No. 68 - Junio 1997
RUSIA
Capitalismo bandido
por
Peter Gowan
La "reforma económica" y la "democratización", que constituyen los fundamentos de la política de Occidente hacia Rusia, tienen un único objetivo: debilitar a ese país.
En 1993, durante una conferencia en la capital de Ucrania, compartí una mesa con un experto en política internacional de RAND Corporation, un importante gabinete de estrategia de seguridad de Estados Unidos. El experto aprovechó la ocasión para darme una lección sobre las bases de "nuestra" política hacia Rusia. El truco, explicó, consiste en "debilitar a Rusia sin desestabilizarla". A su juicio, el gobierno estadounidense aún no estaba haciendo lo suficiente para debilitar su poder.
El experto, naturalmente, estaba muy ocupado como para escuchar mi opinión, pero luego de casi cuatro años de experiencia sobre "nuestra" política hacia Rusia, la cuestión que planteó tiene tanta actualidad como entonces.
Seguramente tenía razón en cuanto a la prioridad de Washington de debilitar a Moscú. Pese a la retirada de 1.000 millas de militares rusos de sus bases occidentales en Berlín, pese a que antiguos aliados de Rusia en Europa oriental se pasaron al lado de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pese al propio colapso de la Unión Soviética y a la potencial salida de Ucrania del ámbito de seguridad de Moscú, pese a todo eso, Rusia se ha transformado en algunos aspectos en una nueva amenaza a largo plazo para los intereses estadounidenses. La nueva amenaza procede, en parte, justamente de la desintegración del bloque soviético.
En el pasado, Rusia podía ser contenida porque era un estado enemigo comunista, pero ahora no lo es. Por tanto, Rusia es ahora potencialmente como Libia, Irak e Irán unidos: un gigantesco productor de energía y minerales completamente insensible a los mecanismos normales de control político y económico de Estados Unidos. Dichos mecanismos están estructurados en torno a la balanza de pagos y la deuda externa, la necesidad de acceso a mercados de capital externos y de ingreso a los mercados occidentales de productos manufacturados o agrícolas. Los grandes exportadores de energía pueden eludir estos mecanismos porque tienen una balanza de pagos saludable y muchos dólares. Aquí radica el origen del problema ruso.
La táctica más obvia sería la de etiquetar a Rusia como un estado terrorista, como se hizo con Libia, Irak e Irán. Pero una medida en este sentido sería inmensamente costosa y podría no funcionar, porque otros gobiernos occidentales no la aceptarían.
Al estilo de Nigeria
Por tanto, el camino alternativo consiste en tratar de encontrar y fortalecer ciertos elementos internos de la sociedad y la política de Rusia para convertirla en un exportador de energía al estilo de Nigeria: un estado profundamente corrupto, cuyas autoridades, estrechamente vinculadas a empresas trasnacionales occidentales, se quedan con la mayor parte de las ganancias de sus exportaciones de energía y las depositan en bancos de ciudades como Londres.
Esta ha sido la lógica de la política de Occidente hacia Rusia desde 1991. Dicha política estuvo orientada en gran medida hacia la intervención en las instituciones sociales del país, mediante el apoyo a lo que se denomina "reforma económica" y "democratización". La cuestión de si la política estadounidense debilitó lo suficiente a Rusia en los últimos años se reduce entonces a si esas estrategias funcionaron.
Estas campañas gemelas sólo pueden entenderse en el contexto real del cambio de la estructura social del país: la dinámica de la formación de clases en la transición hacia el capitalismo. Los políticos occidentales estuvieron muy preocupados por este tema desde un principio y la línea adoptada fue la promoción de lo que Lord Howe denominó "capitalismo bandido".
En 1991, esta idea predominaba en los círculos diplomáticos de Washington. Los analistas políticos la explicaban así: el sector mafioso de la nomenklatura gana y nadie más pierde, porque de todas formas nunca tuvieron nada. Entonces, una vez que los bandidos comienzan a hacer estragos, se explica que el crimen organizado se debe a que el Estado posee demasiados bienes y la única solución consiste en privatizarlos y legalizar a los mafiosos. Una vez legalizados, dejan de ser "bandidos" y el crimen desaparece como por arte de magia.
