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Tema de tapa


No. 62 - Diciembre 1996

"VACA LOCA" Y CREUTZFELDT JAKOB

Una cultura descerebrada

por Lynette J. Dumble

Entre las nuevas enfermedades que actualmente son motivo de gran preocupación está la de Creutzfeldt Jakob (ECJ), variante humana de la "enfermedad de la vaca loca". Antiguamente considerada una enfermedad rara que afectaba a una persona en un millón, ahora se teme que para la primera década del próximo milenio sólo en Gran Bretaña millones de personas hayan contraído esta enfermedad incurable. El ocultamiento oficial revelado en Gran Bretaña deja de manifiesto que la salud pública ha sido sacrificada para proteger intereses económicos.

Revelaciones aparecidas en Gran Bretaña durante 1996 dieron una nueva dimensión a las infecciones al cerebro incurables: la enfermedad de Creutzfeldt Jakob (ECJ) en los seres humanos y la encefalopatía espongiforme bovina (EEB) en el ganado vacuno.

Previamente, los científicos y especialistas de la salud habían sostenido que la ECJ no provenía de comer carne infectada con EEB. Un anuncio realizado el 20 de marzo por la Cámara de los Comunes dio por tierra esta afirmación al admitir que los productos cárnicos de ganado infectado con EEB probablemente habían provocado una nueva forma de ECJ entre los seres humanos. Aunque atrajo menos la atención internacional, una histórica normativa de la Alta Corte del 21 de julio consideró que el Departamento de Salud había actuado con negligencia al permitir hasta 1985 el tratamiento de la glándula pituitaria en niños de corta estatura, a pesar de las advertencias realizadas en 1977 de que posiblemente las hormonas estuvieran contaminadas con el agente de la ECJ.

Esta afección --antiguamente una enfermedad rara que afectaba a menos de una persona en un millón-- ahora tiene un pronóstico de que, en el peor escenario, la incidencia en Gran Bretaña crecerá de un promedio de 50 casos al año a unos 10.000 para el año 2000 y 10 millones para el 2010. Si bien una epidemia de la ECJ de estas proporciones no deja lugar a la contemplación, también ha puesto en el tapete la interrogante de si la responsabilidad de lo que equivale a una catástrofe sin precedentes para la vida humana y animal radica en la naturaleza o en un error humano.

A medida que desentrañamos los acontecimientos, se torna cada vez más obvio que la tragedia de la enfermedad de la vaca loca y de la ECJ tienen su origen en una cultura descerebrada, resultante del enfoque agrícola y médico totalmente desatinado de este siglo.

Un manejo responsable de esta desastrosa situación depende en gran medida de dar un giro a las nociones que la provocaron. Frente a un boicot mundial de la carne británica, y cuando millones de vacunos debieron ser cremados, las autoridades persisten en una actitud tranquilizadora, que ha sido desmentida con insistente regularidad.

Una cultura insensata

Peor aún, los imperialistas modernos han sugerido que el Tercer Mundo es la respuesta y ya se ha mencionado, en forma extra oficial, a India, Camboya y Afganistán como los responsables de haber introducido ganado infectado con EEB, en un intento desesperado por salvar a Gran Bretaña de la ruina financiera.

La absurda actitud tranquilizadora es un signo de que muy poco o nada se ha aprendido en 60 años de una economía, una ciencia y una política carentes de sabiduría.

La naturaleza ha sido implacable --desde la peste bubónica hasta la roya de la papa-- y ha ocasionado muertes en masa a lo largo de la historia. Pero este caso de la EEB es única, ya que la epidemia fue en gran medida provocada por el ser humano. El scrapie, el equivalente de la EEB en la oveja, ha estado apareciendo en los últimos 20 años. Pero de la encefalopatía espongiforme humana no se sabía nada hasta que dos médicos alemanes, Creutzfeldt y Jakob, informaron cada uno por su lado de los primeros casos en la década del 20. A diferencia del sida, no hay ninguna prueba para detectar ambas infecciones y no se conoce una medicación que pueda curarlas o siquiera mitigar la cruel muerte a causa de estas enfermedades.

En los seres humanos, los primeros síntomas aparecen recién después de un período de incubación extremadamente prolongado. A esa altura, el agente de la ECJ ya ha convertido el cerebro en una masa similar a una esponja, que fue lo que motivó que este grupo fuera clasificado en primera instancia como lentos trastornos virales espongiformes. La muerte sea tal vez el escape anhelado a la terrible enfermedad que, mientras carcome silenciosamente el cerebro a lo largo de 10, 20 o incluso 30 años, va deteriorando la capacidad de oír, ver y hablar, así como la comprensión del lenguaje escrito y hablado.

