No. 135/136 - Enero/Febrero 2003
El verdadero significado del 11 de setiembre
por
Arundhati Roy
El primer aniversario del 11 de setiembre es una buena ocasión para recordarle a los estadounidenses lo que significa esa fecha en otras partes del mundo, donde tiene sentido desde hace mucho tiempo.
Ninguno de nosotros necesita aniversarios para recordar lo que no puede olvidar. Así que no es más que una coincidencia que yo justo esté aquí, en suelo estadounidense, en setiembre, un mes de aniversarios horribles. Por supuesto, lo primero que todo el mundo tiene en mente, en particular aquí en Estados Unidos, es el horror de eso que ha pasado a llamarse el 11 de setiembre. Casi tres mil civiles perdieron la vida en ese ataque terrorista mortal. El dolor aún es profundo. La ira aún es fuerte. Las lágrimas no se han secado. Y una extraña guerra mortífera recrudece en todo el planeta. Sin embargo, cada persona que perdió a un ser querido seguramente sabe en secreto, en lo profundo de su ser, que ninguna guerra, ningún acto de venganza, podrá templar su dolor o recuperar a sus seres queridos. La guerra no puede vengar a aquéllos que están muertos. La guerra es sólo una brutal profanación de su memoria.
Lanzar otra guerra más –esta vez contra Irak- manipulando cínicamente el dolor de la gente, armando paquetes de programas especiales para la televisión con el auspicio de compañías que venden detergente o calzado deportivo, es rebajar y desvalorizar el dolor, vaciarlo de sentido. Estamos asistiendo ahora a un vulgar espectáculo del negocio del dolor, al saqueo de los sentimientos humanos más privados para utilizarlos con fines políticos. Que un Estado le haga eso a su gente es algo terrible y muy violento.
La pérdida no es un tema como para tratar desde una plataforma pública, pero es algo sobre lo que realmente me gustaría hablarles. Perder y pérdida. Dolor, fracaso, quiebre, parálisis, incertidumbre, miedo, la muerte del sentir, la muerte del soñar. La injusticia absoluta, implacable, interminable y habitual del mundo. ¿Qué significa la muerte para los individuos? ¿Qué significa para culturas enteras, pueblos enteros que han aprendido a vivir con todo eso como compañía constante?
El 11 de setiembre en la historia
Ya que estamos hablando del 11 de setiembre, quizá sea adecuado recordar lo que significa esa fecha, no sólo para quienes perdieron a sus seres queridos en Estados Unidos el año pasado, sino para los que viven en otras partes del planeta y esta fecha es significativa desde hace tiempo. No hago este acto de desentierro histórico a modo de acusación o provocación, sino para compartir entre todos el dolor de la historia. Para adelgazar un poco la bruma. Para decirle a los ciudadanos de Estados Unidos, de la manera más humana y suave posible: “Bienvenidos al mundo”.
Hace 29 años, en Chile, el 11 de setiembre de 1973, el general Augusto Pinochet dio un golpe de estado, apoyado por la CIA, contra el gobierno de Salvador Allende, que había sido elegido democráticamente. “No se puede permitir que Chile se vuelva marxista simplemente porque su pueblo es irresponsable”, dijo Henry Kissinger, premio Nobel de la Paz y entonces secretario de Estado de Estados Unidos. Luego del golpe, el presidente Allende apareció muerto dentro del palacio presidencial de La Moneda. Durante el régimen del terror que siguió luego, miles de personas fueron asesinadas. Muchas otras simplemente “desaparecieron”. Hubo ejecuciones públicas a cargo de pelotones de fusilamiento. Se abrieron campos de concentración y cámaras de tortura en todo el país. Los muertos fueron enterrados en minas en desuso y en tumbas sin nombre. Durante 17 años, el pueblo de Chile vivió con temor a las “visitas” de medianoche, a las “desapariciones” rutinarias, al arresto repentino y a la tortura. Los chilenos recuerdan cuando le cortaron las manos al músico Víctor Jara frente a una muchedumbre, en el estadio de Santiago. Antes de dispararle, los soldados de Pinochet le tiraron la guitarra y le ordenaron burlonamente que tocara algo.