Este fue el mensaje que difundieron Howe y otros importantes asesores occidentales de las élites poscomunistas, estimulando los elementos más corruptos de la antigua nomenklatura. y comenzó la diversión.
El capitalismo bandido es una forma específica de actividad capitalista, marcada por dos características. En primer lugar, está dirigida a una rápida generación de dinero mediante la corrupción política más que mediante el desarrollo de cualquier rama de la economía en particular y, en segundo lugar, es políticamente nihilista, ya que carece de cualquier perspectiva de construcción estatal y, por tanto, de cualquier apego al propio Estado nacional.
La terapia de choque
El paquete de la terapia de choque fue el lado público de esta estrategia. Sus objetivos principales consistían en lograr el colapso económico de las empresas públicas y una crisis catastrófica de las finanzas del Estado. Ambos hechos se dieron en 1992 y continúan cumpliéndose desde entonces.
Como consecuencia, la devastada clase trabajadora está desesperada por cualquier tipo de salvación y el gobierno por un aumento de los ingresos públicos. Ahí entran en escena los "capitalistas bandidos", las únicas personas del país que han acumulado grandes capitales. Y entran junto con los bancos occidentales "de inversión", ofreciendo una solución conjunta: comprar lo que queda de las empresas públicas, aparentemente para "salvar" a los empleados y aportar dinero al Tesoro para aliviar la crisis presupuestal. El resultado es la consolidación de una nueva clase capitalista doméstica estrechamente vinculada a bancos multinacionales y políticos occidentales.
Se podría pensar que este lado de la política occidental contradice el objetivo de la democratización. Uno incluso se siente tentado a afirmar que la retórica de la democratización no es más que una farsa. Por eso es importante aclarar el verdadero significado de la democratización neoliberal.
Para los izquierdistas, la democracia significa el poder de los ciudadanos de determinado país de jugar un papel real, aunque indirecto, en las decisiones políticas, y la existencia de apoyos institucionales en la sociedad civil para este tipo de formación de la voluntad democrática. Pero los intelectuales políticos estadounidenses -y algunos europeos- de la posguerra fría creen que ésas son ideas anticuadas relacionadas con lo que consideran una gran desviación histórica, cuya forma extrema fue el totalitarismo y la débil la socialdemocracia. En ambos casos, la idea principal consistía en usar al Estado para fines sociales, imponiéndole algunas metas ideológicas, como darle al pueblo protección social o un nivel mínimo de igualdad, o más radicalmente, una sociedad sin clases.
Para los neoliberales, la "nueva democracia" significa que cada uno puede elegir individualmente sus propios valores y metas, y luchar para alcanzarlos en una "sociedad civil", es decir el mercado. La tarea del Estado consiste simplemente en aplicar el orden jurídico que rige los contratos en la sociedad civil. Y la democracia es antes que nada una poliarquía: ricos empresarios capitalistas financian el proceso electoral y ofrecen a los electores la opción entre varios líderes que piensan esencialmente lo mismo pero con diferentes estilos de liderazgo. Las declaraciones clásicas de estas nuevas concepciones pueden encontrarse en los escritos de Pérez Díaz o, en una versión más popular, en On Civil Society, de Michael Ignatief.
Una política "políticamente correcta"
Para la nueva democracia, los regímenes económico y político deben entremezclarse. La garantía constitucional del sistema es la apertura de los mercados financieros al estilo anglosajón a los actores económicos internacionales. Esto garantiza que la política pública permanezca políticamente correcta. Al mismo tiempo, la nueva democracia ofrece un amplio campo de acción a la influencia económica occidental mediante vínculos con parlamentarios, grupos de interés y funcionarios públicos. También facilita la promoción de la influencia de las multinacionales dentro del país y la formación de opinión pública por la prensa "global", es decir, occidental.
El resultado de la aplicación de este programa equivale a lograr que, en palabras de Robert Nye, los líderes del país meta "deseen lo que nosotros deseamos". Por tanto, no existe necesidad de utilizar la táctica del garrote, etiquetando a ciertos estados de "terroristas" para mantenerlos bajo control.
