No. 78 - Abril 1998
Chile
Pinochet y los fantasmas pertinaces
por
Pablo Azócar
Augusto Pinochet ingresó el 11 de marzo al Congreso de Chile, un lugar al que hace un cuarto de siglo definió como "un nido de ratas" y en el que se encontrará cara a cara con algunas de sus antiguas víctimas. El autor analiza los motivos del ex dictador para asumir como senador vitalicio, así como nueva situación política que este hecho crea en Chile.
Chile y Augusto Pinochet irrumpieron de nuevo en estos días en las primeras planas de la prensa mundial. Pinochet está de vuelta, dijeron algunos. Pero no. La verdad es que Pinochet nunca se fue.
¿Qué ocurrió? ¿Qué explica los acontecimientos de estos días, la reaparición del fervor, la violencia y la ira, con miles de personas protestando en las calles y la propagación en los muros de la célebre fotografía del dictador, lentes negros, ademán implacable, tomada por perplejos corresponsales tras el sangriento golpe militar de 1973?
Apenas en enero pasado nadie hubiese podido imaginar este escenario. Hasta ese momento, parecía que este soldado de 82 años, ahora canoso, más moroso que antes y cazurro como siempre, se retiraría en marzo convertido en una suerte de patriarca legendario, un abuelo autoritario y venerable que recordaría sus pasadas batallas junto a sus nietos frente a una chimenea. Se había creado hacía dos años una Fundación Pinochet destinada a propagar su "obra" por los tiempos de los tiempos. Tenía en su bitácora haber impulsado un modelo económico -continuado al pie de la letra por el gobierno democrático que llegó al poder en 1990- que se convirtió en uno de los ejemplos más exitosos del neoliberalismo imperante, con tasas de crecimiento de alrededor del siete por ciento anual durante los últimos 14 años, tres veces el promedio de América Latina.
Pero algo ocurrió. En vez de retirarse, en vez de jubilarse y dedicarse a cultivar su jardín junto a sus nietos, Pinochet anunció que asumiría en marzo el cargo de senador vitalicio al que le da derecho la Constitución que él mismo impuso al país con un turbio referéndum en 1980. ¿Por qué hizo algo en apariencia tan insensato? No lo es tanto: lo hizo para reemplazar el fuero militar, que perdería en marzo, por el fuero parlamentario, y evitar así tener que comparecer ante la justicia en caso de juicios eventuales.
Unos juicios que no tardaron en dejar de ser eventuales y tornarse muy concretos: si iniciaron de puntillas, casi clandestinos, y en el breve lapso de dos meses han ido creciendo y explotando como bombas de racimo. Un grupo de militantes socialistas de base decidió en enero entablar una presentación constitucional para impedir que Pinochet asumiera en el Senado. Pareció, al inicio, no mucho más que un gesto simbólico que caería en el vacío en un país que daba la impresión de estar en otra cosa, en el "paraíso" económico y lo demás. Y de algún modo lo estaba.
Sin embargo, inopinadamente, aquella presentación fue tomando fuerza, y creció todavía más cuando la hizo suya un grupo de jóvenes diputados de la Democracia Cristiana, el partido moderado que encabeza la coalición gobernante. Más tarde, en ese mismo enero, la secretaria general del Partido Comunista, Gladys Marín, cuyo esposo fue asesinado bajo el régimen de Pinochet, presentó el primer caso aceptado en los tribunales chilenos contra el ahora retirado general. "Si no fructificara esta demanda", anunció Marín, "presentaremos otra, y luego otra, y otra, y otra"...