En 1999, luego del arresto del general Pinochet en Gran Bretaña, miles de documentos secretos salieron a la luz por decisión del gobierno de Estados Unidos. Tales documentos tienen pruebas inequívocas de la participación de la CIA en el golpe, así como del hecho de que el gobierno estadounidense contaba con información detallada acerca de la situación de Chile durante la dictadura del general Pinochet. Kissinger le declaró su apoyo al general: “En Estados Unidos, como usted sabe, estamos de acuerdo con lo que está tratando de hacer”, dijo. “Le deseamos lo mejor a su gobierno”.
Para quienes sólo conocemos la vida en democracia, con sus defectos, es difícil imaginar lo que significa vivir en una dictadura y soportar la pérdida absoluta de las libertades. No se trata sólo de quienes fueron asesinados por Pinochet, sino de las vidas robadas a los vivos, que también cuentan.
Lamentablemente, Chile no fue el único país de América que tuvo el honor de contar con la atención del gobierno Estados Unidos. Guatemala, Costa Rica, Ecuador, Brasil, Perú, República Dominicana, Bolivia, Nicaragua, Honduras, Panamá, México y Colombia han sido campo de operaciones –encubiertas y no encubiertas- de la CIA. Cientos de miles de latinoamericanos han muerto, han sido torturados o simplemente han desaparecido bajo regímenes despóticos y dictadores de pacotilla, así como traficantes de drogas y de armas. Muchos de ellos aprendieron su oficio en la infame Escuela de las Américas de Fort Benning, Georgia, fundada por el gobierno de Estados Unidos, y de la cual han egresado 60.000 personas.
Como si todo esto no hubiera sido suficientemente humillante, los pueblos de América Latina han sido etiquetados de incapaces para la democracia, como si los golpes de estado y las masacres estuvieran de algún modo en sus genes.
Esta lista no incluye, por supuesto, a los países de Africa o de Asia que han sufrido intervenciones militares estadounidenses: Vietnam, Corea, Indonesia, Laos y Camboya. ¿Durante cuántos setiembres de varias décadas seguidas hubo millones de personas en Asia padeciendo bombardeos, quemaduras y matanzas? ¿Cuántos setiembres han pasado desde agosto de 1945, cuando cientos de miles de japoneses corrientes fueron arrasados por los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki? ¿Durante cuántos setiembres soportaron el infierno en vida las miles de personas que tuvieron la desgracia de sobrevivir a esos ataques? ¿Cuántos setiembres en el infierno tuvieron que soportar los hijos de sus hijos, la tierra, el cielo, el viento, el agua y todas las criaturas que nadan, caminan, se arrastran y vuelan?
No muy lejos de aquí, en Albuquerque, está el Museo Atómico Nacional donde Fat Man (hombre gordo) y Little Boy (muchacho pequeño), apodos afectuosos de las bombas tiradas en Hiroshima y Nagasaki, se pueden comprar como souvenirs. Hay jóvenes funkys que los usan como pendientes. Una masacre colgando de cada oreja. Pero me estoy alejando del tema. Estamos hablando de setiembre, no de agosto.
El problema palestino
El 11 de setiembre también tiene resonancias trágicas en Medio Oriente. El 11 de setiembre de 1922, ignorando la indignación árabe, el gobierno británico proclamó un mandato en Palestina, una continuación de la Declaración Balfour que había hecho el Imperio británico en 1917, con su ejército preparado fuera de las puertas de la ciudad de Gaza. La Declaración Balfour se había comprometido con los europeos sionistas a darle un hogar al pueblo judío. Dos años después de la declaración, Lord Balfour, el ministro de Relaciones Exteriores británico, declaró: “En Palestina no pensamos consultar los deseos de los actuales habitantes del país. El sionismo, ya sea acertado o equivocado, bueno o malo, se basa en tradiciones muy antiguas, en necesidades actuales, en esperanzas futuras de una importancia mucho más profunda que los deseos o prejuicios de los 700.000 árabes que hoy habitan esa tierra ancestral”.