Por su parte, los hornos son el destino de los confundidos y temblequeantes animales que la EEB ha privado de la capacidad de mantenerse en pie.

La lección sobre la naturaleza infecciosa de estas enfermedades del cerebro proviene de una catástrofe ocurrida en 1934 en Gran Bretaña a raíz de una vacuna que introdujo scrapie --"enfermedad de la oveja loca"-- en casi 5.000 de los 18.000 corderos a los dos años de haber sido inmunizados contra la infección de otro virus. Las investigaciones revelaron que el suero de la vacuna fue preparado de corderos cuyas madres desarrollaron posteriormente scrapie. La importancia de que el scrapie pasara verticalmente de las ovejas a sus corderos, y horizontalmente de cordero a cordero a través de la vacuna, fue mantenida al margen del conocimiento público e internacional, impidiendo que llegara a las páginas de la literatura científica por 15 años más.

En ese entonces, 1947, la "enfermedad de la oveja loca" saltó la barrera de las especies cuando un complemento alimentario infectado con scrapie provocó una enfermedad al cerebro similar en un visón doméstico de una granja. Esta noticia no interesó a la comunidad médico científica que, a esa altura, estaba muy preocupada con otra enfermedad cerebral incurable, el kuru, que había alcanzado proporciones de epidemia entre el pueblo fore de las montañas de Nueva Guinea. Los antropólogos de la Universidad de Adelaide rastrearon el kuru hasta llegar a un rito de la tribu que consistía en comerse los cuerpos de los muertos, y donde el cerebro era casi sin lugar a dudas el denominador infeccioso.

El kuru fue erradicado cuando las autoridades de Nueva Guinea prohibieron en 1959 esa tradición, y en 1976 se otorgó el Premio Nobel al estadounidense Carlton Gajdusek, cuyos experimentos habían demostrado que al inyectar en chimpancés cerebro humano con la enfermedad de kuru en 1967 y con la ECJ en 1969, se reproducía enfermedades similares. La investigación de Gajdusek puso fin a las ideas de que la barrera de las especies era un impedimento para la propagación de este tipo de enfermedades.

Los neurocientíficos Laura y Eli Manuelides, de la Universidad de Yale, Estados Unidos, demostraron en 1975 que al igual que los experimentos con cerebros de víctimas de las enfermedades kuru y Creutzfeldt Jakob, la sangre humana atravesó la barrera de las especies y transmitió la enfermedad a los animales de laboratorio. La sangre fue identificada como un elemento clave en la transmisión de la ECJ de un huésped primario a otro secundario. A diferencia de infecciones como la gripe, causadas por virus que se trasladan por el aire, pero similar al sida y la hepatitis B que son causadas por virus transmitidos por la sangre, los receptores expuestos a inyecciones de hormonas de la glándula pituitaria humana o a trasplantes de sangre o de órganos de un donante con ECJ corren el riesgo de convertirse en huéspedes secundarios una vez que el material contagioso ingresa en la corriente sanguínea.

Aún cuando comenzó a saberse más de la encefalopatía espongiforme, diversos programas de hormonas pituitarias humanas en países como Australia, Francia, Gran Bretaña, Nueva Zelanda y Estados Unidos contaron con un gran apoyo estatal. Muy pocos de los entusiastas seguidores de los programas se dieron cuenta de la significación de los experimentos de los Manuelides. Una honrosa excepción fue el británico Alan Dickinson, especialista en el scrapie, quien entre 1978 y 1982 trató infructuosamente de aislar el agente de la ECJ de las hormonas pituitarias inyectadas en niños de corta estatura y mujeres infértiles. En esa misma época, una Comisión Real Británica sobre Contaminación Ambiental planteó en 1979 la posibilidad de que la alimentación de ganado con cadáveres de oveja podría propagar el scrapie a los vacunos, como lo había hecho 30 años antes con el visón, por vía oral.

Al mismo tiempo, la búsqueda de glándulas pituitarias para la producción de hormonas de crecimiento llegó al segundo país de mayor población del mundo, India. Literalmente allí se juntaron millones de pituitarias de cadáveres que eran enviadas a los laboratorios de Europa y América del Norte. El pago prometido en especie, con extracto de hormona de crecimiento para tratar niños indios de baja estatura, no se cumplió. Irónicamente, esa promesa incumplida tal vez sea la responsable de la envidiable situación actual de India, donde no hay presencia de la ECJ en ninguna parte de su territorio.