Estas tácticas fueron al menos un éxito parcial en el caso ruso. La terapia de choque logró efectivamente sumergir a las empresas públicas en una crisis de proporciones catastróficas y al Estado en la pobreza. Estos efectos, a su vez, fueron utilizados con el fin de legitimar privatizaciones masivas y, como resultado, gran parte de los bienes productivos de Rusia fueron entregados a los capitalistas bandidos, así como a otros sectores de la antigua clase dirigente comunista.
Por supuesto, el costo de esta política para el pueblo ruso ha sido terrible. La depresión económica de Rusia está ya en su quinto año y decenas de millones de personas han sufrido lo indecible. Aun en la privilegiada Moscú, más de 40 por ciento de los niños no obtienen alimentos suficientes para mantener su peso, de acuerdo con el Banco Mundial. Obviamente, este problema en sí mismo carece de importancia para la estrategia occidental, pero sí tiene importancia el fuerte efecto político que produce.
La mayoría de los rusos reaccionaron con repugnancia ante el empobrecimiento acarreado por la terapia de choque y la miseria moral del capitalismo bandido. La primera ola de hostilidad popular dispuso a Boris Yeltsin a prescindir de la Constitución en agosto de 1993, una medida promovida durante meses por revistas occidentales como The Economist. Entonces, en diciembre de ese año, se adoptó una nueva Constitución mediante referendo popular, con la ayuda del fraude gubernamental. Luego hubo que hacer frente al desafío del resucitado Partido Comunista en las elecciones presidenciales del año pasado y la amenaza fue vencida de manera similar.
Por otra parte estuvo la guerra de Yeltsin contra los rebeldes de Chechenia, tan feroz como la de la OTAN contra los kurdos en el este de Turquía y en el norte de Irak. Estas acciones tuvieron consecuencias contradictorias entre sí: debilitó al grupo de Yeltsin dentro de Rusia, pero también debilitó al Estado ruso amenazándolo con interminables conflictos en el norte del Cáucaso.
Mientras, Rusia tiene un gobierno que consagra el capitalismo bandido en su más pura expresión. El centro de poder es el ex ministro de las privatizaciones, Anatoly Chubais, por años elogiado en la prensa occidental "seria" como el promotor de la reforma económica y la democracia. Chubais cuenta con el apoyo de la red de capitalistas bandidos a favor de quienes privatizó gran parte de los activos económicos del país.
Estos grupos dominantes otorgan a los intereses occidentales un ámbito propicio para utilizar su influencia dentro del estado ruso, siempre que Yeltsin permanezca técnicamente vivo. Asimismo, estos grupos son los menos interesados en estrategias de reactivación económica y desarrollo institucional del Estado ruso, ambas precondiciones para la reconstrucción de la influencia política y económica de Rusia en el extranjero. En breve, si se consolidara un régimen al estilo de Chubais, Rusia bien podría hallarse en el camino de la integración al sistema occidental, en base al modelo de Nigeria.
Sin embargo, la política de Occidente hacia Rusia aún no es segura. Existen poderosos grupos de capitalistas rusos hostiles al círculo de Chubais y a sus conexiones occidentales, que se consideran a sí mismos "capitalistas nacionales". Actualmente encontraron un líder en Lebed, quien puede aspirar al poder si Yeltsin muere. Mientras, la mayor parte del electorado ruso repudia el programa y los símbolos del proyecto neoliberal de Occidente. Y el Partido Comunista, pese a sus divisiones internas, continúa siendo la fuerza política mejor organizada del país.
Así, el debilitamiento de Rusia aún no fue logrado decisivamente, ya que el control del país podría escaparse de los grupos que rodean a Yeltsin. Y aun estos grupos han resistido la presión de Occidente para ceder sus empresas de energía a las empresas trasnacionales occidentales. Mientras, el pueblo ruso ha aprendido, a partir de la experiencia de los últimos cinco años, el verdadero significado de consignas como "democracia liberal", "reforma económica" y "valores occidentales".
Este artículo fue publicado por primera vez en Red Pepper (diciembre, 1996).
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