Con cuánta ligereza el poder imperial sentenció cuáles necesidades eran profundas y cuáles no. Con cuánto descuido hizo la vivisección de civilizaciones tan antigüas. Palestina y Cachemira son los regalos ensangrentados y putrefactos del Imperio Británico para el mundo moderno. Ambos lugares son puntos centrales de los conflictos internacionales del presente. En 1937, Winston Churchill dijo de los palestinos: “Yo no estoy de acuerdo en que el perro de un pesebre tenga derecho a estar en el pesebre porque ha pasado allí mucho tiempo. No reconozco ese derecho. No creo, por ejemplo, que se haya cometido una gran falta con los indígenas Pieles Rojas de Estados Unidos o los negros de Australia. No creo que sea un daño para esas personas el hecho de que una raza más fuerte, superior, una raza más sabia en lo terrenal, por decirlo de algún modo, haya llegado y tomado su lugar”. Esa declaración marcó la tendencia de la actitud que asumió el estado israelí hacia los palestinos. En 1969, la primera ministra de Israel, Golda Meir, declaró: “Los palestinos no existen”. Su sucesor, el primer ministro Levi Eshkol, dijo: “¿Qué son los palestinos? Cuando yo vine para aquí (a Palestina) había 250.000 no judíos, en su mayoría árabes y beduinos. Esto era un desierto, menos que subdesarrollado. Nada”. Y el primer ministro Yitzhak Shamir los trató de “saltamontes” que había que aplastar. Estas son las expresiones de los jefes de Estado, no de la gente común.
En 1947, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hizo una partición formal y entregó 55 por ciento de las tierras de Palestina a los sionistas. En menos de un año habían capturado 76 por ciento. El 14 de mayo de 1948 se declaró el Estado de Israel. Minutos después de la declaración, Estados Unidos reconoció a Israel. Cisjordania fue anexada por Jordania. La Franja de Gaza quedó bajo control militar de Egipto. Formalmente, Palestina dejó de existir, aunque no ocurrió lo mismo en la mente y el corazón de cientos de miles de palestinos que se convirtieron en refugiados.
En el verano de 1967, Israel ocupó Cisjordania y la Franja de Gaza. El gobierno israelí ofreció subsidios y ayuda para el desarrollo a quienes estuvieran dispuestos a mudarse a los territorios ocupados. Casi todos los días hay familias palestinas que se ven forzadas a dejar su tierra para ir a vivir en campamentos de refugiados. Los palestinos que aún viven en Israel no tienen los mismos derechos que los israelíes y son considerados ciudadanos de segunda clase en lo que antes era su tierra.
Durante décadas ha habido levantamientos, guerras e intifadas. Decenas de miles de personas han perdido la vida. Se han firmado tratados y acuerdos. Se han declarado ceses del fuego y se han violado. Pero el baño de sangre no termina. Palestina sigue ilegalmente ocupada. Su pueblo vive en condiciones inhumanas, en ghettos virtuales donde se los somete a castigos colectivos y toques de queda de 24 horas; donde se los humilla y se los trata como bestias todos los días. Nunca saben cuándo serán demolidas sus casas, cuándo matarán a sus hijos, cuándo cortarán sus preciados árboles, cuándo cerrarán sus calles, cuándo podrán ir caminando a comprar alimentos y medicamentos. No saben ni siquiera si algo de eso ocurrirá. Viven sin nada que se asemeje a la dignidad. Sin demasiada esperanza. No tienen ningún control sobre sus tierras, su seguridad, sus movimientos, sus comunicaciones o su acceso al agua potable. De modo que cuando se firman acuerdos y suenan las palabras “autonomía”, e incluso “condición de estado”, vale la pena preguntarse: ¿qué clase de autonomía? ¿qué tipo de Estado? ¿qué tipo de derechos tendrán sus ciudadanos?