Hormonas de crecimiento

En 1985 aparecieron los primeros cuatro casos de ECJ en niños tratados con hormonas de crecimiento de glándula pituitaria. En la mayoría de los países se detuvieron los programas, salvo en Francia, donde continuaron los tratamientos con hormonas de crecimiento en niños. El arrogante argumento era que la pureza del proceso de extracción de hormonas de Francia garantizaba que no se hubiera dado ni un caso de ECJ en ese momento. Cuatro años más tarde, en 1989, apareció el primer niño con el trágico legado. Durante ese tiempo se duplicó el número de niños en riesgo de contraer la ECJ y en 1996 Francia tenía la mitad de los 90 casos de ECJ relacionados con hormonas pituitarias.

Un manto invisible rodea a las víctimas mujeres de los programas de hormonas pituitarias humanas. A diferencia de los niños, que durante años fueron inyectados cada 15 días, lo que hacía imposible que los pediatras pudieran evitar los trámites burocráticos que acompañan los programas estatales, las inyecciones de gonadotrofina duraban unos seis meses. Por lo general quedaban restos de hormonas que los especialistas en infertilidad podían inyector en nuevas candidatas sin tener que pasar por el proceso burocrático de pedir más partidas. Esto significa que los registros oficiales de mujeres expuestas a gonodotrofina pituitaria están por debajo de las cifras reales.

Además, tres años después de los primeros casos de ECJ relacionados con hormonas de crecimiento de la pituitaria, los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos concluyeron en 1988 que la naturaleza de corto plazo del tratamiento de gonadotrofina inhabilitaba la posibilidad de contraer ECJ. Un año después, en 1989, la gonadotrofina cobró su primera víctima de ECJ: una australiana de 40 años. En 1993, hubo otros tres casos de mujeres australianas, todas rondando los 40 años, que habían recibido inyecciones de gonadotrofina pituitaria. Para cuando esas noticias llegaron a los titulares británicos en 1993, las autoridades no podían dar respuesta a las preguntas, incluso la que hizo una mujer de 32 años cuya madre había muerto de ECJ a los 55, en 1975, después de haber recibido cinco inyecciones de gonadotrofina pituitaria en 1960, porque si alguna vez había existido algún registro, para entonces ya había sido encubierto.

Las cifras oficiales británicas ubican en 300 las mujeres infértiles expuestas a gonadotrofina pituitaria, pero la literatura médica de los círculos de tratamiento de infertilidad que datan de los 60 indica que la cifra es probablemente mucho mayor.

Los niños y mujeres del Tercer Mundo no escaparon de la insanía de los programas de hormonas pituitarias humanas. Un informe médico de 1991 estableció una relación entre la muerte por ECJ de un brasileño joven y de cinco jóvenes hombres y mujeres neozelandeses, con un tratamiento recibido en su niñez con hormona de crecimiento de pituitaria obtenida de Estados Unidos. De más está decir que nunca se sabrá la suerte que corrieron las mujeres de Ciudad de México a las que se les inyectó en sus senos hormonas pituitarias provenientes de Estados Unidos, en un descabellado experimento para aumentar el volumen de leche de madres lactantes, algunas embarazadas.

ECJ relacionada con transfusiones de sangre

Si bien el concepto de ECJ relacionada con las transfusiones de sangre fue abiertamente descartada por las autoridades sanitarias, en 1987 se aconsejó a todos los receptores de hormona de crecimiento pituitaria de Nueva Zelanda y Estados Unidos que no donaran sangre ni órganos. Recién en 1992 los bancos de sangre y los programas de transplante de órganos de Australia y Gran Bretaña los secundaron.

Por otro lado, aun cuando la teoría de la ECJ transmitida por sangre no fue demostrada en los seres humanos, las medidas de los últimos dos años indican que las autoridades se muestran receptivas a las consecuencias sobre la salud pública de los experimentos de los Manuelides. Las autoridades canadienses gastaron 18 millones de dólares en 1995 para retirar un banco de plasma, a punto de ser recibido por miles de personas de todo el país, porque contenía la donación de un hombre que había muerto de ECJ. De igual forma, en 1996, las autoridades neozelandesas sacaron de circulación productos sanguíneos que habían sido contaminados por la donación de un donante con ECJ, y los bancos de sangre británicos también aumentaron sus medidas de precaución con una rutina destinada a descartar donaciones de parientes de víctimas de ECJ.

El microbiólogo Stephen Dealler estima que la sangre infectada con ECJ puede llegar a unos 60.000 receptores por año, pero el largo período de incubación aumenta la dificultad para establecer un vínculo entre un caso de ECJ que ha recibido una transfusión de sangre y el origen de la donación.

Un año después de los primeros casos de ECJ relacionados con las hormonas de crecimiento, en 1985, aparecieron los primeros casos de ganado vacuno alimentado con proteínas (de restos de ovejas) enfermo de EEB. En todo el mundo se crearon comités asesores, pero ninguno tuvo la previsión de incluir expertos en salud pública que supieran evaluar políticas en términos de peores y mejores predicciones. En lugar de eso, en los 10 años siguientes las autoridades se preocuparon de preservar la reputación y las carreras de eminentes políticos, médicos y científicos, y buscaron eludir la ansiedad de la opinión pública retaceando toda información que los dejara mal parados.