Y tiene dónde asirse: durante su mandato (1973-1990), Pinochet dejó tras de sí la memoria de una maquinaria de muerte que sembró el terror y que exilió y torturó y ajustició a miles de compatriotas, una maquinaria que quedó insinuada en un documento oficial emitido por la Iglesia Católica: más de 3.000 muertos y desaparecidos. Una cifra feroz que sintetiza muchas otras, y que en el último año incitó a un juez español a reunir pruebas contra el general por crímenes contra la humanidad, en un proceso que sigue abierto y cuyas consecuencias todavía resultan incalculables. Paralelamente, un fiscal argentino investiga la muerte del general de ejército chileno Carlos Prats por una bomba en Buenos Aires, implicando a los servicios de seguridad y, ahora, directamente a Pinochet. ¿Por qué? Porque, en estos días, el temible ex jefe de la DINA (la policía secreta de los inicios del régimen militar), el general Manuel Contreras, en su defensa judicial, acusó por primera vez directamente a Pinochet. "Siempre cumplí órdenes suyas", indicó. "Sólo él, como máxima autoridad de la DINA, podía ordenar misiones". Contreras, único oficial condenado por los tribunales (junto a un subalterno), cumple todavía la condena de siete años de cárcel por organizar el asesinato del ex canciller Orlando Letelier, en Washington, en 1976. Contreras tenía la promesa de Pinochet de que su prisión no duraría mucho tiempo: se cansó de esperar y mandó un primer aviso, en una sórdida guerra soterrada que no ha exhibido todavía todas sus cartas.
Esta simple declaración dejó abiertas las puertas para un cúmulo de nuevas querellas contra Pinochet. Ya lo hicieron en estos días los familiares de tres profesionales cruelmente degollados con cuchillos corvos en 1985, y se anuncian otras. La permanencia de Pinochet en el Senado -donde tendrá cara a cara a algunas de sus antiguas víctimas, ahora senadores como él- no se promete plácida. No es lo que él hubiese querido ni lo que sus estrategas hubiesen soñado. Como si fuera poco, se acaba de formar una comisión parlamentaria que investigará los bienes del vetusto militar, quien durante los 27 años que se prolongó su régimen multiplicó más de 50 veces su patrimonio personal.
La obsesión del consenso
¿Cómo se llegó a esta situación, impensable hace apenas unas semanas? Hubo, en los últimos meses, síntomas que involucran a la Concertación de Partidos por la Democracia, la coalición que llegó al poder en 1990 después de haber tenido que aceptar, en duras negociaciones con el régimen saliente, una serie de limitaciones a la propia democracia, como la existencia de senadores designados -determinantes en estos años para frenar numerosas reformas intentadas por el gobierno-, la imposibilidad del presidente de dar de baja a oficiales de las Fuerzas Armadas -o a bajar su presupuesto-, o el sistema de votación que asegura una desproporcionada voz derechista en el Congreso.
Durante 1997 habían ido asomando diversas señales que indicaban que en Chile ("una nación conservadora que parece obsesionada con el consenso", como dijo recientemente la nada extremista revista Newsweek) algo estaba cambiando. Una señal simbólica fue el inesperado éxito de ventas del libro de ensayo del sociólogo Tomás Moulián, Chile actual, anatomía de un mito, que fue publicado a mediados de 1997 y que desde entonces se mantiene en el primer lugar en las listas de ventas, con casi una veintena de ediciones. El libro de Moulián expone la metáfora de una "jaula de hierro" en una dura crítica al "continuismo" del gobierno democrático con relación al régimen de Pinochet.
Pero hubo otra señal más elocuente: las elecciones parlamentarias de noviembre pasado, donde hubo un duro voto de castigo para la Concertación, y en particular, para la Democracia Cristiana (el partido del presidente Eduardo Frei), además de registrarse la cifra sin precedentes de casi cuatro millones de personas -jóvenes en su mayoría- que optaron por quedarse fuera del sistema simplemente no inscribiéndose o votando nulo o en blanco.
Un malestar creciente se había ido instalando larvadamente en el país. Todos reconocían que no fueron fáciles las negociaciones que la Concertación debió hacer con la dictadura al inicio de su mandato, pero comenzaba a exasperar el nulo avance en materia democrática y, más aún, el retroceso manifiesto en algunas áreas, como la prensa, que pareció abrirse poco a poco en los inicios de los años 90, pero acabó replegándose día a día, entre flagrantes censuras y autocensuras, tanto en materia política como moral, con la severa sombra de una Iglesia Católica que ha exhibido su rostro más conservador, fiscalizando todas las manifestaciones públicas con un sistemático veto inquisitorial, en un paradójico "cobro" de la importante defensa de los derechos humanos que hicieron otros prelados en el período dictatorial.