Los jóvenes palestinos que no pueden contener su ira se convierten en bombas humanas y aparecen en las calles y lugares públicos de Israel, explotando para matar a gente común, inyectando terror en la vida cotidiana y, finalmente, alimentando la sospecha y el odio que se profesan mutuamente esas dos sociedades. Cada bombardeo da lugar a despiadadas represalias, genera más dificultades para el pueblo palestino. Pero el bombardeo suicida es un acto de desesperación individual, no una táctica revolucionaria. Si bien los ataques palestinos aterrorizan a los civiles israelíes, constituyen la excusa perfecta para las incursiones diarias del gobierno de Israel por territorio palestino; la excusa perfecta para aplicar el colonialismo pasado de moda del siglo XIX, disfrazado de “guerra” moderna, del siglo XXI.
El aliado político y militar más leal de Israel es –y ha sido siempre- Estados Unidos. El gobierno estadounidense, junto con el de Israel, ha bloqueado casi todas las resoluciones de la ONU para encontrar una solución pacífica y equitativa al conflicto. También ha apoyado casi todas las ofensivas lanzadas por Israel. Cuando Israel ataca a Palestina, los que destruyen hogares palestinos son misiles estadounidenses. Y cada año, Israel recibe varios miles de millones de dólares de Estados Unidos.
¿Qué lecciones deberíamos aprender de este trágico conflicto? ¿Al pueblo judío, que ha sufrido tantas crueldades –probablemente más que cualquier otro pueblo en la historia-, le resulta realmente imposible entender la vulnerabilidad y los anhelos de aquéllos a los que ha desplazado? ¿Acaso el sufrimiento extremo siempre despierta crueldad? ¿Qué esperanza le deja esto a la humanidad? ¿Qué pasará con el pueblo palestino en el caso de una victoria? Cuando una nación sin Estado termina por proclamarlo, ¿qué tipo de estado elige? ¿Qué horrores se perpetrarán en nombre de su bandera? ¿Deberíamos estar luchando por un estado separado o para que se respete el derecho de todos a vivir en libertad y con dignidad, sin importar su etnia o su religión?
Palestina supo ser un bastión secular en el Medio Oriente. Pero ahora la Organización para la Liberación de Palestina, débil, antidemocrática, evidentemente corrupta, aunque declaradamente no sectaria, pierde terreno frente a Hamas, que abraza una ideología abiertamente sectaria y lucha en nombre del Islam. Cito de su manifiesto: “Seremos sus soldados (del Islam) y la leña de su fuego, que quemará a los enemigos”.
Hay un llamado mundial a condenar a los bombarderos suicidas. Pero ¿podemos ignorar el largo camino que han discurrido antes de llegar a este destino? Del 11 de setiembre de 1922 al 11 de setiembre de 2002: 80 años es mucho –muchísimo- tiempo para librar una guerra. ¿Hay algún consejo que pueda darle el mundo al pueblo de Palestina? ¿Existe alguna ilusión a la cual aferrarse? ¿Acaso los palestinos deberían simplemente tomar las migajas que les tiran y actuar como los saltamontes o las bestias de dos patas que se ha dicho que son? ¿O simplemente deberían aceptar la sugerencia de Golda Meir y hacer un verdadero esfuerzo por no existir?
Bombardeos sobre Irak
En otra parte de Medio Oriente, el 11 de setiembre pulsa una cuerda más reciente. Fue un 11 de setiembre de 1990 cuando George W. Bush (padre), entonces presidente de Estados Unidos, hizo un discurso en una sesión conjunta del Congreso anunciando la decisión de su gobierno de declararle la guerra a Irak. El gobierno de Estados Unidos dice que Saddam Hussein es un criminal de guerra, un militar déspota y cruel que ha cometido genocidio contra su propio pueblo. Esta es una descripción bastante fiel de la persona en cuestión. En 1988, arrasó con cientos de pueblos del norte de Irak y utilizó armas químicas y ametralladoras para matar a miles de kurdos. Hoy sabemos que ese mismo año, el gobierno estadounidense le otorgó un subsidio de 500 millones de dólares para comprar productos agrícolas de Estados Unidos. El año siguiente, luego de que Saddam Hussein completó con éxito el genocidio, Washington duplicó su subsidio, que pasó a ser de 1.000 millones de dólares. También le brindó un germen de antrax de alta calidad, así como helicópteros y materiales que podían servir para fabricar armas químicas y biológicas.