La salud pública y animal ocupan un segundo lugar en los intereses comerciales que transformaron el ganado de herbívoro y sin EEB, en carnívoros con EEB, con una dieta proteica no regulada. De hecho, aun cuando la EEB apareció en 1986 en el ganado británico alimentado con proteínas, el consejo de algunos científicos de que era posible contener la epidemia compensando a los granjeros por la inmediata destrucción de las 10.000 o más cabezas de ganado, fue descartado por motivos económicos.

Después de que en 1988 se prohibieron las raciones con animales contaminados de scrapie, se creía que la epidemia de EEB estaba bajo control. Según las autoridades, el pico de 1992 de un promedio de 700 casos nuevos de EEB por semana disminuyó a 70 casos en 1996. Al mismo tiempo, la noción del control se contradijo en la práctica por la presencia de EEB en aproximadamente 27.000 cabezas de ganado recién nacido después de la prohibición. Estas cifras indican que el ganado alimentado con proteínas antes de la regulación pasó la EEB a sus terneros. Al igual que lo que sucedió con la teoría de la transmisión por sangre de la ECJ en los seres humanos, la hipótesis de que la epidemia de EEB en el ganado se mantenía por la transmisión materna fue descartada cuando no ridiculizada, hasta que un estudio realizado en 1996 demostró lo contrario.

¿Una granja feliz?

Pero tal vez el ganado vacuno no sea la única especie de la industria cárnica que alberga el agente de la EEB. Hasta marzo de 1996 no estaba restringida la alimentación de cerdos y gallinas con menudos de ganado vacuno. Es práctica común de los fabricantes de raciones para animales compartir el mismo equipo para mezclar la ración destinada al ganado vacuno y porcino. Este enfoque refleja una flagrante ignorancia dentro de la industria agrícola sobre la elevada naturaleza infecciosa de enfermedades como la EEB y la ECJ.

Esta circunstancia, sumada a la extrema resistencia de la EEB y la ECJ a temperaturas elevadas y a productos químicos cáusticos con los que suelen desinfectarse los instrumentos y herramientas, puede explicar la desmedida propagación de EEB entre los animales de granja.

Algunos aducen que el pánico por la EEB no se apoya en pruebas científicas firmes. Los insultos van y vienen acerca de vacas locas y políticos locos. La historia decidirá en última instancia, pero ante la falta de una alternativa plausible tanto los animales como los seres humanos han sido víctimas de una política que no ha tenido nada de cauta.

Ha sido la falta de tino de parte del mundo médico más que la naturaleza lo que destruyó las vidas de 90 receptores de hormonas pituitarias y sus familias; vidas jóvenes han desaparecido por una forma de ECJ que parece provenir de vacunos infectados por una inadecuación agrícola; y el ganado británico corre el riesgo de extinguirse por la enfermedad adquirida durante un período de megalomanía financiera.

Sesenta años de subestimar la gravedad de la EEB y la ECJ tanto para los seres humanos como para los animales son suficientes. Ideas como la de repoblar las vacas sagradas de India y detonar las minas de Camboya y Afganistán con ganado infectado con EBB son prolongaciones de una cultura descerebrada, que convenció al público de que "no había evidencia" de un resultado trágico. Más bien "no había forma de decirlo" y falta ver si las consecuencias finales igualarán o sobrepasarán las derivaciones de la epidemia del sida.

Los imperialistas europeos, reunidos en este siglo por los de Estados Unidos y en menor medida Canadá y Australia, ahondaron la diferencia entre regiones desarrolladas y en desarrollo con una discriminación moderna que transgrede las fronteras de los derechos humanos y animales, del desarrollo, el medio ambiente, las armas nucleares, la población, el comercio y la riqueza. Cansados de ser usados como basurero de residuos nucleares, productos tóxicos y medicamentos vencidos o prohibidos, el Tercer Mundo no deberá dejarse atrapar por las propuestas de los imperialistas descerebrados de convertirse en almacén de la EEB creada por el ser humano. El futuro del planeta tal vez nunca haya descansado tan desesperadamente en un escape inmediato de las atrocidades de la EEB y la ECJ, provocadas por una ciencia, una medicina y una economía descerebradas. Pero el Tercer Mundo no tiene la obligación de "prestar una mano".

Lynette J. Dumbre es médico, Senior Investigador del Departamento de Cirujía de la Universidad de Melbourne y del Hospital Real de Melbourne, Australia.






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