, para que una vez allí ellos les envíen dinero, a fin de pagar la hipoteca de su subsistencia.

“Reserva de mano de obra”

No hay que ser marxista para detectar la presencia permanente de una “reserva de mano de obra”. Siempre hubo grupos de trabajadores dispuestos a incorporarse a la fuerza de trabajo en las peores condiciones y aceptando, en su desesperación, empleos sucios y peligrosos, despreciados por quienes pueden darse el lujo de elegir. Este hecho ha cumplido un papel fundamental, ya que mantiene bajos los salarios. Los empleadores siempre pueden señalar a los desempleados recostados contra algún muro de la fábrica y decir “si no quieres trabajar por esta paga, allá afuera hay 10 que tomarán el empleo”.
Al principio de la era industrial, la reserva de mano de obra se componía de niños y mujeres, sobre todo en tiempos de guerra. En el siglo XIX, los que hasta entonces habían sido campesinos o simplemente vivían en el medio rural no pudieron sobrevivir con la mecanización y se fueron a las nuevas ciudades. Después de la hambruna irlandesa, llegaron contingentes de personas a Liverpool y otras ciudades de las tierras medias y el sur. Más adelante, llegaron refugiados judíos de los pogromos de Rusia y se incorporaron a los talleres londinenses donde se explotaba mano de obra. El siglo XIX arrancó a las personas de raíz de su medio y esparció las semillas, dejándolas libradas a sí mismas, para que se hicieran lugar en un sistema cuyas reglas, como dice Eric Hobsbawm, aún no conocían. Fue un período de separaciones dolorosas y nueva vida en entornos amenazadores. A medida que fue avanzando el siglo, las personas aprendieron las reglas del juego y se organizaron en sindicatos para defenderse. Y también se creó el Movimiento Laborista, cuyo heroico pasado fue robado para crear la falsa identidad, la etiqueta conveniente de Nuevo Laborismo.
Mientras eso sucedía, nuevos grupos de gente sin instrucción fue llegando de todas partes para tomar su lugar. El desempleo persistente del siglo XIX y principios del XX generó esta reserva de mano de obra que se mantenía fuera de actividad. Eran parte del sistema capitalista y tenían que ser un sector importante –a fin de desalentar a los demás-, pero también eran criticados por su tendencia a la inactividad. El invento más ingenioso para que esta gente siguiera cumpliendo con su doble función fue el asilo de pobres, sobre todo luego de la enmienda a la Ley de los Pobres, en 1834. La mole gigantesca de ladrillos del asilo constituyó una amenaza en los barrios obreros durante más de 100 años, ya que se tragaba a todo aquél que se negara a trabajar por casi nada.
La creación del Estado de bienestar, luego de la Segunda Guerra Mundial, generó un dilema. La escasez de mano de obra podía otorgarle demasiada importancia a los trabajadores. La reserva fue desmantelada. De modo que hubo que crear una nueva. La promesa que se le hizo a la gente del Caribe, India y Pakistán de que serían bienvenidos en Gran Bretaña marcó el comienzo de grandes olas migratorias que luego se extendieron al mundo entero y se volvieron irreversibles en la economía mundial. La reserva llegó con sus valijas estropeadas, sus mejores trajes y el corazón lleno de esperanza, y se encontró con el resentimiento y el odio que siempre han sufrido los pobres pero, además, con un racismo que en parte era consecuencia de la pérdida del imperio, y en parte del shock debido a que los inmigrantes alteraban la demografía y la cultura de una clase trabajadora que acababa de conseguirse un lugar precario en la sociedad industrial.

Objeto de tráfico

La respuesta a las bandas de delincuentes y los traficantes es doblemente hipócrita. La mano de obra siempre fue objeto de tráfico en el capitalismo, obligada, presionada, coaccionada o impulsada por la necesidad económica. Para hacer de todo esto algo aceptable, se convirtió en una abstracción -“el factor de producción”- y hasta hace relativamente poco, las condiciones en las que dicho “factor productivo” vivía o moría le resultaban bastante indiferentes a las autoridades. El tráfico ilegal de personas es apenas una cuestión de grado. La reserva siempre ha estado presente, a la espera de ser movilizada por cualquier capricho del mercado. Es algo indispensable para un sistema que haría cualquier cosa para impedir que la clase obrera obtenga el poder. ¿No fue esa la misión que cumplió Margaret Thatcher con su “revolución del mercado”? Bueno, estamos ahora ante otro aspecto del mercado. Occidente proyecta sin cesar su iconografía de lujo en todo el planeta y luego se sorprende de que haya algunos dispuestos a arriesgarlo todo para llegar a la tierra de la abundancia, donde suponen que encontrarán alivio a su inseguridad y sus privaciones. No debería extrañarnos que se empleen en los campos helados de cultivo de remolacha en East Anglia, en las cocinas extremadamente calurosas de ciertos restaurantes o en las aguas gélidas y traicioneras de la bahía de Morecambe. ¿Por qué suponemos que esa gente debería darse cuenta de que las imágenes proyectadas son meramente publicitarias? No está previsto que el público al que apunta ese imaginario trate de volverlo realidad, sino que se espera que lo mire de lejos y trate de imitarlo en su casa, en base al consejo amistoso de los gobiernos e instituciones financieras de Occidente.
Siempre ha habido resentimiento contra quiénes trabajan por menos de lo necesario para subsistir, aunque su función es apenas reconocida en la época en que vivimos. La sensibilidad contemporánea exige que la explotación y el abuso, idénticos a los que sufrían los pobres del siglo XIX, permanezcan ocultos. Ellos también eran refugiados. Ellos también huían de la pobreza y las pérdidas y, al llegar a las ciudades industrializadas, solían tener cita con los males de los que venían escapando.
La vida rural está siendo degradada en todo el mundo. Las personas se sienten expulsadas de su medio y se van hacia los centros urbanos, primero, y luego a las grandes metrópolis, dejándose arrastrar por promesas implícitas en el retrato de las riquezas universales. Cuando llegan a destino, sin papeles y en situación de ilegalidad, los recibe la ira popular, la agresividad de los medios y la calumnia política, junto con empleos peligrosos y mal remunerados. Son indispensables para llegar a acuerdos económicos para los cuales no hay alternativa posible. Hay promesas de reglamentar, controlar, legislar y terminar con los fundamentos mismos del sistema que genera pobreza y luego abusa de los más sumergidos. Al menos habría que reconocer y honrar el papel que juegan, y habría que combatir el prejuicio que se cierne sobre su despreciado trabajo con más vigor que el demostrado hasta ahora por la mayoría de los políticos, periodistas y “líderes de opinión”.
Sea cual sea la respuesta oficial, al menos podríamos evitar la hipocresía y el falso humanitarismo hacia personas cuyo destino es trabajar para comer, ser vilipendiadas y, a menudo, convertirse en víctimas de una ideología económica que admite los sacrificios humanos en las frías arenas de la bahía de Morecambe, o en cualquier otro lugar desolado del mundo, donde trabajadores prescindibles pierden la vida en favor de la plenitud mundial.

--------------- Jeremy Seabrook es periodista independiente residente en Gran Bretaña.






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