De modo que, mientras Saddam Hussein perpetraba las peores atrocidades, los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña eran sus aliados más próximos. Todavía hoy, el gobierno de Turquía, que tiene los peores antecedentes en derechos humanos del mundo, es uno de los principales aliados del gobierno estadounidense. El hecho de que el gobierno turco haya oprimido y asesinado a los kurdos durante años no ha impedido que el gobierno estadounidense le brinde armas y ayuda para el desarrollo. Evidentemente, no fue la preocupación por el pueblo kurdo lo que motivó el discurso de Bus (padre) en el Congreso.
¿Qué fue lo que cambió? En agosto de 1990, Saddam Hussein invadió Kuwait. Su pecado no fue haber cometido un acto de guerra, sino haber actuado con independencia, sin una orden de sus amos. Esta muestra de independencia fue suficiente para estropear la ecuación de poder del Golfo. Así que se decidió que Saddam Hussein debía ser exterminado, como una mascota que perdió los favores de su dueño.
El primer ataque aliado contra Irak tuvo lugar en enero de 1991. El mundo vio esta guerra tal como se presentó por televisión. (En India, por aquellos tiempos, había que ir al lobby de un hotel cinco estrellas para ver la CNN.) Decenas de miles de personas murieron en un mes de bombardeos devastadores. Lo que muchos no saben es que la guerra no terminó allí. La furia inicial se convirtió en el ataque aéreo constante más prolongado sobre un país desde la guerra de Vietnam. Durante las últimas décadas, fuerzas estadounidenses y británicas dispararon miles de misiles y de bombas sobre Irak. Los campos de Irak han sido bombardeados con 300 toneladas de uranio empobrecido. En países como Estados Unidos y Gran Bretaña, las bombas de uranio empobrecido se prueban haciéndolas estallar en túneles de cemento construidos especialmente con ese fin. El residuo radiactivo se lava del cemento y se desecha en el océano, lo cual ya es malo. En Irak, tales residuos van a parar –deliberadamente- a los alimentos y el agua que consumen las personas. En sus bombardeos, los aliados apuntaron específicamente a las plantas de tratamiento de aguas, plenamente conscientes de que las mismas no podrían repararse sin ayuda extranjera. En el sur de Irak, la incidencia del cáncer en los niños se ha multiplicado por cuatro. Durante la década de sanciones económicas que siguió a la guerra, la población civil iraquí no ha tenido acceso a alimentos, medicamentos, equipamientos hospitalarios, ambulancias y agua potable.
Casi medio millón de niños iraquíes han muerto como consecuencia de las sanciones. Sobre ellos, Madeleine Albright, embajadora de Estados Unidos en la ONU, ha dicho: “Es una decisión muy dura, pero creemos que es el precio que hay que pagar”. “Equivalencia moral” fue la expresión utilizada para denunciar a quienes criticaron la guerra contra Afganistán. Madeleine Albright no puede ser acusada de equivalencia moral. Lo que dijo fue álgebra pura.
Una década de bombardeos no ha alcanzado para desarmar a Saddam Hussein, la “Bestia de Bagdad”. Ahora, casi 12 años más tarde, el presidente George W. Bush ha rescatado aquel discurso de su padre. Propone una guerra total y su objetivo es, nada menos, lograr un cambio de régimen. El New York Times sostiene que el gobierno de Bush “sigue una estrategia meticulosamente planeada para convencer a la opinión pública, el Congreso y los aliados, de la necesidad de enfrentarse a la amenaza de Saddam Hussein”.
Andrew Card (hijo), relató el modo en que el gobierno está elaborando sus planes para el otoño: “Desde el punto de vista del marketing, no se deben introducir productos nuevos en agosto”. Esta vez, la consigna de Washington para su “nuevo producto” no es el sufrimiento del pueblo de Kuwait, sino la afirmación de que Irak tiene armas de destrucción masiva. “Olvídese de la inepta moral de los grupos de presión por la paz”, escribió Richard Perle, ex asesor de Bush. “Tenemos que atraparlo antes de que nos atrape él a nosotros”.