En su esfuerzo por dar una imagen de estabilidad -en primer lugar ante los empresarios, nuevos héroes del sistema- y evitar cualquier asomo de conflicto, el gobierno de la Concertación fue particularmente sensible a las admoniciones de la Iglesia o del propio Ejército, que en dos ocasiones envió a las tropas a la calle como signo de protesta, ambas a propósito de investigaciones judiciales sobre irregularidades financieras del hijo de Pinochet, que el propio gobierno se encargó entonces de abortar, como signo de buena conducta.
El factor Pinochet
Pero en esta cautelosa estrategia la Concertación no contó con una cosa: el factor Pinochet. Porque el gobierno democrático no sólo se abstuvo de colaborar en las iniciativas contra general, sino que, además, como si no bastara, durante el actual mandato del presidente Eduardo Frei se transformó en su más connotado defensor. Esto quedó de manifiesto en el juicio por crímenes contra la humanidad que se está siguiendo en España con el apoyo del Departamento de Estado norteamericano: el gobierno derechista español llegó a amenazar con acusar al gobierno chileno de "obstruir la justicia" en el proceso que se sigue contra el antiguo dictador.
Esta fue parte de la cuenta que el electorado le cobró a la Concertación en las últimas elecciones y que hizo que algunos de los parlamentarios de la propia coalición gobernante -comenzando por la Democracia Cristiana- se rebelaran contra la estrategia del gobierno y de sus propios partidos, y se enfrentaran con dureza a Pinochet en estos días. Era cosa de sacar cuentas: una encuesta reciente indicó que más del 78 por ciento de los chilenos recordará más a Pinochet como un dictador militar que como un salvador económico.
La Concertación podía hacer muchas concesiones -muchas más de las que imaginaron los millones que la apoyaron con ilusión y fervor en 1990-, pero tenía una piedra de tope que muchos de sus líderes todavía parecen no querer mirar: Pinochet. Su aparición en el Senado, el mismo Senado que clausuró en 1973 por considerarlo "un nido de ratas", era un hito histórico y un emblema. La imagen en el hemiciclo parlamentario del militar que tiempo atrás, cuando se encontraron cien cadáveres mutilados de a dos por cajón, declaró que había que felicitar a los enterradores por ahorrar en ataúdes y clavos, cayó como una bomba de varios megatones en una sociedad donde el descontento ya se había instalado.
Pinochet encarna el peso de la historia en un país que algunos creyeron ya blanqueado, un país cuyas Fuerzas Armadas jamás reconocieron haber cometido un sólo crimen y que ahora se han cuadrado con su líder al nombrarlo "benemérito" -otro cargo vitalicio sin precedentes, otra amenaza a una democracia ya de sobra tutelada-, constituyéndose, en la práctica, en un partido político armado que permanecerá a la sombra del viejo dictador.
Cuando Pinochet se presentó al Senado, el pasado 11 de marzo, sus escoltas se encargaron de que no viera a los miles de manifestantes de las calles, pero una vez que estuvo en el interior del hemiciclo se encontró con las imágenes del derrocado presidente Salvador Allende y de algunos de los miles de desaparecidos. Los parlamentarios concertacionistas que enarbolaron esas imágenes aceptaron retirarlas -un nuevo bochorno-, pero los cadáveres permanecieron simbólicamente allí, como fantasmas pertinaces, y nada indica que se vayan a retirar mientras tengan delante, ante la vista del mundo, al hombre que encabezó el inexorable sistema que los hizo desaparecer y que nunca respondió dónde, dónde están.
Pablo Azócar es escritor y periodista chileno. Autor de las novelas Natalia (Planeta, 1990) y El señor que aparece de espaldas (Alfaguara, 1997).
|