Los inspectores de armamento tienen informes contradictorios acerca de la cantidad de armas de destrucción masiva que posee Irak. Muchos de esos inspectores han dicho claramente que el arsenal ha sido desmantelado y que no tiene los medios para reconstruirlo. Sin embargo, no hay dudas acerca del rango y la contundencia del arsenal de armas químicas y nucleares de Estados Unidos. ¿Acaso el gobierno estadounidense recibiría con gusto a los inspectores de armamento? ¿Y el de Gran Bretaña? ¿Y el de Israel?
Y si Irak tiene un arma nuclear, ¿acaso eso justifica un ataque preventivo de Estados Unidos? Estados Unidos tiene el mayor arsenal de armas nucleares del mundo. Hasta ahora, ha sido el único país del planeta que lo ha utilizado contra poblaciones civiles. Si Estados Unidos tiene justificación para lanzar un ataque preventivo contra Irak, cualquier potencia nuclear puede atacar preventivamente a cualquier otra. India podría atacar a Pakistán, o al revés. Si el gobierno de Estados Unidos se disgusta con el primer ministro de India, ¿acaso puede simplemente “sacarlo” con un ataque preventivo?
Hace poco, Estados Unidos tuvo un papel importante al obligar a India y a Pakistán a dar marcha atrás en sus impulsos de guerra. ¿Tan difícil le resulta seguir sus propios consejos? ¿Quién es responsable de moralinas ineptas? ¿Y de predicar la paz mientras hace la guerra? Estados Unidos, que según Bush es “la nación más pacífica de la Tierra”, ha estado en guerra contra algún país cada año durante los últimos 50 años.
El negocio de la guerra
Las guerras nunca son por razones altruistas. Usualmente, tienen que ver con hegemonías o negocios. Y, por supuesto, existe el negocio de la guerra. Proteger su dominio sobre el petróleo del mundo es fundamental para la política exterior de Estados Unidos. Las últimas intervenciones militares del gobierno estadounidense en los Balcanes y en Asia central tuvieron que ver con el petróleo. Se dice que Hamid Karzai, el presidente-marioneta que instaló Estados Unidos en Afganistán, fue empleado de Unocal, la empresa petrolera estadounidense. El patrullaje paranoico de Washington en Medio Oriente se debe a que allí se encuentran dos tercios de las reservas petroleras del mundo. El petróleo permite que los motores de Estados Unidos sigan ronroneando dulcemente. El petróleo hace que el libre mercado siga funcionando. Quien controla el petróleo del planeta, controla el mercado planetario. ¿Y cómo se hace para tener control sobre el petróleo?
Nadie lo ha dicho con más elegancia que el columnista Thomas Friedman, del New York Times. En una nota titulada “Craziness Pays” (La locura rinde), dice: “Estados Unidos ha dejado en claro a los aliados de Irak y Estados Unidos que (...) América usará la fuerza sin negociaciones, sin dudarlo, y sin la aprobación de la ONU”. Su consejo fue bien recibido. Eso se pudo ver en las guerras contra Irak y Afganistán, así como en las humillaciones a las cuales el gobierno estadounidense somete a la ONU casi a diario. En su libro sobre la globalización, “The Lexus and the Oliver Tree”, Friedman dice: “La mano oculta del mercado no podrá funcionar nunca sin su puño oculto. McDonald´s no puede florecer sin McDonnell Douglas (...) y el puño oculto que mantiene al mundo seguro para que florezcan las tecnologías de Silicon Valley se llama Ejército de Estados Unidos, Fuerza Aérea, Marina y cuerpo de marines”. Tal vez escribió esto en un momento de debilidad, pero sin duda se trata de la descripción más sucinta y apropiada del proyecto de la globalización empresarial que jamás haya leído.
Luego del 11 de setiembre de 2001 y de la Guerra contra el Terror, la mano y el puño ocultos quedaron al descubierto por la explosión. Ahora tenemos una visión clara de cuál es la otra arma de Estados Unidos: el libre mercado, que aplasta al mundo en desarrollo con una rígida sonrisa congelada. “La misión que nunca se termina” es la guerra perfecta de Estados Unidos, el vehículo perfecto para la expansión sin fin del imperialismo americano. En urdu, beneficio se dice fayda. Al Qaeda significa La Palabra, La Palabra de Dios, La Ley. Por eso, en India, algunos decimos que la Guerra contra el Terror es Al Qaeda contra Al Fayda – La Palabra contra el Beneficio-, sin intención de hacer juegos de palabras.
Por el momento, parece que Al Fayda tiene la victoria. Pero después, nadie sabe lo que puede ocurrir.
Globalización empresarial desenfrenada
En la última década de globalización empresarial desenfrenada, el ingreso total del planeta aumentó en promedio un 2,5 por ciento anual. Y sin embargo, el número de pobres del mundo se incrementó en 100 millones. De las 100 mayores economías del mundo, 51 son empresas, no países. El uno por ciento que vive mejor en este planeta tiene el mismo ingreso que el 57 por ciento de los que están peor, y la disparidad sigue creciendo. Ahora, a la sombra en expansión de la Guerra contra el Terror, este proceso se impone cada vez más a la fuerza. Los hombres de negocios tienen un apuro insólito. Mientras nos llueven bombas encima y misiles cruceros atraviesan los cielos, mientras se producen armas nucleares para hacer del mundo un lugar más seguro, se firman contratos, se registran patentes, se construyen oleoductos, se exprimen las reservas naturales, se privatiza el agua y se socavan las democracias.
En un país como India, el objetivo de “ajuste estructural” del proyecto de globalización empresarial está destrozando la vida de las personas. Los proyectos de “desarrollo”, la privatización masiva y las “reformas” laborales despojan a las personas de sus propias tierras y de sus empleos, lo cual termina en un despojamiento salvaje con escasos paralelos en la historia. En todo el mundo, el “libre mercado” protege con total descaro a los mercados occidentales y obliga a los países en desarrollo a levantar sus barreras comerciales, los pobres son cada vez más pobres y los ricos, cada vez más ricos. Ha empezado a bullir una inquietud pública en la aldea global. En países como Argentina, Bolivia, Brasil, India y México, crecen los movimientos de resistencia contra la globalización empresarial. Para contenerlos, los gobiernos están reforzando el control. Los activistas son etiquetados de “terroristas” y luego tratados como tales. Pero inquietud civil no significa sólo marchas, demostraciones y protestas contra la globalización. Lamentablemente, también significa una espiral desesperada de crimen, caos y todas las variedades de desesperanza y desilusión que, como nos ha mostrado la historia -y como lo vemos desarrollarse ante nuestros propios ojos-, se convierten rápidamente en terreno fértil para cosas terribles: nacionalismo cultural, fanatismo religioso, fascismo y, por supuesto, terrorismo.
Todo esto va de la mano de la globalización empresarial.
Hay una idea que está ganando terreno y es la de que el libre mercado acabará con las barreras nacionales, ya que el objetivo final de la globalización empresarial es un paraíso hippie donde el corazón será el único pasaporte y todos viviremos felices en una canción de John Lennon (“Imagina que no hay países”...). Patrañas.
El libre mercado no acaba con la soberanía nacional, sino con la democracia. A medida que aumentan las disparidades entre ricos y pobres, la tarea del puño oculto se vuelve más difícil. Las empresas multinacionales, a la caza de “acuerdos cariñosos” que producen enormes beneficios, no pueden introducir a la fuerza y administrar dichos proyectos en los países en desarrollo sin la connivencia activa de la maquinaria del Estado: la policía, los tribunales de justicia, a veces incluso el ejército. Hoy, la globalización empresarial precisa una confederación internacional de gobiernos leales, corruptos y preferentemente autoritarios en los países más pobres, para decretar reformas impopulares y frenar motines. Necesita una prensa que haga de cuenta que es libre. Necesita tribunales que hagan de cuenta que imparten justicia. Necesita bombas nucleares, ejércitos preparados, leyes de inmigración severas y patrullas costeras muy cuidadosas para asegurarse de que sólo se globalizan bienes, patentes, servicios y dinero, y no el libre movimiento de las personas, el respeto por los derechos humanos, los acuerdos internacionales sobre discriminación racial, las armas químicas y nucleares, las emisiones de gas invernadero, el cambio climático o, Dios no lo permita, la justicia. Parece que hasta un mero gesto a favor de la confiabilidad internacional podría estropear la empresa.
A más o menos un año de que se haya plantado la bandera de la Guerra contra el Terror en las ruinas de Afganistán, se van cercenando libertades en un país tras otro, en nombre de la democracia. Todo tipo de disentimiento es catalogado como “terrorismo”. Se aprueban todo tipo de leyes para lidiar con ese “terrorismo”. Osama bin Laden parece haberse disuelto en el aire. Se dice que el mulán Omar huyó en una motocicleta. Los talibanes habrán desaparecido, pero su espíritu y su sistema de justicia sumaria está emergiendo en los lugares más insólitos. En India, Pakistán, Nigeria, Estados Unidos, en todas las repúblicas del centro de Asia, gobernadas por déspotas de todo tipo y, por supuesto, en Afganistán, en el régimen instaurado por la Alianza del Norte, que cuenta con el apoyo de Estados Unidos.
Mientras, en el paseo de compras hay una liquidación de mediados de estación. Todo tiene descuento: océanos, ríos, petróleo, cadenas genéticas, flores, infancias, fábricas de aluminio, compañías telefónicas, sabiduría, salvajismo, derechos civiles, ecosistemas, aire, 4.600 años de evolución. Está todo empaquetado, cerrado y con la etiqueta del precio, disponible en las góndolas. En cuanto a la justicia, me dicen que también está en oferta. Con dinero puedes comprarlo todo.
Donald Rumsfeld declaró que su misión en la Guerra contra el Terror fue convencer al mundo de permitir que Estados Unidos mantuviera su estilo de vida. Cuando el rey loco patalea, los esclavos tiemblan en sus casas. De modo que, desde donde estoy parada hoy me cuesta decirlo, pero “el estilo de vida americano” no es sustentable. Porque no reconoce que existe un mundo más allá de Estados Unidos.
Afortunadamente, el poder tiene un tiempo de vida útil. Cuando llegue el momento, este poderoso imperio sufrirá una implosión desde su interior, al igual que otros antes. Parecería que ya han aparecido ciertas fisuras estructurales. Mientras la Guerra contra el Terror extiende sus redes de acción, el corazón empresarial de Estados Unidos se desangra en una hemorragia. A pesar de los infinitos discursos vacíos acerca de la democracia, el mundo está siendo gobernado hoy por las tres instituciones más reservadas del planeta: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio. Las tres, por su parte, están bajo dominio de Estados Unidos. Toman decisiones en secreto. Sus directores se nombran a puertas cerradas. Nadie sabe nada acerca de sus políticas, sus creencias ni sus intenciones. Nadie las eligió. Nadie dijo que podían tomar decisiones en nuestro nombre. Un mundo gobernado por un puñado de banqueros glotones que nadie ha elegido no puede permanecer en el tiempo.
El comunismo de tipo soviético fracasó no porque fuera intrínsecamente malo, sino porque era imperfecto. Daba la posibilidad a pocas personas de concentrar demasiado poder. El estilo de vida americano fracasará por los mismos motivos. Ambos son edificios que construye la inteligencia humana y que destruye la naturaleza humana.
Ha llegado el momento, dijo Walrus. Tal vez las cosas empeoren y luego mejoren. Quizá haya un pequeño dios en el cielo preparándose para nosotros. Otro mundo no solamente es posible, sino que está en camino. Tal vez muchos de nosotros ya no estemos aquí para darle la bienvenida cuando llegue, pero en los días más silenciosos, si escucho con atención, lo oigo respirar.
-------------
Arundhati Roy es autora de la novela El dios de las pequeñas cosas, por la cual recibió el premio Booker Prize, y vive en Nueva Delhi, India.
--------------
Este es un extracto de una conferencia titulada “Come September” que dio Arundhati Roy en Santa Fe, Nuevo México, en el Lensic Performing Arts Center, el 18 de setiembre de 2002, con la subvención de la Lannan Foundation.
|